– Su deporte favorito es matar indios para quitarles las tierras.
– Exageras, John.
– No siempre es necesario eliminarlos a bala, basta con alcoholizarlos. Pero matarlos es mucho más divertido, claro. En todo caso, los británicos no participamos en ese pasatiempo, Mr. Todd. No nos interesa la tierra. ¿Para qué plantar papas si podemos hacer fortuna sin quitarnos los guantes?
– Aquí no faltan oportunidades para un hombre emprendedor. Todo está por hacerse en este país. Si desea prosperar vaya al norte. Hay plata, cobre, salitre, guano…
– ¿Guano?
– Mierda de pájaro -aclaró el marino.
– No entiendo nada de eso, Mr. Sommers.
– Hacer fortuna no le interesa a Mr. Todd, Jeremy. Lo suyo es la fe cristiana, ¿verdad?
– La colonia protestante es numerosa y próspera, lo ayudará. Venga mañana a mi casa. Los miércoles mi hermana Rose organiza una tertulia musical y será buena ocasión de hacer amigos. Mandaré mi coche a recogerlo a las cinco de la tarde. Se divertirá -dijo Jeremy Sommers, despidiéndose.
Al día siguiente, refrescado por una noche sin sueños y un largo baño para quitarse la rémora de sal que llevaba pegada en el alma, pero todavía con el paso vacilante por la costumbre de navegar, Jacob Todd salió a pasear por el puerto. Recorrió sin prisa la calle principal, paralela al mar y a tan corta distancia de la orilla que lo salpicaban las olas, bebió unas copas en un café y comió en una fonda del mercado. Había salido de Inglaterra en un gélido invierno de febrero y después de cruzar un eterno desierto de agua y estrellas, donde se le embrolló hasta la cuenta de sus pasados amores, llegó al hemisferio sur a comienzos de otro invierno inmisericorde. Antes de partir no se le ocurrió averiguar sobre el clima. Imaginó a Chile caliente y húmedo como la India, porque así creía que eran los países de los pobres, pero se encontró a merced de un viento helado que le raspaba los huesos y levantaba remolinos de arena y basura. Se perdió varias veces en calles torcidas, daba vueltas y más vueltas para quedar donde mismo había comenzado. Subía por callejones torturados por infinitas escaleras y orillados de casas absurdas colgadas de ninguna parte, procurando discretamente no mirar la intimidad ajena por las ventanas. Tropezó con plazas románticas de aspecto europeo coronadas por glorietas, donde bandas militares tocaban música para enamorados, y recorrió tímidos jardines pisoteados por burros. Soberbios árboles crecían a la orilla de las calles principales alimentados por aguas fétidas que bajaban de los cerros a tajo abierto. En la zona comercial era tan evidente la presencia de los británicos, que se respiraba un aire ilusorio de otras latitudes. Los letreros de varias tiendas estaban en inglés y pasaban sus compatriotas vestidos como en Londres, con los mismos paraguas negros de sepultureros. Apenas se alejó de las calles centrales, la pobreza se le vino encima con el impacto de un bofetón; la gente se veía desnutrida, somnolienta, vio soldados con uniformes raídos y pordioseros en las puertas de los templos. A las doce del día se echaron a volar al unísono las campanas de las iglesias y al instante cesó el barullo, los transeúntes se detuvieron, los hombres se quitaron el sombrero, las pocas mujeres a la vista se arrodillaron y todos se persignaron. La visión duró doce campanas y enseguida se reanudó la actividad en la calle como si nada hubiera ocurrido.
Los ingleses
El coche enviado por Sommers llegó al hotel con media hora de atraso. El conductor llevaba bastante alcohol entre pecho y espalda, pera Jacob Todd no estaba en situación de elegir. El hombre lo condujo en dirección al sur. Había llovido durante un par de horas y las calles se habían vuelto intransitables en algunos trechos, donde los charcos de agua y lodo disimulaban las trampas fatales de agujeros capaces de tragarse un caballo distraído. A los costados de la calle aguardaban niños con parejas de bueyes, preparados para rescatar los coches empantanados a cambio de una moneda, pero a pesar de su miopía de ebrio el conductor consiguió eludir los baches y pronto comenzaron a ascender una colina. Al llegar a Cerro Alegre, donde vivía la mayor parte de la colonia extranjera, el aspecto de la ciudad daba un vuelco y desaparecían las casuchas y conventillos de más abajo. El coche se detuvo ante una quinta de amplias proporciones, pero de atormentado aspecto, un engendro de torreones pretenciosos y escaleras inútiles, plantada entre los desniveles del terreno y alumbrada con tantas antorchas, que la noche había retrocedido. Salió a abrir la puerta un criado indígena con un traje de librea que le quedaba grande, recibió su abrigo y sombrero y lo condujo a una sala espaciosa, decorada con muebles de buena factura y cortinajes algo teatrales de terciopelo verde, recargada de adornos, sin un centímetro en blanco para descanso de la vista. Supuso que en Chile, como en Europa, una pared desnuda se consideraba signo de pobreza y salió del error mucho después, cuando visitó las sobrias casas de los chilenos. Los cuadros colgaban inclinados para apreciarlos desde abajo y la vista se perdía en la penumbra de los techos altos. La gran chimenea encendida con gruesos leños y varios braceros con carbón repartían un calor disparejo que dejaba los pies helados y la cabeza afiebrada. Había algo más de una docena de personas vestidas a la moda europea y varias criadas de uniforme circulando bandejas. Jeremy y John Sommers se adelantaron a saludarlo.
– Le presento a mi hermana Rose -dijo Jeremy conduciéndolo hacia el fondo del salón.
Y entonces Jacob Todd vio sentada a la derecha de la chimenea a la mujer que le arruinaría la paz del alma. Rose Sommers lo deslumbró al instante, no tanto por bonita como por segura de sí misma y alegre. Nada tenía de la grosera exuberancia del capitán ni de la fastidiosa solemnidad de su hermano Jeremy, era una mujer de expresión chispeante como si estuviera siempre lista para estallar en una risa coqueta. Cuando lo hacía, una red de finas arrugas aparecía alrededor de sus ojos y por alguna razón eso fue lo que más atrajo a Jacob Todd. No supo calcular su edad, entre veinte y treinta tal vez, pero supuso que dentro de diez años se vería igual, porque tenía buenos huesos y porte de reina. Lucía un vestido de tafetán color durazno e iba sin adornos, salvo sencillos pendientes de coral en las orejas. La cortesía más elemental indicaba que se limitara a sugerir el gesto de besar su mano, sin tocarla con los labios, pero se le turbó el entendimiento y sin saber cómo le plantó un beso. Tan inapropiado resultó aquel saludo, que durante una pausa eterna se quedaron suspendidos en la incertidumbre, él sujetando su mano como quien agarra una espada y ella mirando el rastro de saliva sin atreverse a limpiarlo para no ofender a la visita, hasta que interrumpió una chica vestida como una princesa. Entonces Todd despertó de la zozobra y al enderezarse alcanzó a percibir cierto gesto de burla que intercambiaron los hermanos Sommers. Procurando disimular, se volvió hacia la niña con una atención exagerada, dispuesto a conquistarla.
– Ésta es Eliza, nuestra protegida -dijo Jeremy Sommers.
Jacob Todd cometió la segunda torpeza.
– ¿Cómo es eso, protegida? -preguntó.
– Quiere decir que no soy de esta familia -explicó Eliza pacientemente, en el tono de quien le habla a un tonto.
– ¿No?
– Si me porto mal me mandan donde las monjas papistas.
– ¡Qué dices, Eliza¡ No le haga caso, Mr. Todd. A los niños se les ocurren cosas raras. Por supuesto que Eliza es de nuestra familia -interrumpió Miss Rose, poniéndose de pie.
Eliza había pasado el día con Mama Fresia preparando la cena. La cocina quedaba en el patio, pero Miss Rose la hizo unir a la casa mediante un cobertizo para evitar el bochorno de servir los platos fríos o salpicados de paloma. Ese cuarto renegrido por la grasa y el hollín del fogón era el reino indiscutible de Mama Fresia Gatos, perros, gansos y gallinas paseaban a su antojo por el piso de ladrillos rústicos sin encerar; allí rumiaba todo el invierno la cabra que amamantó a Eliza, ya muy anciana, que nadie se atrevió a sacrificar, porque habría sido como asesinar a una madre. A la niña le gustaba el aroma del pan crudo en los moldes cuando la levadura realizaba entre suspiros el misterioso proceso de esponjar la masa; el del azúcar de caramelo batida para decorar tortas; el del chocolate en peñascos deshaciéndose en la leche. Los miércoles de tertulia las mucamas -dos adolescentes indígenas, que vivían en la casa y trabajaban por la comida- pulían la plata, planchaban los manteles y sacaban brillo a los cristales. A mediodía mandaban al cochero a la pastelería a comprar dulces preparados con recetas celosamente guardadas desde los tiempos de la Colonia. Mama Fresia aprovechaba para colgar de un arnés de los caballos una bolsa de cuero con leche fresca, que en el trote de ida y vuelta se convertía en mantequilla.