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En menos de dos horas apostando al "fan tan", Tao Chi´en perdió todo el dinero y no perdió también sus instrumentos de medicina porque no se le ocurrió llevarlos. El griterío en la sala de juego era tan atronador que las apuestas se hacían con señales a través del espeso humo de tabaco. El "fan tan" era muy simple, consistía en un puñado de botones bajo una taza. Se hacían las apuestas, se contaban los botones de a cuatro a la vez y quien adivinara cuantos quedaban, uno, dos, tres o ninguno, ganaba. Tao Chi´en apenas podía seguir con la vista las manos del hombre que echaba los botones y los contaba. Le pareció que hacía trampa, pero acusarlo en público habría sido una ofensa de tal magnitud, que de estar equivocado podía pagarla con la vida. En Cantón se recogían a diario cadáveres de perdedores insolentes en las cercanías de las casas de juego; no podía ser diferente en Hong Kong. Regresó al túnel del ático y se echó en su esterilla a llorar como un crío, pensando en los varillazos recibidos de mano de su anciano maestro de acupuntura. La desesperación le duró hasta el día siguiente, cuando comprendió con abismante claridad su impaciencia y su soberbia. Entonces se echó a reír de buena gana ante la lección, convencido que el espíritu travieso de su maestro se la había puesto por delante para enseñarle algo más. Había despertado en medio de una oscuridad profunda con el bullicio de la casa y de la calle. Era tarde en la mañana, pero ninguna luz natural entraba a su cuchitril. Se vistió a tientas con su única muda de ropa limpia, todavía riéndose solo, tomó su maletín de médico y partió al mercado. En la zona donde se alineaban los tenderetes de los tatuadores, cubiertos de arriba abajo con trozos de tela y papel exhibiendo los dibujos, se podía escoger entre miles de diseños, desde discretas flores en tinta azul índigo, hasta fantásticos dragones en cinco colores, capaces de decorar con sus alas desplegadas y su aliento de fuego la espalda completa de un hombre robusto. Pasó media hora regateando y por fin hizo un trato con un artista deseoso de cambiar un modesto tatuaje por un tónico para limpiar el hígado. En menos de diez minutos le grabó en el dorso de la mano derecha, la mano de apostar, la palabra "no" en simples y elegantes trazos.

– Si le va bien con el jarabe, recomiende mis servicios a sus amigos -le pidió Tao Chi´en.

– Si le va bien con mi tatuaje, haga lo mismo -replicó el artista.

Tao Chi´en siempre sostuvo que aquel tatuaje le trajo suerte. Salió del tenderete al bochinche del mercado, avanzando a empujones y codazos por los estrechos callejones atestados de humanidad. No se veía un solo extranjero y el mercado parecía idéntico al de Cantón. El ruido era como una cascada, los vendedores pregonaban los méritos de sus productos y los clientes regateaban a grito pelado en medio de la ensordecedora bullaranga de los pájaros enjaulados y los gemidos de los animales esperando turno para el cuchillo. Era tan densa la pestilencia de sudor, animales vivos y muertos, excremento y basura, especias, opio, cocinerías y toda clase de productos y criaturas de tierra, aire y agua, que podía palparse con los dedos. Vio a una mujer ofreciendo cangrejos. Los sacaba vivos de un saco, los hervía unos minutos en un caldero cuya agua tenía la consistencia pastosa del fondo del mar, los extraía con un colador, los ensopaba en salsa de soya y los servía a los pasantes en un trozo de papel. Tenía las manos llenas de verrugas. Tao Chi´en negoció con ella el almuerzo de un mes a cambio del tratamiento para su mal.

– ¡Ah! Veo que le gustan mucho los cangrejos -dijo ella.

– Los detesto, pero los comeré como penitencia para que no se me olvide una lección que debo recordar siempre.

– Y si al cabo de un mes no me he curado, ¿quién me devuelve los cangrejos que usted se ha comido?

– Si en un mes usted sigue con verrugas, yo me desprestigio. ¿Quién compraría entonces mis medicinas? -sonrió Tao.

– Está bien.

Así comenzó su nueva vida de hombre libre en Hong Kong. En dos o tres días la inflamación cedió y el tatuaje apareció como nítido diseño de venas azules. Durante ese mes, mientras recorría los puestos del mercado ofreciendo sus servicios profesionales, comió una sola vez al día, siempre cangrejos hervidos, y bajó tanto de peso que podía sujetar una moneda entre las ranuras de las costillas. Cada animalito que se echaba a la boca venciendo la repugnancia, lo hacía sonreír pensando en su maestro, a quien tampoco le gustaban los cangrejos. Las verrugas de la mujer desaparecieron en veintiséis días y ella, agradecida, repartió la buena nueva por el vecindario. Le ofreció otro mes de cangrejos si le curaba las cataratas de los ojos, pero Tao consideró que su castigo era suficiente y podía darse el lujo de no volver a probar esos bichos por el resto de su existencia. Por las noches regresaba extenuado a su cuchitril, contaba sus monedas a la luz de la vela, las escondía bajo una tabla del piso y luego calentaba agua en la hornilla a carbón para pasar el hambre con té. De vez en cuando, si comenzaban a flaquearle las piernas o la voluntad, compraba una escudilla de arroz, algo de azúcar o una pipa de opio, que saboreaba lentamente, agradecido de que hubieran en el mundo regalos tan deslumbrantes como el consuelo del arroz, la dulzura del azúcar y los sueños perfectos del opio. Sólo gastaba en su alquiler, clases de inglés, afeitarse la frente y mandar lavar su muda de ropa, porque no podía andar como un pordiosero. Su maestro se vestía como un mandarín. "La buena presencia es signo de civilidad, no es lo mismo un "zhong yi" que un curandero de campo. Mientras más pobre el enfermo, más ricas deben ser tus vestiduras, por respeto" le enseñó. Poco a poco se extendió su reputación, primero entre la gente del mercado y sus familias, luego hacia el barrio del puerto, donde trataba a los marineros por heridas de riñas, escorbuto, pústulas venéreas e intoxicación.

Al cabo de seis meses Tao Chi´en contaba con una clientela fiel y empezaba a prosperar. Se cambió a una habitación con ventana, la amuebló con una cama grande, que le serviría cuando se casara, un sillón y un escritorio inglés. También adquirió unas piezas de ropa, hacía años que deseaba vestirse bien. Se había propuesto aprender inglés, porque pronto averiguó donde estaba el poder. Un puñado de británicos controlaba Hong Kong, hacía las leyes y las aplicaba, dirigía el comercio y la política. Los "fan güey" vivían en barrios exclusivos y sólo tenían relación con los chinos ricos para hacer negocios, siempre en inglés. La inmensa multitud china compartía el mismo espacio y tiempo, pero era como si no existiera. Por Hong Kong salían los más refinados productos directamente a los salones de una Europa fascinada por esa milenaria y remota cultura. Las "chinerías" estaban de moda. La seda hacía furor en el vestuario; no podían faltar graciosos puentes con farolitos y sauces tristes imitando los maravillosos jardines secretos de Pekín; los techos de pagoda se usaban en glorietas y los motivos de dragones y flores de cerezo se repetían hasta las náuseas en la decoración. No había mansión inglesa sin un salón oriental con un biombo Coromandel, una colección de porcelanas y marfiles, abanicos bordados por manos infantiles con la "puntada prohibida" y canarios imperiales en jaulas talladas. Los barcos que acarreaban esos tesoros hacia Europa no regresaban vacíos, traían opio de la India para vender de contrabando y baratijas que arruinaron las pequeñas industrias locales. Los chinos debían competir con ingleses, holandeses, franceses y norteamericanos para comerciar en su propio país. Pero la gran desgracia fue el opio. Se usaba en China desde hacía siglos como pasatiempo y con fines medicinales, pero cuando los ingleses inundaron el mercado se convirtió en un mal incontrolable. Atacó a todos los sectores de la sociedad, debilitándola y desmigajándola como pan podrido.

Al principio los chinos vieron a los extranjeros con desprecio, asco y la inmensa superioridad de quienes se sienten los únicos seres verdaderamente civilizados del universo, pero en pocos años aprendieron a respetarlos y a temerlos. Por su parte los europeos actuaban imbuidos del mismo concepto de superioridad racial, seguros de ser heraldos de la civilización en una tierra de gente sucia, fea, débil, ruidosa, corrupta y salvaje, que comía gatos y culebras y mataba a sus propias hijas al nacer. Pocos sabían que los chinos habían empleado la escritura mil años antes que ellos. Mientras los comerciantes imponían la cultura de la droga y la violencia, los misioneros procuraban evangelizar. El cristianismo debía propagarse a cualquier costo, era la única fe verdadera y el hecho de que Confucio hubiera vivido quinientos años antes que Cristo nada significaba. Consideraban a los chinos apenas humanos, pero intentaban salvar sus almas y les pagaban las conversiones en arroz. Los nuevos cristianos consumían su ración de soborno divino y partían a otra iglesia a convertirse de nuevo, muy divertidos ante esa manía de los "fan güey" de predicar sus creencias como si fueran las únicas. Para ellos, prácticos y tolerantes, la espiritualidad estaba más cerca de la filosofía que de la religión; era una cuestión de ética, jamás de dogma.