– Agradece que mi hermano y yo nos hemos hecho cargo de ti. Aquí vienen a parar los bastardos y los críos abandonados. ¿Es esto lo que quieres?
Muda, la chica negó con la cabeza.
– Entonces más vale que aprendas a tocar el piano como una niña decente. ¿Me has entendido?
Eliza aprendió a tocar sin talento ni nobleza, pero a fuerza de disciplina consiguió a los doce años acompañar a Miss Rose durante las veladas musicales. No perdió la destreza, a pesar de largos períodos sin practicar, y varios años más tarde pudo ganarse el sustento en un burdel trashumante, finalidad que jamás pasó por la mente de Miss Rose cuando se empeñaba en enseñarle el sublime arte de la música.
Muchos años después, en una de esas tardes tranquilas tomando té de la China y conversando con su amigo Tao Chi´en en el jardín delicado que ambos cultivaban, Eliza concluyó que aquella inglesa errática fue una muy buena madre y le estaba agradecida por los grandes espacios de libertad interior que le dio. Mama Fresia fue el segundo pilar de su niñez. Se colgaba de sus anchas faldas negras, la acompañaba en sus tareas y de paso la volvía loca a preguntas. Así aprendió leyendas y mitos indígenas, a descifrar los signos de los animales y del mar, a reconocer los hábitos de los espíritus y los mensajes de los sueños y también a cocinar. Con su olfato infatigable era capaz de identificar ingredientes, yerbas y especias a ojos cerrados y, tal como memorizaba poesías, recordaba cómo usarlos. Pronto los complicados platos criollos de Mama Fresia y la delicada pastelería de Miss Rose perdieron su misterio. Poseía una rara vocación culinaria, a los siete años podía sin asco quitar la piel a una lengua de vaca o las tripas a una gallina, amasar veinte "empanadas" sin la menor fatiga y pasar horas perdidas desgranando frijoles, mientras escuchaba boquiabierta las crueles leyendas indígenas de Mama Fresia y sus coloridas versiones sobre las vidas de los santos.
Rose y su hermano John habían sido inseparables desde niños. Ella se entretenía en invierno tejiendo chalecos y calcetas para el capitán y él se esmeraba en traerle de cada viaje maletas repletas de regalos y grandes cajas con libros, varios de los cuales iban a parar bajo llave al armario de Rose. Jeremy, como dueño de casa y jefe de familia, tenía facultad para abrir la correspondencia de su hermana, leer su diario privado y exigir copia de las llaves de sus muebles, pero nunca demostró inclinación por hacerlo. Jeremy y Rose mantenían una relación doméstica basada en la seriedad, poco tenían en común, salvo la mutua dependencia que a ratos les parecía una forma secreta de odio. Jeremy cubría las necesidades de Rose pero no financiaba sus caprichos ni preguntaba de dónde salía el dinero para sus antojos, asumía que se lo daba John. A cambio, ella manejaba la casa con eficiencia y estilo, siempre clara en las cuentas, pero sin molestarlo con detalles mínimos. Poseía un buen gusto certero y una gracia sin esfuerzo, ponía brillo en la existencia de ambos y con su presencia contrarrestaba la creencia, muy difundida por esos lados, de que un hombre sin familia era un desalmado en potencia.
– La naturaleza del varón es salvaje; el destino de la mujer es preservar los valores morales y la buena conducta -sostenía Jeremy Sommers.
– ¡Ay, hermano! Tú y yo sabemos que mi naturaleza es más salvaje que la tuya -se burlaba Rose.
Jacob Todd, un pelirrojo carismático y con la más hermosa voz de predicador que se oyera jamás por esos lados, desembarcó en Valparaíso en 1843 con un cargamento de trescientos ejemplares de la Biblia en español. A nadie le extrañó verlo llegar: era otro misionero de los muchos que andaban por todas partes predicando la fe protestan I te. En su caso, sin embargo, el viaje fue producto de su curiosidad de aventurero y no de fervor religioso. En una de esas fanfarronadas de hombre vividor con demasiada cerveza en el cuerpo, apostó en una mesa de juego en su club en Londres que podía vender biblias en cualquier punto del planeta. Sus amigos le vendaron los ojos, hicieron girar un globo terráqueo y su dedo cayó en una colonia del Reino de España, perdida en la parte inferior del mundo, donde ninguno de esos alegres compinches sospechaba que hubiera vida. Descubrió pronto que el mapa estaba atrasado, la colonia se había independizado hacía más de treinta años y ahora era la orgullosa República de Chile, un país católico donde las ideas protestantes no tenían entrada, pero ya la apuesta estaba hecha y él no estaba dispuesto a echarse atrás. Era soltero, sin lazos afectivos o profesionales y la extravagancia de semejante viaje lo atrajo de inmediato. Considerando los tres meses de ida y otros tres de vuelta navegando por dos océanos, el proyecto resultaba de largo aliento. Vitoreado por sus amigos, quienes le vaticinaron un final trágico en manos de los papistas de aquel ignoto y bárbaro país, y con el apoyo financiero de la "Sociedad Bíblica Británica y Extranjera", que le facilitó los libros y le consiguió el pasaje, inició la larga travesía en barco rumbo al puerto de Valparaíso. El desafío consistía en vender las biblias y volver en el plazo de un año con un recibo firmado por cada una. En los archivos de la biblioteca leyó cartas de hombres ilustres, marinos y comerciantes que habían estado en Chile y describían un pueblo mestizo de poco más de un millón de almas y una extraña geografía de impresionantes montañas, costas abruptas, valles fértiles, bosques antiguos y hielos eternos. Tenía la reputación de ser el país más intolerante en materia religiosa de todo el continente americano, según aseguraban quienes lo habían visitado. A pesar de ello, virtuosos misioneros habían intentado difundir el protestantismo y sin hablar palabra de castellano o de idioma de indios llegaron al sur, donde la tierra firme se desgranaba en un rosario de islas. Varios murieron de hambre, frío o, se sospechaba, devorados por sus propios feligreses. En las ciudades no tuvieron mejor suerte. El sentido de hospitalidad, sagrado para los chilenos, pudo más que la intolerancia religiosa y por cortesía les permitían predicar, pero les hacían muy poco caso. Si asistían a las charlas de los escasos pastores protestantes era con la actitud de quien va a un espectáculo, divertidos ante la peculiaridad de que fuesen herejes. Nada de eso logró descorazonar a Jacob Todd, porque no iba como misionero, sino como vendedor de biblias.
En los archivos de la Biblioteca descubrió que desde su independencia en 1810, Chile había abierto sus puertas a los inmigrantes, que llegaron por centenares y se instalaron en aquel largo y angosto territorio bañado de cabo a rabo por el océano Pacífico. Los ingleses hicieron fortuna rápidamente como comerciantes y armadores; muchos llevaron a sus familias y se quedaron. Formaron una pequeña nación dentro del país, con sus costumbres, cultos, periódicos, clubes, escuelas y hospitales, pero lo hicieron con tan buenas maneras, que lejos de producir sospechas eran considerados un ejemplo de civilidad. Acantonaron su escuadra en Valparaíso para controlar el tráfico marítimo del Pacífico y así, de un caserío pobretón y sin destino a comienzos de la República, se convirtió en menos de veinte años en un puerto importante, donde recalaban los veleros provenientes del Atlántico a través del Cabo de Hornos y más tarde los vapores que pasaban por el Estrecho de Magallanes.