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– ¿Está claro, chino?

– Está claro, inglés.

– ¡A mí me tratas de señor!

– Sí, señor -replicó Tao Chi´en bajando la vista, pues estaba aprendiendo a no mirar a los blancos a la cara.

Su primera sorpresa fue descubrir que China no era el centro absoluto del universo. Había otras culturas, más bárbaras, es cierto, pero mucho más poderosas. No imaginaba que los británicos controlaran buena parte del orbe, tal como no sospechaba que otros "fan güey" fueran dueños de extensas colonias en tierras lejanas repartidas en cuatro continentes, como se dio el trabajo de explicarle el capitán John Sommers el día en que le arrancó una muela infectada frente a las costas de África. Realizó la operación limpiamente y casi sin dolor gracias a una combinación de sus agujas de oro en las sienes y una pasta de clavo de olor y eucalipto aplicada en la encía. Cuando terminó y el paciente aliviado y agradecido pudo terminar su botella de licor, Tao Chi´en se atrevió a preguntarle adónde iban. Lo desconcertaba viajar a ciegas, con la línea difusa del horizonte entre un mar y un cielo infinitos como única referencia.

– Vamos hacia Europa, pero para nosotros nada cambia. Somos gente de mar, siempre en el agua. ¿Quieres volver a tu casa?

– No, señor.

– ¿Tienes familia en alguna parte?

– No, señor.

– Entonces te da lo mismo si vamos para el norte o el sur, para el este o el oeste, ¿no es así?

– Sí, pero me gusta saber dónde estoy.

– ¿Por qué?

– Por si me caigo al agua o nos hundimos. Mi espíritu necesitará ubicarse para volver a China, sino andará vagando sin rumbo. La puerta al cielo está en China.

– ¡Las cosas que se te ocurren! -rió el capitán-. ¿Así es que para ir al Paraíso hay que morir en China? Mira el mapa, hombre. Tu país es el más grande, es cierto, pero hay mucho mundo fuera de China. Aquí está Inglaterra, es apenas una pequeña isla, pero si sumas nuestras colonias, verás que somos dueños de más de la mitad del globo.

– ¿Cómo así?

– Igual como hicimos en Hong Kong: con guerra y con trampa. Digamos que es una mezcla de poderío naval, codicia y disciplina. No somos superiores, sino más crueles y decididos. No estoy particularmente orgulloso de ser inglés y cuando tú hayas viajado tanto como yo, tampoco tendrás orgullo de ser chino.

Durante los dos años siguientes Tao Chi´en pisó tierra firme tres veces, una de las cuales fue en Inglaterra. Se perdió entre la muchedumbre grosera del puerto y anduvo por las calles de Londres observando las novedades con los ojos de un niño maravillado. Los "fan güey" estaban llenos de sorpresas, por una parte carecían del menor refinamiento y se comportaban como salvajes, pero por otra eran capaces de prodigiosa inventiva. Comprobó que los ingleses padecían en su país de la misma arrogancia y mala educación demostrada en Hong Kong: lo trataban sin respeto, nada sabían de cortesía o de etiqueta. Quiso tomar una cerveza, pero lo sacaron a empujones de la taberna: aquí no entran perros amarillos, le dijeron. Pronto se juntó con otros marineros asiáticos y encontraron un lugar regentado por un chino viejo donde pudieron comer, beber y fumar en paz. Oyendo las historias de los otros hombres, calculó cuánto le faltaba por aprender y decidió que lo primero era el uso de los puños y el cuchillo. De poco sirven los conocimientos si uno es incapaz de defenderse; el sabio maestro de acupuntura también había olvidado enseñarle aquel principio fundamental.

En febrero de 1849 el "Liberty" atracó en Valparaíso. Al día siguiente el capitán John Sommers lo llamó a su cabina y le entregó una carta.

– Me la dieron en el puerto, es para ti y viene de Inglaterra.

Tao Chi´en tomó el sobre, enrojeció y una enorme sonrisa le iluminó la cara.

– ¡No me digas que es una carta de amor! -se burló el capitán.

– Mejor que eso -replicó, guardándola entre el pecho y la camisa. La carta sólo podía ser de su amigo Ebanizer Hobbs, la primera que le llegaba en los dos años que había pasado navegando.

– Has hecho un buen trabajo, Chi´en.

– Pensé que no le gusta mi comida, señor -sonrió Tao.

– Como cocinero eres un desastre, pero sabes de medicina. En dos años no se me ha muerto un solo hombre y nadie tiene escorbuto. ¿Sabes lo que eso significa?

– Buena suerte.

– Tu contrato termina hoy. Supongo que puedo emborracharte y hacerte firmar una extensión. Tal vez lo haría con otro, pero te debo algunos servicios y yo pago mis deudas. ¿Quieres seguir conmigo? Te aumentaré el sueldo.

– ¿Adónde?

– A California. Pero dejaré este barco, me acaban de ofrecer un vapor, ésta es una oportunidad que he esperado por años. Me gustaría que vinieras conmigo.

Tao Chi´en había oído de los vapores y les tenía horror. La idea de unas enormes calderas llenas de agua hirviendo para producir vapor y mover una maquinaria infernal, sólo podía habérsele ocurrido a gente muy apresurada. ¿No era mejor viajar al ritmo de los vientos y las corrientes? ¿Para qué desafiar a la naturaleza? Corrían rumores de calderas que estallaban en alta mar, cocinando viva a la tripulación. Los pedazos de carne humana, hervidos como camarones, salían disparados en todas direcciones para alimento de peces, mientras las almas de aquellos desdichados, desintegradas en el destello de la explosión y los remolinos de vapor, jamás podían reunirse con sus antepasados. Tao Chi´en recordaba claramente el aspecto de su hermanita menor después que le cayó encima la olla con agua caliente, igual como recordaba sus horribles gemidos de dolor y las convulsiones de su muerte. No estaba dispuesto a correr tal riesgo. El oro de California, que según decían estaba tirado por el suelo como peñascos, tampoco lo tentaba demasiado. Nada debía a John Sommers. El capitán era algo más tolerante que la mayoría de los "fan güey" y trataba a la tripulación con cierta ecuanimidad, pero no era su amigo y no lo sería jamás.

– No gracias, señor.

– ¿No quieres conocer California? Puedes hacerte rico en poco tiempo y regresar a China convertido en un magnate.

– Sí, pero en un barco a vela.

– ¿Por qué? Los vapores son más modernos y rápidos.

Tao Chi´en no intentó explicar sus motivos. Se quedó en silencio mirando el suelo con su gorro en la mano mientras el capitán terminaba de beber su whisky.

– No puedo obligarte -dijo al fin Sommers-. Te daré una carta de recomendación para mi amigo Vincent Katz, del bergantín "Emilia", que también zarpa hacia California en los próximos días. Es un holandés bastante peculiar, muy religioso y estricto, pero es buen hombre y buen marino. Tu viaje será más lento que el mío, pero tal vez nos veremos en San Francisco y si estás arrepentido de tu decisión, siempre puedes volver a trabajar conmigo.

El capitán John Sommers y Tao Chi´en se dieron la mano por primera vez.

El viaje

Encogida en su madriguera de la bodega, Eliza comenzó a morir. A la oscuridad y la sensación de estar emparedada en vida se sumaba el olor, una mezcolanza del contenido de los bultos y cajas, pescado salado en barriles y la rémora de mar incrustada en las viejas maderas del barco. Su buen olfato, tan útil para transitar por el mundo a ojos cerrados, se había convertido en un instrumento de tortura. Su única compañía era un extraño gato de tres colores, sepultado como ella en la bodega para protegerla de los ratones. Tao Chi´en le aseguró que se acostumbraría al olor y al encierro, porque a casi todo se habitúa el cuerpo en tiempos de necesidad, agregó que el viaje sería largo y no podría asomarse al aire libre nunca, así es que más le valía no pensar para no volverse loca. Tendría agua y comida, le prometió, de eso se encargaría él cuando pudiera bajar a la bodega sin levantar sospechas. El bergantín era pequeño, pero iba atestado de gente y sería fácil escabullirse con diversos pretextos.