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– Quítate la camisa, tendré que darte unos vergajazos, a ver si por fin entiendes, hijo. ¿Cuántas veces te he dicho que los peores males de la China son el juego y el burdel? En el primero los hombres pierden el producto de su trabajo y en el segundo pierden la salud y la vida. Nunca serás buen médico ni buen poeta con tales vicios.

Tao Chi´en tenía dieciséis años en 1839, cuando estalló la Guerra del Opio entre China y Gran Bretaña. Para entonces el país estaba invadido de mendigos. Masas humanas abandonaban los campos y aparecían con sus harapos y sus pústulas en las ciudades, donde eran repelidas a la fuerza, obligándolos a vagar como manadas de perros famélicos por los caminos del Imperio. Bandas de forajidos y rebeldes se batían con las tropas del gobierno en una interminable guerra de emboscadas. Era un tiempo de destrucción y pillaje. Los debilitados ejércitos imperiales, al mando de oficiales corruptos que recibían de Pekín órdenes contradictorias, no pudieron hacer frente a la poderosa y bien disciplinada flota naval inglesa. No contaban con apoyo popular, porque los campesinos estaban cansados de ver sus sembrados destruidos, sus villorrios en llamas y sus hijas violadas por la soldadesca. Al cabo de casi cuatro años de lucha, China debió aceptar una humillante derrota y pagar el equivalente a veintiún millones de dólares a los vencedores, entregarles Hong Kong y otorgarles el derecho a establecer "concesiones", barrios residenciales amparados por leyes de extraterritorialidad. Allí vivían los extranjeros con su policía, servicios, gobierno y leyes, protegido por sus propias tropas; eran verdaderas naciones foráneas dentro del territorio chino, desde las cuales los europeos controlaban el comercio, principalmente del opio. A Cantón no entraron hasta cinco años más tarde, pero al comprobar la degradante derrota de su venerado emperador y ver la economía y la moral de su patria desplomarse, el maestro de acupuntura decidió que no había razón para seguir viviendo.

En los años de la guerra al viejo "zhong yi" se le descompuso el alma y perdió la serenidad tan arduamente conseguida a lo largo de su existencia. Su desprendimiento y distracción respecto a los asuntos materiales se agudizó al punto que Tao Chi´en debía darle de comer en la boca cuando pasaban los días sin alimentarse. Se le enmarañaron las cuentas y empezaron los acreedores a golpear su puerta, pero los desdeñó sin mayores consideraciones, pues todo lo referente al dinero le parecía una carga oprobiosa de la cual los sabios estaban naturalmente libres. En la confusión senil de esos últimos años olvidó las buenas intenciones de adoptar a su aprendiz y conseguirle una esposa; en verdad estaba tan ofuscado que a menudo se quedaba mirando a Tao Chi´en con expresión perpleja, incapaz de recordar su nombre o de ubicarlo en el laberinto de rostros y eventos que asaltaban su mente sin orden ni concierto. Pero tuvo ánimo sobrado para decidir los detalles de su entierro, porque para un chino ilustre el evento más importante en la vida era su propio funeral. La idea de poner fin a su desaliento por medio de una muerte elegante lo rondaba desde hacía tiempo, pero esperó hasta el desenlace de la guerra con la secreta e irracional esperanza de ver el triunfo de los ejércitos del Celeste Imperio. La arrogancia de los extranjeros le resultaba intolerable, sentía un gran desprecio por esos brutales "fan güey" fantasmas blancos que no se lavaban, bebían leche y alcohol, eran totalmente ignorantes de las normas elementales de buena educación e incapaces de honrar a sus antepasados en la forma debida. Los acuerdos comerciales le parecían un favor otorgado por el emperador a esos bárbaros ingratos, que en vez de doblarse en alabanzas y gratitud, exigían más. La firma del tratado de Nanking fue el último golpe para el "zhong yi". El emperador y cada habitante de la China, hasta el más humilde, habían perdido el honor. ¿Cómo se podría recuperar la dignidad después de semejante afrenta?

El anciano sabio se envenenó tragando oro. Al regresar de una de sus excursiones al campo a buscar plantas, su discípulo lo encontró en el jardín reclinado en cojines de seda y vestido de blanco, como señal de su propio luto. Al lado estaban el té aún tibio y la tinta del pincel fresca. Sobre su pequeño escritorio había un verso inconcluso y una libélula se perfilaba en la suavidad del pergamino. Tao Chi´en besó las manos de ese hombre que tanto le había dado, luego se detuvo un instante para apreciar el diseño de las alas transparentes del insecto en la luz del atardecer, tal como su maestro hubiera deseado.

Al funeral del sabio acudió un enorme gentío, porque en su larga vida había ayudado a miles de personas a vivir en salud y a morir sin angustia. Los oficiales y dignatarios del gobierno desfilaron con la mayor solemnidad, los literatos recitaron sus mejores poemas y las cortesanas se presentaron ataviadas de seda. Un adivino determinó el día propicio para el entierro y un artista de objetos funerarios visitó la casa del difunto para copiar sus posesiones. Recorrió la propiedad lentamente sin tomar medidas ni notas, pero bajo sus voluminosas mangas hacía marcas con la uña en una tablilla de cera; luego construyó miniaturas en papel de la casa, con sus habitaciones y muebles, además de los objetos favoritos del difunto, para ser quemados junto con fajos de dinero también de papel. No debía faltarle en el otro mundo lo que había gozado en éste. El ataúd, enorme y decorado como un carruaje imperial, pasó por las avenidas de la ciudad entre dos filas de soldados en uniforme de gala, precedidos por jinetes ataviados de brillantes colores y una banda de músicos provistos de címbalos, tambores, flautas, campanas, triángulos metálicos y una serie de instrumentos de cuerda. La algarabía resultaba insoportable, tal como correspondía a la importancia del extinto. En la tumba apilaron flores, ropa y comida; encendieron velas e incienso y quemaron finalmente el dinero y los prolijos objetos de papel. La tablilla ancestral de madera cubierta de oro y grabada con el nombre del maestro se colocó sobre la tumba para recibir al espíritu, mientras el cuerpo volvía a la tierra. Al hijo mayor correspondía recibir la tablilla, colocarla en su hogar en un sitio de honor junto a las de sus otros antepasados masculinos, pero el médico no tenía quien cumpliera esa obligación. Tao Chi´en era sólo un sirviente y hubiera sido una absoluta falta de etiqueta ofrecerse para hacerlo. Estaba genuinamente conmovido, en la multitud era el único cuyas lágrimas y gemidos correspondían a un auténtico dolor, pero la tablilla ancestral fue a parar a manos de un sobrino lejano, quien tendría la obligación moral de colocar ofrendas y rezar ante ella cada quince días y en cada festividad anual.

Una vez realizados los solemnes ritos funerarios, los acreedores se dejaron caer como chacales sobre las posesiones del maestro. Violaron los sagrados textos y el laboratorio, revolvieron las yerbas, arruinaron las preparaciones medicinales, destrozaron los cuidadosos poemas, se llevaron los muebles y objetos de arte, pisotearon el bellísimo jardín y remataron la antigua mansión. Poco antes Tao Chi´en había puesto a salvo las agujas de oro para la acupuntura, una caja con instrumentos médicos y algunos remedios esenciales, así como algo de dinero sustraído poco a poco en los últimos tres años, cuando su patrón comenzó a perderse en los vericuetos de la demencia senil. Su intención no fue robar al venerable "zhong yi", a quien estimaba como a un abuelo, sino usar ese dinero para alimentarlo, porque veía acumularse las deudas y temía por el futuro. El suicidio precipitó las cosas y Tao Chi´en se encontró en posesión de un recurso inesperado. Apoderarse de esos fondos podía costarle la cabeza, pues sería considerado crimen de un inferior a un superior, pero estaba seguro de que nadie lo sabría, salvo el espíritu del difunto, quien sin duda aprobaría su acción. ¿No preferiría premiar a su fiel sirviente y discípulo en vez de pagar una de las muchas deudas de sus feroces acreedores? Con ese modesto tesoro y una muda de ropa limpia, Tao Chi´en escapó de la ciudad. La idea de volver a su aldea natal se le ocurrió fugazmente, pero la descartó al punto. Para su familia él sería siempre el Cuarto Hijo, debía sumisión y obediencia a sus hermanos mayores. Tendría que trabajar para ellos, aceptar la esposa que le escogieran y resignarse a la miseria. Nada lo llamaba en esa dirección, ni siquiera las obligaciones filiales con su padre y sus antepasados, que recaían en sus hermanos mayores. Necesitaba irse lejos, donde no lo alcanzara el largo brazo de la justicia china. Tenía veinte años, le faltaba uno para cumplir los diez de servidumbre y cualquiera de los acreedores podía reclamar el derecho a utilizarlo como esclavo por ese tiempo.