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Cumplió su jornada como un sonámbulo, con la mente puesta en Eliza, pero no tuvo un momento libre para verla hasta la noche. A media mañana los marineros lograron pescar un enorme tiburón, que agonizó sobre la cubierta dando terribles coletazos, pero nadie se atrevió a acercarse para ultimarlo a garrotazos. A Tao Chi´en en su calidad de cocinero, le tocó vigilar la faena de descuerarlo, cortarlo en pedazos, cocinar parte de la carne y salar el resto, mientras los marineros lavaban la sangre de la cubierta con cepillos y los pasajeros celebraban el horrendo espectáculo con las últimas botellas de champaña, anticipando el festín de la cena. Guardó el corazón para la sopa de Eliza y las aletas para secarlas, porque valían una fortuna en el mercado de los afrodisíacos. A medida que pasaban las horas ocupado con el tiburón, Tao Chi´en imaginaba a Eliza muerta en la cala del barco. Sintió una tumultuosa felicidad cuando pudo bajar y comprobó que aún estaba viva y parecía mejor. La hemorragia había cesado, el jarro de agua estaba vacío y todo indicaba que había tenido momentos de lucidez durante aquel largo día. Agradeció brevemente a Lin por su ayuda. La joven abrió los ojos con dificultad, tenía los labios secos y la cara arrebolada por la fiebre. La ayudó a incorporarse y le dio una fuerte infusión de "tangkuei" para reponer la sangre. Cuando estuvo seguro que la retenía en el estómago, le dio unos sorbos de leche fresca, que ella bebió con avidez. Reanimada, anunció que sentía hambre y pidió más leche. Las vacas que llevaban a bordo, poco acostumbradas a navegar, producían poco, estaban en los huesos y ya se hablaba de matarlas. A Tao Chi´en la idea de beber leche le parecía asquerosa, pero su amigo Ebanizer Hobbs lo había advertido sobre sus propiedades para reponer la sangre perdida. Si Hobbs la usaba en la dieta de heridos graves, debía tener el mismo efecto en este caso, decidió.

– ¿Me voy a morir, Tao?

– No todavía -sonrió él, acariciándole la cabeza.

– ¿Cuánto falta para llegar a California?

– Mucho. No pienses en eso. Ahora debes orinar.

– No, por favor -se defendió ella.

– ¿Cómo que no? ¡Tienes que hacerlo!

– ¿Delante de ti?

– Soy un "zhong yi". No puedes tener vergüenza conmigo. Ya he visto todo lo que hay por ver en tu cuerpo.

– No puedo moverme, no podré aguantar el viaje, Tao, prefiero morirme… -sollozó Eliza apoyándose en él para sentarse en la bacinilla.

– ¡Ánimo, niña! Lin dice que tienes mucho "qi" y no has llegado tan lejos para morirte a medio camino.

– ¿Quién?

– No importa.

Esa noche Tao Chi´en comprendió que no podía cuidarla solo, necesitaba ayuda. Al día siguiente, apenas las mujeres salieron de su cabina y se instalaron en la popa, como siempre hacían para lavar ropa, trenzarse el pelo y coser las plumas y mostacillas de los vestidos de su profesión, le hizo señas a Azucena Placeres para hablarle. Durante el viaje ninguna había usado sus atuendos de meretriz, se vestían con pesadas faldas oscuras y blusas sin adornos, calzaban chancletas, se arropaban por las tardes en sus mantos, se peinaban con dos trenzas a la espalda y no usaban maquillaje. Parecían un grupo de sencillas campesinas afanadas en labores domésticas. La chilena hizo un guiño de alegre complicidad a sus compañeras y lo siguió a la cocina. Tao Chi´en le entregó un gran trozo de chocolate, robado de la reserva de la mesa del capitán, y trató de explicarle su problema, pero ella nada entendía de inglés y él empezó a perder la paciencia. Azucena Placeres olió el chocolate y una sonrisa infantil iluminó su redonda cara de india. Tomó la mano del cocinero y se la puso sobre un seno, señalándole la cabina de las mujeres, desocupada a esa hora, pero él retiró su mano, cogió la de ella y la condujo a la trampa de acceso a la bodega. Azucena, entre extrañada y curiosa, se defendió débilmente, pero él no le dio oportunidad de negarse, abrió la trampa y la empujó por la escalerilla, siempre sonriendo para tranquilizarla. Durante unos instantes permanecieron en la oscuridad, hasta que encontró el farol colgado de una viga y pudo encenderlo. Azucena se reía: al fin ese chino estrafalario había entendido los términos del trato. Nunca lo había hecho con un asiático y tenía gran curiosidad por saber si su herramienta era como la de otros hombres, pero el cocinero no hizo ademán de aprovechar la privacidad, en cambio la arrastró por un brazo abriéndose camino por aquel laberinto de bultos. Ella temió que el hombre estuviera desquiciado y empezó a dar tirones para desprenderse, pero no la soltó, obligándola a avanzar hasta que el farol alumbró el cuchitril donde yacía Eliza.

– ¡Jesús, María y José! -exclamó Azucena persignándose aterrada al verla.

– Dile que nos ayude -pidió Tao Chi´en a Eliza en inglés, sacudiéndola para que se reanimara.

Eliza demoró un buen cuarto de hora en traducir balbuceando las breves instrucciones de Tao Chi´en, quien había sacado el broche de turquesas del bolsito de las joyas y lo blandía ante los ojos de la temblorosa Azucena. El trato, le dijo, consistía en bajar dos veces al día a lavar a Eliza y darle de comer, sin que nadie se enterara. Si cumplía, el broche sería suyo en San Francisco, pero si decía una sola palabra a alguien, la degollaría. El hombre se había quitado el cuchillo del cinto y se lo pasaba ante la nariz, mientras en la otra mano enarbolaba el broche, de modo que el mensaje quedara bien claro.

– ¿Entiendes?

– Dile a este chino desgraciado que entiendo y que guarde ese cuchillo, porque en un descuido me va a matar sin querer.

Durante un tiempo que pareció interminable, Eliza se debatió en los desvaríos de la fiebre, atendida por Tao Chi´en de noche y Azucena Placeres de día. La mujer aprovechaba la primera hora de la mañana y la de la siesta, cuando la mayoría de los pasajeros dormitaba, para escabullirse sigilosa a la cocina, donde Tao le entregaba la llave. Al principio bajaba a la bodega muerta de miedo, pero pronto su natural buena índole y el broche pudieron más que el susto. Empezó por refregar a Eliza con un trapo enjabonado hasta quitarle el sudor de la agonía, luego la obligaba a comer las papillas de leche con avena y los caldos de gallina con arroz reforzados con "tangkuei" que preparaba Tao Chi´en, le administraba las yerbas tal como él le ordenaba, y por propia iniciativa le daba una taza al día de infusión de "borraja". Confiaba a ciegas en ese remedio para limpiar el vientre de un embarazo; "borraja" y una imagen de la Virgen del Carmen eran lo primero que ella y sus compañeras de aventura habían colocado en sus baúles de viaje, porque sin aquellas protecciones los caminos de California podían ser muy duros de recorrer. La enferma anduvo perdida en los espacios de la muerte hasta la mañana en que atracaron en el puerto de Guayaquil, apenas un caserío medio devorado por la exuberante vegetación ecuatorial, donde pocos barcos atracaban, salvo para negociar con frutos tropicales o café, pero el capitán Katz había prometido entregar unas cartas a una familia de misioneros holandeses. Esa correspondencia llevaba en su poder más de seis meses y no era hombre capaz de eludir un compromiso. La noche anterior, en medio de un calor de hoguera, Eliza sudó la calentura hasta la última gota, durmió soñando que trepaba descalza por la refulgente ladera de un volcán en erupción y despertó ensopada, pero lúcida y con la frente fresca. Todos los pasajeros, incluyendo las mujeres, y buena parte de la tripulación descendieron por unas horas a estirar las piernas, bañarse en el río y hartarse de fruta, pero Tao Chi´en se quedó en el barco para enseñar a Eliza a encender y fumar la pipa que él llevaba en su baúl. Tenía dudas sobre la forma de tratar a la muchacha, ésa era una de las ocasiones en que hubiera dado cualquier cosa por los consejos de su sabio maestro. Comprendía la necesidad de mantenerla tranquila para ayudarla a pasar el tiempo en la prisión de la bodega, pero había perdido mucha sangre y temía que la droga le aguara la que le quedaba. Tomó la decisión vacilando, después de suplicar a Lin que vigilara de cerca el sueño de Eliza.