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Paulina recibió al capitán John Sommers y a su hermana Rose a la hora del té, cuando había bajado algo el calor del mediodía y empezaba a soplar una brisa fresca del mar. Iba vestida con lujo excesivo para la sobria sociedad del puerto, de pies a cabeza en muselina y encaje color mantequilla, con una corona de rizos sobre las orejas y más joyas de las aceptables a esa hora del día. Su hijo de dos años pataleaba en brazos de una niñera uniformada y un perrito lanudo a sus pies recibía los trozos de pastel que ella le daba en el hocico. La primera media hora se fue en presentaciones, tomar té y hacer recuerdos de Jacob Todd.

– ¿Qué ha sido de ese buen amigo? -quiso saber Paulina, quien no olvidaría nunca la intervención del estrafalario inglés en sus amores con Feliciano.

– Nada he sabido de él en un buen tiempo -la informó el capitán-. Partió conmigo a Inglaterra hace un par de años. Iba muy deprimido, pero el aire de mar le hizo bien y al desembarcar había recuperado su buen humor. Lo último que supe es que pensaba formar una colonia utópica.

– ¿Una qué? -exclamaron al unísono Paulina y Miss Rose.

– Un grupo para vivir fuera de la sociedad, con sus propias leyes y gobierno, guiados por principios de igualdad, amor libre y trabajo comunitario, me parece. Al menos así lo explicó mil veces durante el viaje.

– Está más chiflado de lo que todos pensábamos -concluyó Miss Rose con algo de lástima por su fiel pretendiente.

– La gente con ideas originales siempre acaba con fama de loca -anotó Paulina-. Yo, sin ir más lejos, tengo una idea que me gustaría discutir con usted, capitán Sommers. Ya conoce el "Fortuna". ¿Cuánto demora a todo vapor entre Valparaíso y el Golfo de Penas?

– ¿El Golfo de Penas? ¡Eso queda al sur del sur!

– Cierto. Más abajo de Puerto Aisén.

– ¿Y qué voy a hacer por allí? No hay nada más que islas, bosque y lluvia, señora.

– ¿Conoce por esos lados?

– Sí, pero pensé que se trataba de ir a San Francisco…

– Pruebe estos pastelitos de hojaldre, son una delicia -ofreció ella acariciando al perro.

Mientras John y Rose Sommers conversaban con Paulina en el salón del Hotel Inglés, Eliza recorría el barrio El Almendral con Mama Fresia. A esa hora comenzaban a juntarse los alumnos e invitados para las reuniones de baile en la academia y, en forma excepcional, Miss Rose la había dejado ir por un par de horas con su nana como chaperona. Habitualmente no le permitía asomarse por la academia sin ella, pero el profesor de danza no ofrecía bebidas alcohólicas hasta después de la puesta de sol, eso mantenía alejados a los jóvenes revoltosos durante las primeras horas de la tarde. Eliza, decidida a aprovechar esa oportunidad única de salir a la calle sin Miss Rose, convenció a la india de que la ayudara en sus planes.

– Dame tu bendición, mamita. Tengo que ir a California a buscar a Joaquín -le pidió.

– ¡Pero cómo te vas a ir sola y preñada! -exclamó la mujer con horror.

– Si no me ayudas, lo haré igual.

– ¡Le voy a decir todo a Miss Rose!

– Si lo haces, me mato. Y después vendré a penarte por el resto de tus noches. Te lo juro -replicó la muchacha con feroz determinación.

El día anterior había visto un grupo de mujeres en el puerto negociando para embarcarse. Por su aspecto tan diferente a las que normalmente cruzaban por la calle, cubiertas invierno y verano por mantos negros, supuso que serían las mismas pindongas con las cuales se divertía su tío John. "Son zorras, se acuestan por plata y se van a ir de patitas al infierno", le había explicado Mama Fresia en una ocasión. Había captado unas frases del capitán, contándole a Jeremy Sommers de las chilenas y peruanas que partían a California con planes de apoderarse del oro de los mineros, pero no podía imaginar cómo se las arreglaban para hacerlo. Si esas mujeres podían realizar el viaje solas y sobrevivir sin ayuda, también podía hacerlo ella, resolvió. Caminaba de prisa, con el corazón agitado y media cara tapada con su abanico, sudando en el calor de diciembre. Llevaba las joyas del ajuar en una pequeña bolsa de terciopelo. Sus botines nuevos resultaron una verdadera tortura y el corsé le apretaba la cintura; el hedor de las zanjas abiertas por donde corrían las aguas servidas de la ciudad, aumentaba sus náuseas, pero caminaba tan derecha como había aprendido en los años de equilibrar un libro sobre la cabeza y tocar el piano con una varilla metálica atada a la espalda. Mama Fresia, gimiendo y mascullando letanías en su lengua, apenas podía seguirla con sus várices y su gordura. Adónde vamos, niña por Dios, pero Eliza no podía contestarle porque no lo sabía. De una cosa estaba segura: no era cuestión de empeñar sus joyas y comprar un pasaje a California, porque no había forma de hacerlo sin que se enterara su tío John. A pesar de las decenas de barcos que recalaban a diario, Valparaíso era una ciudad pequeña y en el puerto todos conocían al capitán John Sommers. Tampoco contaba con documentos de identidad, mucho menos un pasaporte, imposible de obtener porque en esos días se había cerrado la Legación de los Estados Unidos en Chile por un asunto de amores contrariados del diplomático norteamericano con una dama chilena. Eliza resolvió que la única forma de seguir a Joaquín Andieta a California sería embarcándose como polizón. Su tío John le había contado que a veces se introducían viajeros clandestinos al barco con la complicidad de algún tripulante. Tal vez algunos lograban permanecer ocultos durante la travesía, otros morían y sus cuerpos iban a dar al mar sin que él se enterara, pero si llegaba a descubrirlos castigaba por igual al polizón y a quienes lo hubieran ayudado. Ése era uno de los casos, había dicho, en que ejercía con el mayor rigor su incuestionable autoridad de capitán: en alta mar no había más ley ni justicia que la suya.

La mayor parte de las transacciones ilegales del puerto, según su tío, se llevaban a cabo en las tabernas. Eliza jamás había pisado tales lugares, pero vio a una figura femenina dirigirse a un local cercano y la reconoció como una de las mujeres que estaban el día anterior en el muelle buscando la forma de embarcarse. Era una joven rechoncha con dos trenzas negras colgando a la espalda, vestida con falda de algodón, blusa bordada y una pañoleta en los hombros. Eliza la siguió sin pensarlo dos veces, mientras Mama Fresia se quedaba en la calle recitando advertencias: "Ahí sólo entran las putas, mi niña, es pecado mortal." Empujó la puerta y necesitó varios segundos para acostumbrarse a la oscuridad y al tufo de tabaco y cerveza rancia que impregnaba el aire. El lugar estaba atestado de hombres y todos los ojos se volvieron a mirar a las dos mujeres. Por un instante reinó un silencio expectante y luego empezó un coro de rechiflas y comentarios soeces. La otra avanzó con paso aguerrido hacia una mesa del fondo, lanzando manotazos a derecha e izquierda cuando alguien intentaba tocarla, pero Eliza retrocedió a ciegas, horrorizada, sin entender muy bien lo que ocurría ni por qué esos hombres le gritaban. Al llegar a la puerta se estrelló contra un parroquiano que iba entrando. El individuo lanzó una exclamación en otra lengua y alcanzó a sujetarla cuando ella resbalaba al suelo. Al verla quedó desconcertado: Eliza con su vestido virginal y su abanico estaba completamente fuera de lugar. Ella lo miró a su vez y reconoció al punto al cocinero chino que su tío había saludado el día anterior.