Era una noche tibia. El océano Pacífico refulgía como plata con los reflejos de la luna y una brisa leve hinchaba las viejas velas del "Emilia". Muchos pasajeros ya se habían retirado o jugaban naipes en las cabinas, otros habían colgado sus hamacas para pasar la noche entre el desorden de máquinas, aperos de caballos y cajones que llenaban las cubiertas, y algunos se entretenían en la popa contemplando a los delfines juguetones en la estela de espuma de la nave. Tao Chi´en levantó los ojos hacia la inmensa bóveda del cielo, agradecido. Por primera vez desde su muerte, Lin lo visitaba sin timidez. Antes de iniciar su vida de marinero la había percibido cerca en varias ocasiones, sobre todo cuando se sumía en profunda meditación, pero entonces era fácil confundir la tenue presencia de su espíritu con su añoranza de viudo. Lin solía pasar por su lado rozándolo con sus dedos finos, pero él se quedaba con la duda de si sería ella realmente o sólo una creación de su alma atormentada. Momentos antes en la bodega, sin embargo, no tuvo dudas: el rostro de Lin se le había aparecido tan radiante y preciso como esa luna sobre el mar. Se sintió acompañado y contento, como en las noches remotas en que ella dormía acurrucada en sus brazos después de hacer el amor.
Tao Chi´en se dirigió al dormitorio de la tripulación, donde disponía de una angosta litera de madera, lejos de la única ventilación que se colaba por la puerta. Era imposible dormir en el aire enrarecido y la pestilencia de los hombres, pero no había tenido que hacerlo desde la salida de Valparaíso, porque el verano permitía echarse por el suelo en cubierta. Buscó su baúl, clavado al piso para protegerlo del vapuleo de las olas, se quitó la llave del cuello, abrió el candado y sacó su maletín y un frasco de láudano. Luego sustrajo sigilosamente una doble ración de agua dulce y buscó unos trapos de la cocina, que le servirían a falta de algo mejor.
Se encaminaba de vuelta a la bodega cuando lo atajó una mano sobre su brazo. Se volvió sorprendido y vio a una de las chilenas quien, desafiando la orden perentoria del capitán de recluirse después de la puesta del sol, había salido a seducir clientes. La reconoció al punto. De todas las mujeres a bordo, Azucena Placeres era la más simpática y la más atrevida. En los primeros días fue la única dispuesta a ayudar a los pasajeros mareados y también cuidó con esmero a un joven marinero que se cayó del mástil y se partió un brazo. Se ganó así el respeto incluso del severo capitán Katz, quien a partir de entonces hizo la vista gorda ante su indisciplina. Azucena prestaba gratis sus servicios de enfermera, pero quien se atreviera a poner una mano encima de sus firmes carnes debía pagar en dinero contante y sonante, porque no había que confundir el buen corazón con la estupidez, como decía. Éste es mi único capital y si no lo cuido estoy jodida, explicaba, dándose alegres palmadas en las nalgas. Azucena Placeres se dirigió a él con cuatro palabras comprensibles en cualquier lengua: chocolate, café, tabaco, brandy. Como siempre hacía al cruzarse con él, le explicó con gestos atrevidos su deseo de canjear cualquiera de aquellos lujos por sus favores, pero el "zhong yi" se desprendió de ella con un empujón y siguió su camino.
Buena parte de la noche estuvo Tao Chi´en junto a la afiebrada Eliza. Trabajó sobre ese cuerpo exhausto con los limitados recursos de su maletín, su larga experiencia y una vacilante ternura, hasta que ella expulsó un molusco sanguinolento. Tao Chi´en lo examinó a la luz del farol y pudo determinar sin lugar a dudas que se trataba de un feto de varias semanas y estaba completo. Para limpiar el vientre a fondo colocó sus agujas en los brazos y piernas de la joven, provocando fuertes contracciones. Cuando estuvo seguro de los resultados suspiró aliviado: sólo quedaba pedir a Lin que interviniera para evitar una infección. Hasta esa noche Eliza representaba para él un pacto comercial y al fondo de su baúl estaba el collar de perlas para probarlo. Era sólo una muchacha desconocida por la cual creía no sentir interés personal, una "fan güey" de pies grandes y temperamento aguerrido a quien le habría costado mucho conseguir un marido, pues no mostraba disposición alguna para agradar o para servir a un hombre, eso se podía ver. Ahora, malograda por un aborto, no podría casarse jamás. Ni siquiera el amante, quien por lo demás ya la había abandonado una vez, la desearía por esposa, en el caso improbable de encontrarlo algún día. Admitía que para ser extranjera Eliza no era del todo fea, al menos había un leve aire oriental en sus ojos alargados y tenía el pelo largo, negro y lustroso, como la orgullosa cola de un caballo imperial. Si hubiera tenido una diabólica cabellera amarilla o roja, como tantas que había visto desde su salida de China, tal vez no se hubiera acercado a ella; pero ni su buen aspecto ni la firmeza de su carácter la ayudarían, su mala suerte estaba echada, no había esperanza para ella: terminaría de prostituta en California. Había frecuentado a muchas de esas mujeres en Cantón y en Hong Kong. Debía gran parte de sus conocimientos médicos a los años practicando sobre los cuerpos de aquellas desventuradas maltratados por golpes, enfermedades y drogas. Varias veces durante esa larga noche pensó si no sería más noble dejarla morir, a pesar de las instrucciones de Lin, y salvarla así de un destino horrible, pero le había pagado por adelantado y debía cumplir su parte del trato, se dijo. No, no era ésa la única razón, concluyó, puesto que desde el comienzo había cuestionado sus propios motivos para embarcar a esa chica de polizón en el barco. El riesgo era inmenso, no estaba seguro de haber cometido tamaña imprudencia sólo por el valor de las perlas. Algo en la valiente determinación de Eliza lo había conmovido, algo en la fragilidad de su cuerpo y en el bravo amor que profesaba por su amante le recordaba a Lin…
Finalmente al amanecer Eliza dejó de sangrar. Se volaba de fiebre y tiritaba a pesar del calor insoportable de la bodega, pero tenía mejor pulso y respiraba tranquila en su sueño. Sin embargo, no estaba fuera de peligro. Tao Chi´en deseaba quedarse allí para vigilarla, pero calculó que faltaba poco para el amanecer y pronto repicaría la campana llamando a su turno para el trabajo. Se arrastró extenuado hasta la cubierta, se dejó caer de bruces sobre las tablas del piso y se durmió como una criatura, hasta que una amistosa patada de otro marinero lo despertó para recordarle sus obligaciones. Sumergió la cabeza en un balde de agua de mar para despercudirse y, aún aturdido, partió a la cocina a hervir la mazamorra de avena que constituía el desayuno a bordo. Todos la comían sin comentarios, incluso el sobrio capitán Katz, salvo los chilenos que protestaban en coro, a pesar de estar mejor apertrechados por haber sido los últimos en embarcarse. Los demás habían dado cuenta de sus provisiones de tabaco, alcohol y golosinas en los meses de navegación que soportaron antes de tocar Valparaíso. Se había corrido la voz que algunos chilenos eran aristócratas, por eso no sabían lavar sus propios calzoncillos o hervir agua para el té. Los que viajaban en la primera cámara llevaban sirvientes, a quienes pensaban utilizar en las minas de oro, porque la idea de ensuciarse las manos personalmente no se les pasaba por la mente. Otros preferían pagar a los marineros para que los atendieran, ya que las mujeres se negaron en bloque a hacerlo; podían ganar diez veces más recibiéndolos por diez minutos en la privacidad de su cabina, no había razón para pasar dos horas lavándoles la ropa. La tripulación y el resto de los pasajeros se burlaban de aquellos señoritos consentidos, pero nunca lo hacían de frente. Los chilenos tenían buenos modales, parecían tímidos y hacían alarde de gran cortesía y caballerosidad, pero bastaba la menor chispa para inflamarles la soberbia. Tao Chi´en procuraba no meterse con ellos. Esos hombres no disimulaban su desprecio por él y por dos viajeros negros embarcados en Brasil, quienes habían pagado su pasaje completo, pero eran los únicos que no disponían de camarote y no estaban autorizados a compartir la mesa con los demás. Prefería a las cinco humildes chilenas, con su sólido sentido práctico, su perenne buen humor y la vocación maternal que les afloraba en los momentos de emergencia.