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De todas formas, era bueno estar de vuelta.

Al salir del puente se encontraron ante una hilera de cabinas de aduanas. Ante tres de las cuatro abiertas había pequeños grupos de coches alineados; ante la cuarta había una cola más larga de camiones. Mary se unió a la fila mediana y esperó a que los vehículos que tenía delante fueran atendidos dando golpecitos de impaciencia al volante con la palma de la mano.

Por fin les tocó el turno. Mary detuvo el coche junto a la cabilla y bajó la ventanilla. Esperaba oír el habitual saludo del agente de aduanas canadiense: «¿Nacionalidad?» Pero, en cambio, para su asombro, la encargada dijo:

—La señora Vaughan, ¿verdad?

El corazón de Mary dio un brinco. Asintió.

—Aparque más adelante, por favor.

—¿Pasa … pasa algo? —preguntó Mary.

—Haga lo que le digo —ordenó la mujer, y descolgó un teléfono.

Mary sintió las palmas de las manos sudorosas en el volante mientras avanzaba lentamente.

—¿Cómo sabían que eras tú? —preguntó Louise.

Mary negó con la cabeza.

—¿Por la matrícula?

—¿Y si huimos? —preguntó Louise.

—Me llamo Mary, no Thelma. Pero, Cristo, si …

Un agente de aduanas calvo con la panza sobresaliendo por encima del cinturón salía del largo y bajo edificio de inspección. Le indicó a Mary que aparcara en una de las plazas en batería que tenía delante. Ella sólo había parado allí para ir al cuarto de baño … y sólo cuando estaba desesperada: el lugar era bastante sórdido.

—¿Señora Vaughan? ¿Señora Mary Vaughan? —dijo el agente.

—¿Sí?

—La estábamos esperando. Mi ayudante va a traer un coche ahora mismo.

Mary parpadeó.

—¿Para mí?

—Sí… y es una emergencia. i Venga!

Mary bajó del coche, y lo mismo hizo Louise. Entraron en el edificio de aduanas y el hombre gordo las hizo pasar al otro lado del mostrador. Descolgó un teléfono y marcó una tecla de extensión.

—Tengo a la señora Vaughan-dijo, y le pasó el teléfono a Mary.

—Soy Mary Vaughan.

—¡Mary! —exclamó una voz con acento jamaicano.

—¡Reuben! —Alzó la cabeza y vio que Louise sonreía—. ¿Qué pasa?

—Dios, mujer, tienes que comprarte un teléfono móvil —dijo Reuben—. Mira, sé que Louise y tú vais para Toronto, pero creo que será mejor que vengáis a Sudbury … y rápido.

—¿Por qué?

—Tu Jock Krieger ha atravesado el portal.

El corazón de Mary dio un vuelco.

—¿Qué? ¿Pero cómo ha llegado tan rápido?

—Habrá venido en avión, y eso es lo que vosotras deberíais hacer también. Estás a seis horas de coche de aquí. Pero tengo a La pepita de níquel esperándoos en Sto Catherines.

La pepita de níquel era el Learjet de Inco, pintado de verde oscuro en los flancos.

—Lo he descubierto por accidente —continuó Reuben—. He visto su nombre en el archivo de entradas de la mina cuando confirmaba la llegada de otra persona.

—¿Por qué no lo ha detenido nadie? —preguntó Mary.

—¿Y por qué iban a hacerlo? He consultado con los tipos del Ejército que están allá abajo en el observatorio de neutrinos. Me han dicho que llevaba pasaporte diplomático estadounidense, así que lo dejaron pasar al otro lado. De todas formas, mira, he mandado por fax un mapa a la aduana, indicando cómo llegar al aeródromo …

39

Y estamos entrando en una nueva era, El Cenozoico (la era de la vida reciente) está terminando. El Novozoico (la era de la vida nueva) está a punto de comenzar…

—¡Emergencia médica! —gritó Reuben Montego. Su negra cabeza afeitada resplandecía con las fuertes luces del gigantesco edificio—. Vamos directamente al nivel de dos mil metros.

El técnico del ascensor asintió.

—Ahora mismo, doctor.

Mary sabía que la cabina estaba esperando en la superficie en respuesta a la llamada que Reuben había hecho desde su consulta. Los tres se metieron en ella y el técnico, que iba a quedarse arriba, cerró la pesada puerta. Cinco zumbidos: descenso directo sin paradas. El ascensor empezó a bajar por un pozo que tenía cinco veces la altura de cada una de las torres del World Trade Center o hasta que, naturalmente, algún varón Homo sapiens las destruyó.

De camino, Mary, Louise y Reuben habían recogido cascos y los atuendos mineros de las taquillas. Se los pusieron mientras el ascensor realizaba su ruidoso descenso.

—¿Qué tipo de policía tienen al otro lado? —preguntó Reuben con su grave voz de acento jamaicano.

—Casi ninguna —respondió Mary casi gritando, para hacerse oír por encima del estrépito. «y debería continuar así», pensó: un mundo libre de crímenes y violencia.

—Entonces, ¿estamos sólo nosotros?

—Me temo que sí.

—¿Y si llevamos a algunos soldados canadienses? —preguntó Louise.

—Todavía no sabemos quién está detrás de todo esto —dijo Mary—. Jock podría estar actuando por su cuenta … o tener detrás incluso el Ministerio de Defensa y el Pentágono.

Louise miró a Reuben y Mary vio cómo se le acercaba. Si tenían la mitad de miedo que la propia Mary, no podía reprocharles que quisieran abrazarse. Mary se colocó al otro lado del sucio ascensor e hizo como si mirara pasar los niveles, para que Reuben y Louise pudieran tener unos cuantos minutos para ellos.

—Mi vocabulario es todavía bastante incompleto —-dijo la voz de Christine a través de los implantes que Mary tenía en el oído—. ¿Qué significa yetém?

Mary no había oído nada: los micrófonos del Acompañante eran más potentes, desde luego. Susurró para que los otros dos no pudieran oírla.

—Es francés: Je t'aime. Significa «te quiero». Louise me dijo que Reuben siempre se lo dice en francés.

—Ah —dijo Christine.

Continuaron bajando, hasta que, por fin, el ascensor se detuvo con una sacudida. Reuben abrió la puerta, revelando el túnel minero que se perdía en la distancia.

—¿A qué hora pasó? —preguntó Mary cuando llegaron a la zona de espera del portal, construida sobre una plataforma en la cámara de seis pisos de altura del Observatorio de Neutrinos de Sudbury.

Un soldado de las Fuerzas Armadas canadienses la miró, alzando las cejas.

—¿Quién?

—Jock Krieger. Del Grupo Sinergía.

El hombre (rubio, de tez clara) consultó una carpeta.

—Un tal John Kevin Krieger pasó hace unas tres horas.

—Es él-dijo Mary—. ¿Llevaba algo consigo?

—Perdóneme, doctora Vaughan, pero en realidad no puedo divulgar …

Reuben se adelantó y le mostró una tarjeta de identidad.

—Soy el doctor Montego, el médico de la empresa minera, y nos encontramos ante una emergencia médica. Krieger puede ser altamente infeccioso.

—Debería llamar a mi superior —dijo el soldado.

—Hágalo —replicó Reuben—. Pero primero díganos qué llevaba.

El hombre frunció el ceño, pensando.

—Una de esas maletas con ruedecitas.

—¿Algo más?

—Sí, una caja de metal, del tamaño aproximado de una caja de zapatos.

Reuben miró a Mary.

—¡Maldita sea! —dijo ella.

—¿Pasó la caja por descontaminación? —preguntó Louise.

—Por supuesto —respondió el soldado, a la defensiva—. Por aquí no pasa nada sin ser descontaminado.

—Bien —dijo Mary—. Pasemos nosotros.

—¿Puedo ver su identificación?

Mary y Louise entregaron sus pasaportes.