– Comí fruta verde, tío -explicó ella apoyándose en él para no caerse de mareo.
– Sé que no han venido al puerto a recibirme. Lo que ustedes quieren es comprar perfumes, ¿verdad? Les diré quién tiene los mejores, traídos del corazón de París.
En ese momento un forastero pasó por su lado y lo golpeó accidentalmente con una maleta que llevaba al hombro. John Sommers se volvió indignado, pero al reconocerlo lanzó una de sus características maldiciones en tono de chanza y lo detuvo por un brazo.
– Ven para presentarte a mi familia, chino -lo llamó cordial.
Eliza lo observó sin disimulo, porque nunca había visto a un asiático de cerca y al fin tenía ante sus ojos un habitante de la China, ese fabuloso país que figuraba en muchos de los cuentos de su tío. Se trataba de un hombre de edad impredecible y más bien alto, comparado con los chilenos, aunque junto al corpulento capitán inglés parecía un niño. Caminaba sin gracia, tenía el rostro liso, el cuerpo delgado de un muchacho y una expresión antigua en sus ojos rasgados. Contrastaba su parsimonia doctoral con la risa infantil, que brotó desde el fondo de su pecho cuando Sommers se dirigió a él. Vestía un pantalón a la altura de las canillas, una blusa suelta de tela basta y una faja en la cintura, donde llevaba un gran cuchillo; iba calzado con unas breves zapatillas, lucía un aporreado sombrero de paja y a la espalda le colgaba una larga trenza. Saludó inclinando la cabeza varias veces, sin soltar la maleta y sin mirar a nadie a la cara. Miss Rose y Jeremy Sommers, desconcertados por la familiaridad con que su hermano trataba a una persona de rango indudablemente inferior, no supieron cómo actuar y respondieron con un gesto breve y seco. Ante el horror de Miss Rose, Eliza le tendió la mano, pero el hombre fingió no verla.
– Éste es Tao Chi´en, el peor cocinero que he tenido nunca, pero sabe curar casi todas las enfermedades, por eso no lo he lanzado todavía por la borda -se burló el capitán.
Tao Chi´en repitió una nueva serie de inclinaciones, lanzó otra risa sin razón aparente y enseguida se alejó retrocediendo. Eliza se preguntó si entendería inglés. A espaldas de las dos mujeres, John Sommers le susurró a su hermano que el chino podía venderle opio de la mejor calidad y polvos de cuerno de rinoceronte para la impotencia, en el caso de que algún día decidiera terminar con el mal hábito del celibato. Ocultándose tras su abanico, Eliza escuchó intrigada.
Esa tarde en la casa, a la hora del té, el capitán repartió los regalos que había traído: crema de afeitar inglesa, un juego de tijeras toledanas y habanos para su hermano, peines de concha de tortuga y un mantón de Manila para Rose y, como siempre, una alhaja para el ajuar de Eliza. Esta vez se trataba de un collar de perlas, que la chica agradeció conmovida y puso en su joyero, junto a las otras prendas que había recibido. Gracias a la porfía de Miss Rose y a la generosidad de ese tío, el baúl del casamiento se iba llenando de tesoros.
– La costumbre del ajuar me parece estúpida, sobre todo cuando ni siquiera se tiene un novio a la mano -sonrió el capitán-. ¿O acaso ya hay uno en el horizonte?
La muchacha intercambió una mirada de terror con Mama Fresia, quien en ese momento había entrado con la bandeja del té. Nada dijo el capitán, pero se preguntó cómo su hermana Rose no había notado los cambios en Eliza. De poco servía la intuición femenina, por lo visto.
El resto de la tarde se fue en oír los maravillosos relatos del capitán sobre California, a pesar de que no había ido por esos lados después del fantástico descubrimiento y sólo podía decir de San Francisco que era un caserío más bien mísero, pero situado en la bahía más hermosa del mundo. La batahola del oro era el único tema en Europa y Estados Unidos, hasta las lejanas orillas del Asia había llegado la noticia. Su barco venía repleto de pasajeros rumbo a California, la mayoría ignorantes de la más elemental noción sobre minería, muchos sin haber visto en su vida oro ni en un diente. No había forma cómoda o rápida de llegar a San Francisco, la navegación duraba meses en las más precarias condiciones, explicó el capitán, pero por tierra a través del continente americano, desafiando la inmensidad del paisaje y la agresión de los indios, el viaje demoraba más y había menos probabilidades de salvar la vida. Quienes se aventuraban hasta Panamá en barco, cruzaban el istmo en parihuelas por ríos infectados de alimañas, en mula por la selva y al llegar a la costa del Pacífico tomaban otra embarcación hacia el norte. Debían soportar un calor de diablos, sabandijas ponzoñosas, mosquitos, peste de cólera y fiebre amarilla, además de la incomparable maldad humana. Los viajeros que sobrevivían ilesos a los resbalones de las cabalgaduras por los precipicios y los peligros de los pantanos, se encontraban al otro lado víctimas de bandidos que los despojaban de sus pertenencias, o de mercenarios que les cobraban una fortuna por llevarlos a San Francisco, amontonados como ganado en destartaladas naves.
– ¿Es muy grande California? -preguntó Eliza, procurando que su voz no traicionara la ansiedad de su corazón.
– Tráeme el mapa para mostrártela. Es mucho más grande que Chile.
– ¿Y cómo se llega hasta el oro?
– Dicen que hay por todas partes…
– Pero si uno quisiera, digamos por ejemplo, encontrar a una persona en California…
– Eso sería bien difícil -replicó el capitán estudiando la expresión de Eliza con curiosidad.
– ¿Vas para allá en tu próximo viaje, tío?
– Tengo un ofrecimiento tentador y creo que lo aceptaré. Unos inversionistas chilenos quieren establecer un servicio regular de carga y pasajeros a California. Necesitan un capitán para su barco a vapor.
– ¡Entonces te veremos más seguido, John! -exclamó Rose.
– Tú no tienes experiencia en vapores -anotó Jeremy.
– No, pero conozco el mar mejor que nadie.
La noche del viernes señalado, Eliza esperó que la casa estuviera en silencio para ir a la casita del último patio a su encuentro con Mama Fresia. Dejó su cama y descendió descalza, vestida sólo con una camisa de dormir de batista. No sospechaba qué clase de remedio recibiría, pero estaba segura que iba a pasar un mal rato; en su experiencia todas las medicinas resultaban desagradables, pero las de la india eran además asquerosas. "No te preocupes, niña, te voy a dar tanto aguardiente que cuando despiertes de la borrachera no te vas a acordar del dolor. Eso sí, vamos a necesitar muchos paños para sujetar la sangre", le había dicho la mujer. Eliza había hecho a menudo ese mismo camino a oscuras a través de la casa para recibir a su amante y no necesitaba tomar precauciones, pero esa noche avanzaba muy lento, demorándose, deseando que viniera uno de esos terremotos chilenos capaces de echar todo por tierra para tener un buen pretexto de faltar a la cita con Mama Fresia. Sintió los pies helados y un estremecimiento le recorrió la espalda. No supo si era frío, miedo por lo que iba a ocurrirle o la última advertencia de su conciencia. Desde la primera sospecha de embarazo, sintió la voz llamándola. Era la voz del niño en el fondo de su vientre, clamando por su derecho a vivir, estaba segura. Procuraba no oírla y no pensar, estaba atrapada y apenas empezara a notarse su condición, no habría esperanza ni perdón para ella. Nadie podría entender su falta; no había manera alguna de recuperar la honra perdida. Ni los rezos ni las velas de Mama Fresia impedirían la desgracia; su amante no daría media vuelta a medio camino para regresar de súbito a casarse con ella antes que el embarazo fuera evidente. Ya era tarde para eso. La aterrorizaba la idea de terminar como la madre de Joaquín, marcada por un estigma infamante, expulsada de su familia y viviendo en la pobreza y la soledad con un hijo ilegítimo; no podría resistir el repudio, prefería morirse de una vez por todas. Y morir podía esta misma noche, en manos de la buena mujer que la crió y la quería más que nadie en este mundo.