—Mare, la multitud está enloqueciendo. ¡Tenemos que salir de aquí!
Mary se retorció, encontrando fuerzas que no sabía que tenía.
Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por estar con la Virgen … —¡Adikor, Bandra, rápido! —La voz de Ponter, traducida, estalló en su cerebro, ahogando las palabras de Nuestro Señor.
Mary extendió ambas manos, convirtiendo los dedos en garras, intentando arrancar los implantes.
—¡Tenemos que sacar de aquí a Mare y a Lou!
La luz blanca (la perfecta luz blanca) temblaba ahora, con titilaciones en forma de prisma en sus bordes. Mary sintió que su corazón se expandía, que su alma volaba, que …
«¡Disparos!»
Mary miró a la derecha. Un hombre blanco de unos cuarenta años tenía una pistola y le disparaba a algún demonio invisible, la cara deformada por el terror. Ante él, la gente moría, pero Times Square estaba demasiado abarrotada para que cayera. Mary vio el rostro de una persona, luego de otra, mientras las balas los alcanzaban.
Los chillidos de terror rivalizaron con los gritos de embeleso.
—Bandra —aulló Ponter—. ¡Abre paso! Yo sujeto a Marc. ¡Adikor, sujeta a Lou!
Mary sintió el sudor resbalando por su cara a pesar del frío.
Ponter iba a intentar arrancarla de …
«No —dijo la parte racional de Mary, luchando para abrirse paso en su conciencia—. La Virgen no está aquí.»
«¡Sí! —gritó otra parte—. ¡Sí que está!»
«No … no. ¡No hay ninguna Virgen! No hay ninguna … »
Pero la había, tenía que haberla, pues Mary notó de pronto que se elevaba del suelo, que se alzaba …
Porque Ponter la llevaba en brazos, cada vez más alto hasta que se la echó al hombro. Bandra, delante de ellos, apartaba a las personas como si fueran bolos, dividiendo las olas del mar, forzando una abertura en la multitud. Ponter cargó hacia delante, ocupando el espacio que l3andra despejaba antes de que se llenara de nuevo de aplastante humanidad. Todavía había unas cuantas zonas menos densas (lo que quedaba de los carriles reservados originalmente para los vehículos de emergencia), y Bandra se dirigía hacia una de ellas.
Un hombre se les acercó con una expresión de locura en el rostro. Lanzó un puñetazo a Ponter, que lo esquivó fácilmente. Pero otro hombre lo abordó, gritando:
—¡Vete, demonio!
Ponter trató de esquivar también sus golpes, pero era inútil. El atacante era como (exactamente como, advirtió Mary) un poseso.
Descargó un puñetazo en la ancha mandíbula de Ponter, y Ponter terminó por devolverle el golpe con la mano abierta. Lo alcanzó en el pecho. Incluso por encima de la cacofonía, Mary oyó el sonido de las costillas al romperse. El hombre cayó. La multitud se abalanzó para ocupar el espacio despejado por Bandra, y pareció que el atacante iba a ser pisoteado, pero unos segundos más tarde Ponter avanzó tanto que Mary ya no vio qué era del hombre caído.
La perspectiva de Mary oscilaba salvajemente mientras Ponter se lanzaba hacia delante, pero de repente captó la gigantesca bola iluminada que iniciaba su descenso por el asta de la bandera: una esfera geodésica de dos metros de diámetro, cubierta de cristal Waterford, encendida por dentro y por fuera. Mary no creía que nadie hubiera sido capaz de ponerla en marcha: seguramente, el mecanismo estaba en manos de un ordenador.
Luces. Focos. Láseres entrecruzándose en las nubes de hielo seco. Más gritos. Más disparos. Cristales rotos. Alarmas ululando.
Un agente de policía desmontado del caballo. —¡María! —gritaba Mary—. ¡Sálvanos!
—¡Ponter! —La voz de Adikor, tras ellos—. ¡Cuidado!
Mary notó que él volvía la cabeza. Otra persona enloquecida avanzaba hacia él blandiendo una palanca. Ponter se apartó a la derecha, derribando a la gente al hacerlo, para evitar ser alcanzado en la cabeza.
Bandra se dio la vuelta y agarró al hombre por la muñeca. De nuevo, cuando cerró la mano, Mary oyó el crujido de los huesos al romperse, y la palanca cayó al suelo.
Mary volvió la cabeza, buscando a la Virgen. la enorme bola ya casi había bajado del todo … y ellos casi habían salido de Times Square camino de la Calle 42.
De repente el cielo explotó …
Mary alzó la cabeza. ¡Las huestes celestiales! Las …
Pero no. No, al igual que la bajada de la bola debía de estar controlada por ordenador, al parecer lo mismo sucedía con los fuegos artificiales. Una gigantesca cola de pavo real de luces se abría tras ellos, seguida por cohetes rojos, blancos y azules que se alzaban hacia los cielos.
Las piernas de Ponter se movían arriba y abajo como pistones musculosos. La multitud era cada vez menos densa y ya avanzaba con rapidez. Bandra continuaba delante; Adikor, con Louise a hombros, los seguía, y todos continuaron corriendo hacia la oscuridad, hacia el nuevo año.
—¡María! —gritó Mary Vaughan—. ¡Santa María, vuelve!
La sede de las Naciones Unidas estaba casi dos kilómetros al este de Times Square. Tardaron noventa minutos en llegar allí a pie, luchando con el tráfico y la multitud todo el tiempo, pero por fin lo consiguieron y se pusieron a salvo en el interior. Un guardia de seguridad gliksin reconoció a Ponter y los dejó entrar.
Las visiones habían terminado poco después de la medianoche, tan bruscamente como habían comenzado. Mary tenía un terrible dolor de cabeza y se sentía vacía y fría por dentro.
—¿Qué has visto? —le preguntó a Louise.
Louise meneó lentamente la cabeza adelante y atrás, recordando claramente lo asombroso de todo aquello.
—A Dios —dijo—. A Dios Padre, igual que en el techo de la capilla Sixtina. Era … —Buscó una palabra—. Era perfecto.
Pasaron el resto de la noche en la planta número veinte del edificio de la secretaría, durmiendo en una sala de conferencias y escuchando los aullidos de las sirenas abajo: las visiones habían terminado, pero el caos acababa de desatarse.
Por la mañana vieron algún noticiario esporádico (algunas cadenas de televisión ni siquiera emitían) para intentar comprender qué había sucedido.
El campo magnético de la Tierra llevaba ya más de cuatro meses colapsándose: por primera vez desde que la conciencia había emergido en este mundo. La fuerza del campo había estado fluctuando, líneas de fuerza convergiendo y divergiendo salvajemente.
—Bueno —dijo Louise, con las manos en las caderas, mientras contemplaba la tele—, no es exactamente un crash, pero …
—¿Pero qué? —preguntó Mary. Las dos estaban agotadas, sucias y magulladas.
—Le dije a Jock que el principal problema relacionado con el colapso del campo magnético no sería que la radiación ultravioleta atravesara la atmósfera, ni nada de eso. Le dije que más bien serían los efectos sobre la conciencia humana.
—Fue como lo que experimenté en la cámara de pruebas de Verónica Shannon, pero mucho más intenso.
Ponter asintió.
—Pero, al igual que en la cámara de Verónica, ni yo ni, estoy seguro, ningún otro barast, experimentamos nada.
—Pero todos los demás —dijo Mary, e indicó el televisor—, en todo el maldito planeta según parece, tuvimos una experiencia mística.
—O la de ser abducidos por un ovni —dijo Louise—. O, al menos, algún tipo de encuentro con algo que en realidad no estaba allí.
Mary asintió. Pasarían días (¡meses!) hasta tener un recuento definitivo de los muertos y los daños, pero sin duda cientos de miles, si no millones, habían perecido en Nochevieja … o el día de Año Nuevo, en las zonas horarias al este de Nueva York.
Y, naturalmente, continuarían durante años los debates sobre lo que había significado la experiencia que al menos un comentarista llamaba ya el «Último Día».
El papa Marcos II iba a dirigirse a los fieles más tarde.