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Tao Chi´en

Tao Chi´en tomó un sampán rumbo a Hong Kong con la intención de comenzar su nueva vida. Ahora era un "zhong yi", entrenado en la medicina tradicional china por el mejor maestro de Cantón. Debía eterno agradecimiento a los espíritus de sus venerables antepasados, que habían enderezado su karma de manera tan gloriosa. Lo primero, decidió, era conseguir una mujer, pues estaba en edad sobrada de casarse y el celibato le pesaba demasiado. La falta de esposa era signo de indisimulable pobreza. Acariciaba la ambición de adquirir una joven delicada y con hermosos pies. Sus "lirios dorados" no debían tener más de tres o cuatro pulgadas de largo y debían ser regordetes y mórbidos al tacto, como de un niño de pocos meses. Le fascinaba la manera de andar de una joven sobre sus minúsculos pies, con pasos muy breves y vacilantes, como si estuviera siempre a punto de caer, las caderas echadas hacia atrás y meciéndose como los juncos a la orilla del estanque en el jardín de su maestro. Detestaba los pies grandes, musculosos y fríos, como los de una campesina. En su aldea había visto de lejos algunas niñas vendadas, orgullo de sus familias que sin duda podrían casarlas bien, pero sólo al relacionarse con las prostitutas en Cantón tuvo entre sus manos un par de aquellos "lirios dorados" y pudo extasiarse ante las pequeñas zapatillas bordadas que siempre los cubrían, pues por años y años los huesos destrozados desprendían una sustancia maloliente. Después de tocarlos comprendió que su elegancia era fruto de constante dolor, eso los hacía tanto más valiosos. Entonces apreció debidamente los libros dedicados a los pies femeninos, que su maestro, coleccionaba, donde enumeraban cinco clases y dieciocho estilos diversos de "lirios dorados". Su mujer también debía ser muy joven, pues la belleza es de breve duración, comienza alrededor de los doce años y termina poco después de cumplir los veinte. Así se lo había explicado su maestro. Por algo las heroínas más celebradas en la literatura china morían siempre en el punto exacto de su mayor encanto; benditas aquellas que desaparecían antes de verse destruidas por la edad y podían ser recordadas en la plenitud de su frescura. Además había razones prácticas para preferir una joven núbiclass="underline" le daría hijos varones y sería fácil domar su carácter para hacerla verdaderamente sumisa. Nada tan desagradable como una mujer chillona, había visto algunas que escupían y daban bofetones a sus maridos y a sus hijos, incluso en la calle delante de los vecinos. Tal afrenta de manos de una mujer era el peor desprestigio para un hombre. En el sampán que lo conducía lentamente a través de las noventa millas entre Cantón y Hong Kong, alejándolo por minutos de su vida pasada, Tao Chi´en iba soñando con esa muchacha, el placer y los hijos que le daría. Contaba una y otra vez el dinero de su bolsa, como si por medio de cálculos abstractos pudiera incrementarlo, pero resultaba claro que no alcanzaría para una esposa de esa calidad. Sin embargo, por mucha que fuese su urgencia, no pensaba conformarse con menos y vivir para el resto de sus días con una esposa de pies grandes y carácter fuerte.

La isla de Hong Kong apareció de súbito ante sus ojos, con su perfil de montañas y verde naturaleza, emergiendo como una sirena en las aguas color añil del Mar de la China. Tan pronto la ligera embarcación que lo transportaba atracó en el puerto, Tao Chi´en percibió la presencia de los odiados extranjeros. Antes había divisado algunos a lo lejos, pero ahora los tenía tan cerca, que de haberse atrevido los hubiera tocado para comprobar si esos seres grandes y sin ninguna gracia, eran realmente humanos. Con asombro descubrió que muchos de los "fan güey" tenían pelos rojos o amarillos, los ojos desteñidos y la piel colorada como langostas hervidas. Las mujeres, muy feas a su parecer, llevaban sombreros con plumas y flores, tal vez con la intención de disimular sus diabólicos cabellos. Iban vestidos de una manera extraordinaria, con ropas tiesas y ceñidas al cuerpo; supuso que por eso se movían como autómatas y no saludaban con amables inclinaciones, pasaban rígidos, sin ver a nadie, sufriendo en silencio el calor del verano bajo sus incómodos atuendos. Había una docena de barcos europeos en el puerto, en medio de millares de embarcaciones asiáticas de todos los tamaños y colores. En las calles vio algunos coches con caballos guiados por hombres en uniforme, perdidos entre los vehículos de transporte humano, literas, palanquines, parihuelas y simplemente individuos llevando a sus clientes a la espalda. El olor a pescado le dio en la cara como una palmada, recordándole su hambre. Primero debía ubicar una casa de comida, señalada con largas tiras de tela amarilla.

Tao Chi´en comió como un príncipe en un restaurante atestado de gente hablando y riendo a gritos, señal inequívoca de contento y buena digestión, donde saboreó los platillos delicados que en casa del maestro de acupuntura habían pasado al olvido. El "zhong yi" había sido un gran goloso durante su vida y se vanagloriaba de haber tenido los mejores cocineros de Cantón a su servicio, pero en sus últimos años se alimentaba de té verde y arroz con unas briznas de vegetales. Para la época en que escapó de su servidumbre, Tao Chi´en estaba tan flaco como cualquiera de los muchos enfermos de tuberculosis en Hong Kong. Ésa fue su primera comida decente en mucho tiempo y el asalto de los sabores, los aromas y las texturas lo llevó al éxtasis. Concluyó el festín fumando una pipa con el mayor gozo. Salió a la calle flotando y riéndose solo, como un loco: no se había sentido tan pleno de entusiasmo y buena suerte en toda su vida. Aspiró el aire a su alrededor, tan parecido al de Cantón, y decidió que sería fácil conquistar esa ciudad, tal como nueve años antes había llegado a dominar la otra. Primero buscaría el mercado y el barrio de los curanderos y yerbateros, donde podría encontrar hospedaje y ofrecer sus servicios profesionales. Luego pensaría en el asunto de la mujer de pies pequeños…

Esa misma tarde Tao Chi´en consiguió hospedaje en el ático de una casona dividida en compartimentos, que albergaba una familia por habitación, un verdadero hormiguero. Su pieza, un tenebroso túnel de un metro de ancho por tres de largo, sin ventana, oscuro y caliente, atraía los efluvios de comidas y bacinicas de otros inquilinos, mezclados con la inconfundible pestilencia de la suciedad. Comparada con la refinada casa de su maestro equivalía a vivir en un agujero de ratas, pero recordó que la choza de sus padres había sido más pobre. En su calidad de hombre soltero, no necesitaba más espacio ni lujo, decidió, sólo un rincón para colocar su esterilla y guardar sus mínimas pertenencias. Más adelante, cuando se casara, buscaría una vivienda apropiada, donde pudiera preparar sus medicamentos, atender a sus clientes y ser servido por su mujer en la forma debida. Por el momento, mientras conseguía algunos contactos indispensables para trabajar, aquel espacio al menos le ofrecía techo y algo de privacidad. Dejó sus cosas y fue a darse un buen baño, afeitarse la frente y rehacer su trenza. Apenas estuvo presentable, partió de inmediato en busca de una casa de juego, resuelto a duplicar su capital en el menor tiempo posible, así podría iniciarse en el camino del éxito.