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– No tengo cómo pagarle lo que ha hecho -murmuró Feliciano, turbado.

– No tiene que hacerlo.

Jacob Todd no supo de la infortunada pareja por un buen tiempo, pero dos meses más tarde la sabrosa noticia de la huida de la señorita era el comidillo de toda reunión social y el orgulloso Agustín del Valle no pudo impedir que se le agregaran más detalles pintorescos, cubriéndolo de ridículo. La versión que Paulina relató a Jacob Todd meses después, fue que una tarde de junio, de esas tardes invernales de lluvia fina y oscuridad temprana, logró burlar la vigilancia y huyó del convento vestida con hábito de novicia, llevándose los candelabros de plata del altar mayor. Gracias a la información de Jacob Todd, Feliciano Rodríguez de Santa Cruz se trasladó al sur y mantuvo contacto secreto con ella desde el comienzo, esperando la oportunidad de reencontrarse. Esa tarde la aguardaba a corta distancia del convento y al verla tardó varios segundos en reconocer a esa novicia medio calva que se desmoronó en sus brazos sin soltar los candelabros.

– No me mires así, hombre, el pelo crece -dijo ella besándolo de lleno en los labios.

Feliciano se la llevó en un coche cerrado de vuelta a Valparaíso y la instaló temporalmente en la casa de su madre viuda, el más respetable escondite que pudo imaginar, con la intención de proteger su honra hasta donde fuera posible, aunque no había forma de evitar que el escándalo los mancillara. El primer impulso de Agustín fue enfrentar en duelo al seductor de su hija, pero cuando quiso hacerlo se enteró que andaba en viaje de negocios en Santiago. Se dio entonces a la tarea de encontrar a Paulina, ayudado por sus hijos y sobrinos armados y decididos a vengar el honor de la familia, mientras la madre y las hermanas rezaban a coro el rosario por la hija descarriada. El tío obispo, que había recomendado enviar a Paulina a las monjas, intentó poner algo de cordura en los ánimos, pero esos protomachos no estaban para sermones de buen cristiano. El viaje de Feliciano era parte de la estrategia planeada con su hermano y Jacob Todd. Se fue sin bulla a la capital mientras los otros dos echaban a rodar el plan de acción en Valparaíso, publicando en un periódico liberal la desaparición de la señorita Paulina del Valle, noticia que la familia se había guardado muy bien de divulgar. Eso salvó la vida de los enamorados.

Por fin Agustín del Valle aceptó que ya no estaban los tiempos para desafiar la ley y en vez de un doble asesinato más valía lavar la honra con una boda pública. Se establecieron las bases de una paz forzada y una semana después, cuando todo estuvo preparado, regresó Feliciano. Los fugitivos se presentaron en la residencia de los del Valle acompañados por el hermano del novio, un abogado y el obispo. Jacob Todd se mantuvo discretamente ausente. Paulina apareció vestida con un traje muy sencillo, pero al quitarse el manto pudieron ver que llevaba desafiante una diadema de reina. Avanzó del brazo de su futura suegra, quien estaba dispuesta a responder por su virtud, pero no la dieron ocasión de hacerlo. Como lo último que la familia deseaba era otra noticia en el periódico, Agustín del Valle no tuvo más remedio que recibir a la hija rebelde y a su indeseable pretendiente. Lo hizo rodeado de sus hijos y sobrinos en el comedor, convertido en tribunal para la ocasión, mientras las mujeres de la familia, recluidas en el otro extremo de la casa, se enteraban de los detalles por las criadas, quienes atisbaban tras las puertas y corrían llevando cada palabra. Dijeron que la chica se presentó con todos esos diamantes brillando entre los pelos parados de su cabeza de tiñosa y enfrentó a su padre sin asomo de modestia o temor, anunciando que aún tenía los candelabros, en realidad los había tomado sólo para jorobar a las monjas. Agustín del Valle levantó una fusta para caballos, pero el novio se puso por delante para recibir el castigo, entonces el obispo, muy cansado, pero con el peso de su autoridad intacto, intervino con el argumento irrefutable de que no podría haber casamiento público para acallar los chismes si los novios estaban con la cara machucada.

– Pide que nos sirvan una taza de chocolate, Agustín, y sentémonos a conversar como gente decente -propuso el dignatario de la Iglesia.

Así lo hicieron. Ordenaron a la hija y a la viuda Rodríguez de Santa Cruz que aguardaran afuera, porque ése era un asunto de hombres, y tras consumir varias jarras de espumoso chocolate llegaron a un acuerdo. Redactaron un documento mediante el cual los términos económicos quedaron claros y el honor de ambas partes a salvo, firmaron ante el notario y procedieron a planear los detalles de la boda. Un mes más tarde Jacob Todd asistió a un sarao inolvidable en que la pródiga hospitalidad de la familia del Valle se desbordó; hubo baile, canto y comilona hasta el día siguiente y los invitados se fueron comentando la hermosura de la novia, la felicidad del novio y la suerte de los suegros, que casaban a su hija con una sólida, aunque reciente, fortuna. Los esposos partieron de inmediato al norte del país.

Mala reputación

Jacob Todd lamentó la partida de Feliciano y Paulina, había hecho una buena amistad con el millonario de las minas y su chispeante esposa. Se sentía tan a sus anchas entre los jóvenes empresarios, como incómodo empezaba a sentirse entre los miembros del "Club de la Unión". Como él, los nuevos industriales estaban imbuidos de ideas europeas, eran modernos y liberales, a diferencia de la antigua oligarquía de la tierra, que permanecía atrasada en medio siglo. Le quedaban aún ciento setenta biblias arrumbadas bajo su cama de las cuales ya no se acordaba, porque la apuesta estaba perdida desde hacía tiempo. Había logrado dominar suficientemente el español como para arreglarse sin ayuda y, a pesar de no ser correspondido, seguía enamorado de Rose Sommers, dos buenas razones para quedarse en Chile. Los continuos desaires de la joven se habían convertido en una dulce costumbre y ya no lograban humillarlo. Aprendió a recibirlos con ironía y devolvérselos sin malicia, como un juego de pelota cuyas misteriosas reglas sólo ellos conocían. Se relacionó con algunos intelectuales y pasaba noches enteras discutiendo a los filósofos franceses y alemanes, así como los descubrimientos científicos que abrían nuevos horizontes al conocimiento humano. Disponía de largas horas para pensar, leer y discutir. Había ido decantando ideas que anotaba en un grueso cuaderno ajado por el uso y gastaba buena parte del dinero de su pensión en libros encargados a Londres y otros que compraba en la Librería Santos Tornero, en el barrio El Almendral donde también vivían los franceses y estaba ubicado el mejor burdel de Valparaíso. La librería era el punto de reunión de intelectuales y aspirantes a escritores. Todd solía pasar días enteros leyendo; después entregaba los libros a sus compinches, quienes con penuria los traducían y publicaban en modestos panfletos circulados de mano en mano.

Del grupo de intelectuales, el más joven era Joaquín Andieta, de apenas dieciocho años, pero compensaba su falta de experiencia con una fluida vocación de liderazgo. Su personalidad electrizante resultaba aún más notable, dadas su juventud y pobreza. No era hombre de muchas palabras este Joaquín, sino de acción, uno de los pocos con claridad y valor suficientes para transformar en impulso revolucionario las ideas de los libros, los demás preferían discutirlas eternamente en torno a una botella en la trastienda de la librería. Todd distinguió a Andieta desde un comienzo, ese joven tenía algo inquietante y patético que lo atraía. Había notado su aporreado maletín y la tela gastada de su traje, transparente y quebradiza como piel de cebolla. Para ocultar los huecos en las suelas de las botas, nunca se sentaba pierna arriba; tampoco se quitaba la chaqueta porque, Todd presumía, su camisa debía estar cubierta de zurcidos y parches. No poseía un abrigo decente, pero en invierno era el primero en madrugar para salir a repartir panfletos y pegar pancartas llamando a los trabajadores a la rebelión contra los abusos de los patrones, o a los marineros contra los capitanes y las empresas navieras, labor a menudo inútil, porque los destinatarios eran en su mayoría analfabetos. Sus llamados a la justicia quedaban a merced del viento y la indiferencia humana.