El entusiasmo de los hombres se fue apaciguando a medida que pasaban las horas inmóviles, sumergidos en la lechosa irrealidad de la neblina. Por fin al segundo día se despejó súbitamente el cielo, pudieron levantar ancla y lanzarse con velas desplegadas a la última etapa del largo viaje. Pasajeros y tripulantes salieron a cubierta para admirar la estrecha apertura del Golden Gate, seis millas de navegación impulsados por el viento de abril, bajo un cielo diáfano. A ambos lados se alzaban cerros costaneros coronados de bosques, cortados como una herida por el trabajo eterno de las olas, atrás quedaba el océano Pacífico y al frente se extendía la espléndida bahía como un lago de aguas de plata. Una salva de exclamaciones saludó el fin de la ardua travesía y el principio de la aventura del oro para esos hombres y mujeres, así como para los veinte tripulantes, quienes decidieron en ese mismo instante abandonar la nave a su suerte y lanzarse ellos también a las minas. Los únicos impasibles fueron el capitán holandés Vincent Katz, quien permaneció en su puesto junto al timón sin revelar ni la menor emoción porque el oro no lo conmovía, sólo deseaba regresar a Amsterdam a tiempo para pasar la Navidad con su familia, y Eliza Sommers en el vientre del velero, quien no supo que habían llegado hasta muchas horas más tarde.
Lo primero que asombró a Tao Chi´en al entrar a la bahía, fue un bosque de mástiles a su derecha. Era imposible contarlos, pero calculó más de cien barcos abandonados en un desorden de batalla. Cualquier peón en tierra ganaba en un día más que un marinero en un mes de navegación; los hombres no sólo desertaban por el oro, también por la tentación de hacer dinero cargando sacos, horneando pan o forjando herraduras. Algunas embarcaciones vacías se alquilaban como bodegas o improvisados hoteles, otras se deterioraban cubiertas de algas marinas y nidos de gaviotas. Una segunda mirada reveló a Tao Chi´en la ciudad tendida como un abanico en las laderas de los cerros, un revoltijo de tiendas de campaña, cabañas de tablas y cartón y algunos edificios sencillos, pero de buena factura, los primeros en aquella naciente población. Después de botar el ancla acogieron al primer bote, que no fue de la capitanía del puerto, como supusieron, sino de un chileno presuroso por dar la bienvenida a sus compatriotas y recoger el correo. Era Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, quien había cambiado su resonante nombre por Felix Cross, para que los yanquis pudieran pronunciarlo. A pesar de que varios viajeros eran sus amigos personales, nadie lo reconoció, porque del petimetre con levita y bigote engominado que habían visto por última vez en Valparaíso, nada quedaba; ante ellos apareció un cavernícola hirsuto, con la piel curtida de un indio, ropa de montañés, botas rusas hasta medio muslo y dos pistolones al cinto, acompañado por un negro de aspecto igualmente salvaje, también armado como un bandolero. Era un esclavo fugitivo que al pisar California se había convertido en hombre libre, pero como no fue capaz de soportar las penurias de la minería, prefirió ganarse la vida como matón a sueldo. Cuando Feliciano se identificó fue recibido con gritos de entusiasmo y llevado prácticamente en andas hasta la primera cámara, donde los pasajeros en masa le pidieron noticias. Su único interés consistía en saber si el mineral abundaba como decían, a lo cual replicó que había mucho más y produjo de su bolsa una sustancia amarilla en forma de caca aplastada y anunció que era una pepa de medio kilo de peso y estaba dispuesto a canjearla mano a mano por todo el licor de a bordo, pero no hubo trato porque sólo quedaban tres botellas, el resto había sido consumido en el viaje. La pepa había sido hallada, dijo, por los bravos mineros traídos de Chile, que ahora laboraban para él en los márgenes del Río Americano. Una vez que brindaron con la última reserva de alcohol y el chileno recibió las cartas de su mujer, procedió a informarles sobre cómo sobrevivir en esa región.
– Hace unos meses teníamos un código de honor y hasta los peores rufianes se comportaban con decencia. Se podía dejar el oro en una carpa sin vigilancia, nadie lo tocaba, pero ahora todo ha cambiado. Impera la ley de la selva, la única ideología es la codicia. No se separen de sus armas y anden en parejas o en grupos, esto es tierra de forajidos -explicó.
Varios botes habían rodeado la nave, tripulados por hombres que proponían a gritos diversos tratos, decididos a comprar cualquier cosa, pues en tierra la vendían en cinco veces su valor. Pronto los incautos viajeros descubrirían el arte de la especulación. En la tarde apareció el capitán del puerto acompañado de un agente de aduana y atrás dos botes con varios mexicanos y un par de chinos que se ofrecieron para trasladar la carga del barco al muelle. Cobraban una fortuna, pero no había alternativa. El capitán de puerto no demostró intención alguna de revisar pasaportes o averiguar la identidad de los pasajeros.
– ¿Documentos? ¡Nada de eso! Han llegado al paraíso de la libertad. Aquí no existe el papel sellado -anunció.
Las mujeres, en cambio, le interesaron vivamente. Se vanagloriaba de ser el primero en catar a todas y cada una de las que desembarcaban en San Francisco, aunque no eran tantas como desearía. Contó que las primeras en aparecer por la ciudad, hacía ya varios meses, fueron recibidas por una muchedumbre de hombres eufóricos, que hicieron cola por horas para ocupar su turno a precio de oro en polvo, en pepitas, en monedas y hasta en lingotes. Se trataba de dos valientes muchachas yanquis, quienes habían hecho el viaje desde Boston cruzando al Pacífico por el Istmo de Panamá. Remataron sus servicios al mejor postor, ganando en un día los ingresos normales de un año. Desde entonces habían llegado más de quinientas, casi todas mexicanas, chilenas y peruanas, salvo unas cuantas norteamericanas y francesas, aunque su número resultaba insignificante comparado con la creciente invasión de hombres jóvenes y solos.
Azucena Placeres no oyó las noticias del yanqui, porque Tao Chi´en la llevó a la bodega apenas se enteró de la presencia del agente de aduana. No podría bajar a la muchacha en un saco al hombro de un estibador, como había subido, porque seguramente los bultos serían revisados. Eliza se sorprendió al verlo, ambos estaban irreconocibles: él lucía blusón y pantalones recién lavados, su apretada trenza brillaba como aceitada y se había afeitado cuidadosamente hasta el último pelo de la frente y la cara, mientras Azucena Placeres había cambiado su ropa de campesina por atuendos de batalla y llevaba un vestido azul con plumas en el escote, un peinado alto coronado por un sombrero y carmín en labios y mejillas.
– Terminó el viaje y aún estás viva, niña -le anunció alegremente.
Pensaba prestar a Eliza uno de sus rumbosos vestidos y sacarla del barco como si fuera una más de su grupo, idea nada descabellada, pues seguramente ése sería su único oficio en tierra firme, como explicó.