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Años después, recordando su niñez y su juventud, Eliza pensaba que Miss Rose y Mr. Todd habrían hecho buena pareja, ella habría suavizado las asperezas de Todd y él la habría rescatado del tedio, pero las cosas se dieron de otro modo. A la vuelta de los años, cuando los dos peinaban canas y habían hecho de la soledad un largo hábito, se encontrarían en California bajo extrañas circunstancias; entonces él volvería a cortejarla con la misma intensidad y ella volvería a rechazarlo con igual determinación. Pero todo eso fue mucho más tarde.

Jacob Todd no perdía oportunidad de acercarse a los Sommers, no hubo visitante más asiduo y puntual a las tertulias, más atento cuando Miss Rose cantaba con sus trinos impetuosos ni más dispuesto a celebrar sus humoradas, incluso aquellas algo crueles con que solía atormentarlo. Era una persona llena de contradicciones, pero ¿no lo era él también? ¿No era acaso un ateo vendiendo biblias y embaucando a medio mundo con el cuento de una supuesta misión evangelizadora? Se preguntaba por qué siendo tan atrayente no se había casado; una mujer soltera a esa edad no tenía futuro ni lugar en la sociedad. En la colonia extranjera se murmuraba sobre un cierto escándalo en Inglaterra, años atrás, eso explicaría su presencia en Chile convertida en ama de llaves de su hermano, pero él nunca quiso averiguar los detalles, prefiriendo el misterio a la certeza de algo que tal vez no habría podido tolerar. El pasado no importaba mucho, se repetía. Bastaba un solo error de discreción o de cálculo para manchar la reputación de una mujer e impedirle hacer un buen matrimonio. Habría dado años de su futuro por verse correspondido, pero ella no daba señales de ceder al asedio, aunque tampoco intentaba desanimarlo; se divertía con el juego de darle rienda para luego frenarlo de golpe.

– Mr. Todd es un pajarraco de mal agüero con ideas raras, dientes de caballo y las manos sudadas. Nunca me casaría con él, aunque fuera el último soltero en el universo -le confesó riendo Miss Rose a Eliza.

A la chica el comentario no le hizo gracia. Estaba en deuda con Jacob Todd no sólo por haberla rescatado en la procesión del Cristo de Mayo, también porque calló el incidente como si jamás hubiera sucedido. Le gustaba ese extraño aliado: olía a perro grande, como su tío John. La buena impresión que le causaba se convirtió en cariño leal cuando, oculta tras la pesada cortina de terciopelo verde de la sala, lo escuchó hablar can Jeremy Sommers.

– Debo tomar una decisión respecto a Eliza, Jacob. No tiene la menor noción de su lugar en la sociedad. La gente empieza a hacer preguntas y Eliza seguramente se imagina un futuro que no le corresponde. Nada hay tan peligroso como el demonio de la fantasía agazapado en el alma femenina.

– No exagere, mi amigo. Eliza todavía es una chiquilla, pero es inteligente y seguro encontrará su lugar.

– La inteligencia es un estorbo para la mujer. Rose quiere enviarla a la escuela de señoritas de Madame Colbert, pero no soy partidario de educar tanto a las muchachas, se ponen inmanejables. Cada uno en su lugar, es mi lema.

– El mundo está cambiando, Jeremy. En Estados Unidos los hombres libres son iguales ante la ley. Se han abolido las clases sociales.

– Estamos hablando de mujeres, no de hombres. Por lo demás, Estados Unidos es un país de comerciantes y pioneros, sin tradición ni sentido de la historia. La igualdad no existe en ninguna parte, ni siquiera entre los animales y mucho menos en Chile.

– Somos extranjeros, Jeremy, apenas chapuceamos el castellano. ¿Qué nos importan las clases sociales chilenas? Nunca perteneceremos a este país…

– Debemos dar buen ejemplo. Si los británicos somos incapaces de mantener nuestra propia casa en orden ¿qué se puede esperar de los demás?

– Eliza se ha criado en esta familia. No creo que Miss Rose acepte destituirla sólo porque está creciendo.

Así fue. Rose desafió a su hermano con el repertorio completo de sus males. Primero fueron cólicos y luego una jaqueca alarmante, que de la noche a la mañana la dejó ciega. Durante varios días la casa entró en estado de quietud: se cerraron las cortinas, se caminaba en puntillas y se hablaba en murmullos. No se cocinó más, porque el olor de comida aumentaba los síntomas, Jeremy Sommers comía en el Club y regresaba a la casa con la actitud desconcertada y tímida de quien visita un hospital. La extraña ceguera y múltiples malestares de Rose, así como el silencio taimado de los empleados de la casa, fueron minando rápidamente su firmeza. Para colmo Mama Fresia, enterada misteriosamente de las discusiones privadas de los hermanos, se constituyó en formidable aliada de su patrona. Jeremy Sommers se consideraba un hombre culto y pragmático, invulnerable a la intimidación de una bruja supersticiosa como Mama Fresia, pero cuando la india encendió velas negras y echó humo de salvia por todas partes con el pretexto de espantar a los mosquitos, se encerró en la biblioteca entre atemorizado y furioso. Por las noches la oía arrastrando los pies descalzos al otro lado de su puerta y canturreando a media voz ensalmos y maldiciones. El miércoles encontró una lagartija muerta en su botella de brandy y decidió actuar de una vez por todas. Golpeó por primera vez la puerta del aposento de su hermana y fue admitido en aquel santuario de misterios femeninos que él prefería ignorar, tal como ignoraba la salita de costura, la cocina, la lavandería, las celdas oscuras del ático donde dormían las criadas y la casucha de Mama Fresia al fondo del patio; su mundo eran los salones, la biblioteca con anaqueles de caoba pulida y su colección de grabados de caza, la sala de billar con la ostentosa mesa tallada, su aposento amueblado con sencillez espartana y una pequeña habitación de baldosas italianas para su aseo personal, donde algún día pensaba instalar un excusado moderno como los de los catálogos de Nueva York, porque había leído que el sistema de bacinicas y de recolectar los excrementos humanos en baldes para ser usados como fertilizante, era fuente de epidemias. Debió aguardar que sus ojos se acostumbraran a la penumbra, mientras aspiraba turbado una mezcla de olor a medicamentos y de persistente perfume de vainilla. Rose apenas se vislumbraba, demacrada y suficiente, de espaldas en su cama sin almohada, con los brazos cruzados sobre el pecho como si estuviera practicando su propia muerte. A su lado Eliza estrujaba un paño con infusión de té verde para colocarle en los ojos.

– Déjanos solos, niña -dijo Jeremy Sommers, sentándose en una silla junto a la cama.

Eliza hizo una discreta venia y salió, pero conocía al dedillo las flaquezas de la casa y con la oreja pegada al delgado tabique divisorio pudo oír la conversación, que después repitió a Mama Fresia y anotó en su diario.

– Está bien, Rose. No podemos seguir en guerra. Pongámonos de acuerdo. ¿Qué es lo que quieres? -preguntó Jeremy, vencido de antemano.

– Nada, Jeremy… -suspiró ella con una voz apenas audible.

– Jamás aceptarán a Eliza en el colegio de Madame Colbert. Allí sólo van las niñas de clase alta y hogares bien constituidos. Todo el mundo sabe que Eliza es adoptada.

– ¡Yo me encargaré que la acepten¡ -exclamó ella con una pasión inesperada en una agonizante.

– Escúchame Rose, Eliza no necesita educarse más. Debe aprender un oficio para ganarse la vida. ¿Qué será de ella cuando tú y yo no estemos para protegerla?

– Si tiene educación, se casará bien -dijo Rose, lanzando la compresa de té verde al suelo e incorporándose en la cama.

– Eliza no es precisamente una belleza, Rose.

– No la has mirado bien, Jeremy. Está mejorando día a día, será bonita, te lo aseguro. ¡Le sobrarán pretendientes¡

– ¿Huérfana y sin dote?

– Tendrá dote -replicó Miss Rose, saliendo de la cama a trastablillones y dando unos pasitos de ciega, desgreñada y descalza.