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– No es suficiente. ¿Puedes prestarme el doble a un interés de diez por ciento pagadero en tres años?

– ¡Las cosas que se te ocurren, mujer por Dios! ¿Para qué diablos quieres tanto?

– Para un barco a vapor. El gran negocio no es el oro, Feliciano, que en el fondo es sólo caca amarilla. El gran negocio son los mineros. Necesitan de todo en California y pagarán al contado. Dicen que los vapores navegan derecho, no tienen que someterse a los caprichos del viento, son más grandes y rápidos. Los veleros son cosa del pasado.

Feliciano siguió adelante con sus planes, pero la experiencia le había enseñado a no desdeñar las premoniciones financieras de su mujer. Durante varias noches no pudo dormir. Se paseaba insomne por los ostentosos salones de su mansión, entre sacos de provisiones, cajas de herramientas, barriles de pólvora y pilas de armas para el viaje, midiendo y pesando las palabras de Paulina. Mientras más lo pensó, más acertada le pareció la idea de invertir en transporte, pero antes de tomar ninguna decisión consultó con su hermano, con quien estaba asociado en todos sus negocios. El otro escuchó boquiabierto y cuando Feliciano terminó de explicar el asunto, se dio una palmada en la frente.

– ¡Caramba, hermano! ¿Cómo no se nos ocurrió antes?

Entretanto Joaquín Andieta soñaba, como miles de otros chilenos de su edad y de cualquier condición, con bolsas de oro en polvo y pepas tiradas por el suelo. Varios conocidos suyos ya habían partido, incluso uno de sus compinches de la Librería Santos Tornero, un joven liberal que despotricaba contra los ricos y era el primero en denunciar la corrupción del dinero, pero no pudo resistir el llamado y se fue sin despedirse de nadie. California representaba para Joaquín la única oportunidad de salir de la miseria, sacar a su madre del conventillo y buscar cura para sus pulmones enfermos; de plantarse ante Jeremy Sommers con la cabeza en alto y los bolsillos repletos a pedir la mano de Eliza. Oro… oro a su alcance… Podía ver los sacos del metal en polvo, los canastos de pepas enormes, los billetes en sus bolsillos, el palacio que se haría construir, más firme y con más mármoles que el "Club de la Unión", para tapar la boca a los parientes que habían humillado a su madre. Se veía también saliendo de la Iglesia de la Matriz del brazo de Eliza Sommers, los novios más dichosos del planeta. Sólo era cuestión de atreverse. ¿Qué futuro le ofrecía Chile? En el mejor de los casos envejecería contando los productos que pasaban por el escritorio de la "Compañía Británica de Importación y Exportación". Nada podía perder, puesto que en todo caso, nada poseía. La fiebre del oro lo trastornó, se le fue el apetito y no podía dormir, andaba en ascuas y con ojos de loco oteando el mar. Su amigo librero le prestó mapas y libros sobre California y un folleto sobre la forma de lavar el metal, que leyó ávido mientras sacaba cuentas desesperadas tratando de financiar el viaje. Las noticias en los periódicos no podían ser más tentadoras: "En una parte de las minas llamada el "dry diggins" no se necesitan otros utensilios que un cuchillo ordinario para desprender el metal de las rocas. En otras está ya separado y sólo se usa una maquinaria muy sencilla, que consiste en una batea ordinaria de tablas, de fondo redondo de unos diez pies de largo y dos de ancho en la parte superior. No siendo necesario capital, la competencia en el trabajo es grande, y hombres que apenas eran capaces de procurarse lo muy preciso para un mes, tienen ahora miles de pesos del metal precioso."

Cuando Andieta mencionó la posibilidad de embarcarse rumbo al norte, su madre reaccionó tan mal como Eliza. Sin haberse visto nunca, las dos mujeres dijeron exactamente lo mismo: si te vas, Joaquín, yo me muero. Ambas intentaron hacerle ver los innumerables peligros de semejante empresa y le juraron que preferían mil veces la pobreza irremediable a su lado, que una fortuna ilusoria con el riesgo de perderlo para siempre. La madre le aseguró que ella no saldría del conventillo aunque fuera millonaria, porque allí estaban sus amistades y no tenía adónde ir en este mundo. Y en cuanto a sus pulmones no había nada que hacer, dijo, sólo esperar que terminaran de reventar. Por su parte Eliza ofreció fugarse, en caso que no los dejaran casarse; pero él no las escuchaba, perdido en sus desvaríos, seguro de que no tendría otra oportunidad como ésa y dejarla pasar era una imperdonable cobardía. Puso al servicio de su nueva manía la misma intensidad empleada antes en propagar las ideas liberales, pero le faltaban los medios para realizar sus planes. No podía cumplir su destino sin una cierta suma para el pasaje y para apertrecharse de lo indispensable. Se presentó al banco a pedir un pequeño préstamo, pero no tenía cómo respaldarlo y al ver su pinta de pobre diablo lo rechazaron glacialmente. Por primera vez pensó en acudir a los parientes de su madre, con quienes hasta entonces nunca había cruzado palabra, pero era demasiado orgulloso para ello. La visión de un futuro deslumbrante no lo dejaba en paz, a duras penas lograba cumplir con su trabajo, las largas horas en el escritorio se convirtieron en un castigo. Se quedaba con la pluma en el aire mirando sin ver la página en blanco, mientras repetía de memoria los nombres de los navíos que podían conducirlo al norte. Las noches se le iban entre sueños borrascosos y agitados insomnios, amanecía con el cuerpo agotado y la imaginación hirviendo. Cometía errores de principiante, mientras a su alrededor la exaltación alcanzaba niveles de histeria. Todos querían partir y quienes no podían ir en persona, habilitaban empresas, invertían en compañías formadas de prisa o enviaban un representante de confianza en su lugar con el acuerdo de repartirse las ganancias. Los solteros fueron los primeros en zarpar; pronto los casados dejaban a sus hijos y se embarcaban también sin mirar hacia atrás, a pesar de las historias truculentas de enfermedades desconocidas, accidentes desastrosos y crímenes brutales. Los hombres más pacíficos estaban dispuestos a enfrentar los riesgos de pistolazos y puñaladas, los más prudentes abandonaban la seguridad conseguida en años de esfuerzo y se lanzaban a la aventura con su bagaje de delirios. Unos gastaban sus ahorros en pasajes, otros costeaban el viaje empleándose de marineros o empeñando su trabajo futuro, pero eran tantos los postulantes, que Joaquín Andieta no encontró lugar en ningún barco, a pesar de que indagaba día tras día en el muelle.

En diciembre no aguantó más. Al copiar el detalle de una carga arribada al puerto, como hacía meticulosamente cada día, alteró las cifras en el libro de registro, luego destruyó los documentos originales de desembarco. Así, por arte de ilusionismo contable, hizo desaparecer varios cajones con revólveres y balas provenientes de Nueva York. Durante tres noches seguidas logró burlar la vigilancia de la guardia, violar las cerraduras e introducirse a la bodega de la "Compañía Británica de Importación y Exportación" para robar el contenido de esos cajones. Debió hacerlo en varios viajes, porque la carga era pesada. Primero sacó las armas en los bolsillos y otras atadas a piernas y brazos bajo la ropa; después se llevó las balas en bolsas. Varias veces estuvo a punto de ser visto por los serenos que circulaban de noche, pero lo acompañó la suerte y en cada oportunidad logró escabullirse a tiempo. Sabía que contaba con un par de semanas antes de que alguien reclamara los cajones y se descubriera el robo; suponía también que sería muy fácil seguir el hilo de los documentos ausentes y las cifras cambiadas hasta dar con el culpable, pero para entonces esperaba hallarse en alta mar. Y cuando tuviera su propio tesoro devolvería hasta el último centavo con intereses, puesto que la única razón para cometer tal fechoría, se repitió mil veces, había sido la desesperación. Se trataba de un asunto de vida o muerte: vida, como él la entendía, estaba en California; quedarse atrapado en Chile equivalía a una muerte lenta. Vendió una parte de su botín a precio vil en los barrios bajos del puerto y la otra entre sus amigos de la Librería Santos Tornero, después de hacerlos jurar que guardarían el secreto. Aquellos enardecidos idealistas no habían tenido jamás un arma en la mano, pero llevaban años preparándose de palabra para una utópica revuelta contra el gobierno conservador. Habría sido una traición a sus propias intenciones no comprar los revólveres del mercado negro, sobre todo teniendo en cuenta el precio de ganga. Joaquín Andieta se guardó dos para él, decidido a usarlos para abrirse camino, pero a sus camaradas nada dijo de sus planes de marcharse. Esa noche en la trastienda de la librería, también él se llevó la mano derecha al corazón para jurar en nombre de la patria que daría su vida por la democracia y la justicia. A la mañana siguiente compró un pasaje de tercera clase en la primera goleta que zarpaba en esos días y unas bolsas de harina tostada, frijoles, arroz, azúcar, carne seca de caballo y lonjas de tocino, que distribuidas con avaricia podrían sostenerlo a duras penas durante la travesía. Los escasos reales que le sobraron se los amarró a la cintura mediante una apretada faja.