La esquela de Eliza contenía sólo dos líneas para indicarle dónde y cómo encontrarse. La estratagema era de una sencillez y audacia tales, que cualquiera podría confundirla con una experta en desvergüenzas: Joaquín debía presentarse dentro de tres días a las nueve de noche en la ermita de la Virgen del Perpetuo Socorro, una capilla erguida en Cerro Alegre como protección para los caminantes, a corta distancia de la casa de los Sommers. Eliza escogió el lugar por la cercanía y la fecha por ser miércoles. Miss Rose, Mama Fresia y los criados estarían pendientes de la cena y nadie notaría si ella salía por un rato. Desde la partida del despechado Michael Steward ya no había razón para bailes ni el invierno prematuro se prestaba para ellos, pero Miss Rose mantuvo la costumbre para desarmar los chismes que circulaban a costa suya y del oficial de la marina. Suspender las veladas musicales en ausencia de Steward equivalía a confesar que él era el único motivo para llevarlas a cabo.
A las siete ya se había apostado Joaquín Andieta a esperar impaciente. De lejos vio el resplandor de la casa iluminada, el desfile de carruajes con los convidados y los faroles encendidos de los cocheros que aguardaban en el camino. Un par de veces debió esconderse al paso de los serenos revisando las lámparas de la ermita, que el viento apagaba. Se trataba de una pequeña construcción rectangular de adobe coronada por una cruz de madera pintada, apenas un poco más grande que un confesionario, que albergaba una imagen de yeso de la Virgen. Había una bandeja con hileras de velas votivas apagadas y un ánfora con flores muertas. Era una noche de luna llena, pero el cielo estaba cruzado de gruesos nubarrones, que a ratos ocultaban por completo la claridad lunar. A las nueve en punto sintió la presencia de la muchacha y percibió su figura envuelta de la cabeza a los pies en un manto oscuro.
– La estaba esperando, señorita -fue lo único que se le ocurrió tartamudear, sintiéndose como un idiota.
– Yo te he esperado siempre -replicó ella sin la menor vacilación.
Se quitó el manto y Joaquín vio que estaba vestida de fiesta, llevaba la falda arremangada y chancletas en los pies. Traía en la mano sus medias blancas y sus zapatillas de gamuza, para no embarrarlas por el camino. El cabello negro, partido al centro, iba recogido a ambos lados de la cabeza en trenzas bordadas con cintas de raso. Se sentaron al fondo de la ermita, sobre el manto que ella puso en el suelo, ocultos detrás de la estatua, en silencio, muy juntos pero sin tocarse. Por un rato largo no se atrevieron a mirarse en la dulce penumbra, aturdidos por la mutua cercanía, respirando el mismo aire y ardiendo a pesar de las ráfagas que amenazaban con dejarlos a oscuras.
– Me llamo Eliza Sommers -dijo ella por fin.
– Y yo Joaquín Andieta -respondió él.
– Se me ocurrió que te llamabas Sebastián.
– ¿Por qué?
– Porque te pareces a San Sebastián, el mártir. No voy a la iglesia papista, soy protestante, pero Mama Fresia me ha llevado algunas veces a pagar sus promesas.
Ahí terminó la conversación porque no supieron qué más decirse se lanzaban miradas de reojo y ambos se ruborizaban al mismo tiempo. Eliza percibía su olor a jabón y sudor, pero no se atrevía a acercarle la nariz, como deseaba. Los únicos sonidos en la ermita eran el susurro del viento y de la respiración agitada de ambos. A los pocos minutos ella anunció que debía volver a su casa, antes que notaran su ausencia, y se despidieron estrechándose la mano. Así se encontrarían los miércoles siguientes, siempre a diferentes horas y por cortos intervalos. En cada uno de esos alborozados encuentros avanzaban a pasos de gigante en los delirios y tormentos del amor. Se contaron apresurados lo indispensable, porque las palabras parecían una pérdida de tiempo, y pronto se tomaron de las manos y siguieron hablando, los cuerpos cada vez más próximos a medida que las almas se acercaban, hasta que en la noche del quinto miércoles se besaron en los labios, primero tentando, luego explorando y finalmente perdiéndose en el deleite hasta desatar por completo el fervor que los consumía. Para entonces ya habían intercambiado apretados resúmenes de los dieciséis años de Eliza y los veintiuno de Joaquín. Discutieron sobre la improbable cesta con sábanas de batista y cobija de visón, tanto como de la caja de jabón de Marsella, y fue un alivio para Andieta que ella no fuera hija de ninguno de los Sommers y tuviera un origen incierto, como el suyo, aunque de todos modos un abismo social y económico los separaba. Eliza se enteró que Joaquín era fruto de un amor de paso, el padre se hizo humo con la misma prontitud con que plantó su semilla y el niño creció sin saber su nombre, con el apellido de su madre y marcado por su condición de bastardo, que habría de limitar cada paso de su camino. La familia expulsó de su seno a la hija deshonrada e ignoró al niño ilegítimo. Los abuelos y los tíos, comerciantes y funcionarios de una clase media empantanada en prejuicios, vivían en la misma ciudad, a pocas cuadras de distancia, pero jamás se cruzaban. Iban los domingos a la misma iglesia, pero a diferentes horas, porque los pobres no acudían a la misa del mediodía. Marcado por el estigma, Joaquín no jugó en los mismos parques ni se educó en las escuelas de sus primos, pero usó sus trajes y juguetes descartados, que una tía compasiva hacía llegar por torcidos conductos a la hermana repudiada. La madre de Joaquín Andieta había sido menos afortunada que Miss Rose y pagó su debilidad mucho más cara. Ambas mujeres tenían casi la misma edad, pero mientras la inglesa lucía joven, la otra estaba desgastada por la miseria, la consunción y el triste oficio de bordar ajuares de novia a la luz de una vela. La mala suerte no había mermado su dignidad y formó a su hijo en los principios inquebrantables del honor. Joaquín había aprendido desde muy temprano a llevar la cabeza en alto, desafiando cualquier asomo de escarnio o de lástima.
– Un día podré sacar a mi madre de ese conventillo -prometió Joaquín en los cuchicheos de la ermita-. Le daré una vida decente, como la que tenía antes de perderlo todo…
– No lo perdió todo. Tiene un hijo -replicó Eliza.
– Yo fui su desgracia.
– La desgracia fue enamorarse de un mal hombre. Tú eres su redención -determinó ella.
Las citas de los jóvenes eran muy cortas y como nunca se llevaban a cabo a la misma hora, Miss Rose no pudo mantener la vigilancia durante noche y día. Sabía que algo pasaba a su espalda, pero no le alcanzó la perfidia para encerrar a Eliza bajo llave o mandarla al campo, como el deber le indicaba, y se abstuvo de mencionar sus sospechas frente a su hermano Jeremy. Suponía que Eliza y su enamorado intercambiaban cartas, pero no logró interceptar ninguna, a pesar de que alertó a todos los criados. Las cartas existían y eran de tal intensidad, que de haberlas visto, Miss Rose hubiera quedado anonadada. Joaquín no las enviaba, se las entregaba a Eliza en cada uno de sus encuentros. En ellas le decía en los términos más febriles, aquello que frente a frente no se atrevía, por orgullo y por pudor. Ella las escondía en una caja, treinta centímetros bajo tierra en el pequeño huerto de la casa, donde a diario fingía afanarse en las matas de yerbas medicinales de Mama Fresia. Esas páginas, releídas mil veces en ratos robados, constituían el alimento principal de su pasión, porque revelaban un aspecto de Joaquín Andieta que no surgía cuando estaban juntos. Parecían escritas por otra persona. Ese joven altivo, siempre a la defensiva, sombrío y atormentado, que la abrazaba enloquecido y enseguida la empujaba como si el contacto lo quemara, por escrito abría las compuertas de su alma y describía sus sentimientos como un poeta. Más tarde, cuando Eliza perseguiría durante años las huellas imprecisas de Joaquín Andieta, esas cartas serían su único asidero a la verdad, la prueba irrefutable de que aquel amor desenfrenado no fue un engendro de su imaginación de adolescente, sino que existió como una breve bendición y un largo suplicio.