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– Vengo a casarme con mi novio -replicó Eliza por centésima vez.

– No hay novio que valga en este caso. Si para comer, hay que vender el poto, se vende. No puedes fijarte en detalles a estas alturas, niña.

Tao Chi´en las interrumpió. Si durante dos meses había siete mujeres a bordo, no podían bajar ocho, razonó. Se había fijado en el grupo de mexicanos y chinos que habían subido a bordo para descargar y que esperaba en cubierta las órdenes del capitán y del agente de aduana. Le indicó a Azucena que peinara el largo cabello de Eliza en una coleta como la suya, mientras él iba a buscar una muda de su propia ropa. Vistieron a la chica con unos pantalones, un blusón amarrado a la cintura con una cuerda y un sombrero de paja aparasolado. En esos dos meses chapoteando en los médanos del infierno, Eliza había perdido peso y se veía escuálida y pálida como papel de arroz. Con las ropas de Tao Chi´en, muy grandes para ella, parecía un niño chino desnutrido y triste. Azucena Placeres la envolvió en sus robustos brazos de lavandera y le plantó un beso emocionado en la frente. Le había tomado cariño y en el fondo se alegraba que tuviera un novio esperándola, porque no podía imaginarla sometida a las brutalidades de la vida que ella soportaba.

– Te ves como una lagartija -se rió Azucena Placeres.

– ¿Y si me descubren?

– ¿Qué es lo peor que puede pasar? Que Katz te obligue a pagar el pasaje. Puedes pagarlo con tus joyas, ¿no es para eso que las tienes? -opinó la mujer.

– Nadie debe saber que estás aquí. Así el capitán Sommers no te buscará en California -dijo Tao Chi´en.

– Si me encuentra, me llevará de vuelta a Chile.

– ¿Para qué? De todos modos ya estás deshonrada. Los ricos no aguantan eso. Tu familia debe estar muy contenta de que hayas desaparecido, así no tendrán que echarte a la calle.

– ¿Sólo eso? En China te matarían por lo que has hecho.

– Bueno, chino, no estamos en tu país. No asustes a la chiquilla. Puedes salir tranquila, Eliza. Nadie se fijará en ti. Estarán distraídos mirándome a mí -le aseguró Azucena Placeres, despidiéndose en un remolino de plumas azules, con el broche de turquesas prendido en el escote.

Así fue. Las cinco chilenas y las dos peruanas, en sus más exuberantes atuendos de conquista, fueron el espectáculo del día. Bajaron a los botes por escalas de cuerda, precedidas por siete afortunados marineros, quienes se habían rifado el privilegio de sostener sobre la cabeza las posaderas de las mujeres, en medio de un coro de rechiflas y aplausos de centenares de curiosos amontonados en el puerto para recibirlas. Nadie prestó atención a los mexicanos y a los chinos que, como una fila de hormigas, se pasaban los bultos de mano en mano. Eliza ocupó uno de los últimos botes junto a Tao Chi´en, quien anunció a sus compatriotas que el muchacho era sordomudo y un poco imbécil, así es que resultaba inútil intentar comunicarse con él.

Argonautas

Tao Chi´en y Eliza Sommers pusieron por primera vez los pies en San Francisco a las dos de la tarde de un martes de abril de 1849. Para entonces millares de aventureros habían pasado brevemente por allí rumbo a los placeres. Un viento pertinaz dificultaba la marcha, pero el día estaba despejado y pudieron apreciar el panorama de la bahía en su espléndida belleza. Tao Chi´en presentaba un aspecto estrambótico con su maletín de médico, del cual jamás se separaba, un atado a la espalda, sombrero de paja y un "sarape" de lanas multicolores comprado a uno de los cargadores mexicanos. En esa ciudad, sin embargo, la facha era lo de menos. A Eliza le temblaban las piernas, que no había usado en dos meses y se sentía tan mareada en tierra firme como antes lo había estado en el mar, pero la ropa de hombre le daba una libertad desconocida, nunca se había sentido tan invisible. Una vez que se repuso de la impresión de estar desnuda, pudo disfrutar de la brisa metiéndose por las mangas de la blusa y por los pantalones. Acostumbrada a la prisión de las enaguas, ahora respiraba a todo pulmón. A duras penas lograba cargar la pequeña maleta con los primorosos vestidos que Miss Rose había preparado con la mejor intención y al verla vacilando, Tao Chi´en se la quitó y se la puso al hombro. La manta de Castilla enrollada bajo el brazo pesaba tanto como la maleta, pero ella comprendió que no podía dejarla, sería su más preciada posesión por la noche. Con la cabeza baja, escondida bajo su sombrero de paja, avanzaba a tropezones en la pavorosa anarquía del puerto. El villorrio de Yerba Buena, fundado por una expedición española en 1769, contaba con menos de quinientos habitantes, pero apenas se corrió la voz del oro empezaron a llegar los aventureros. En pocos meses aquel pueblito inocente despertó con el nombre de San Francisco y su fama alcanzó hasta el último confín del mundo. No era todavía una verdadera ciudad, sino apenas un gigantesco campamento de hombres de paso.

La fiebre del oro no dejó a nadie indiferente: herreros, carpinteros, maestros, médicos, soldados, fugitivos de la ley, predicadores, panaderos, revolucionarios y locos mansos de variados pelajes habían dejado atrás familia y posesiones para cruzar medio mundo en pos de la aventura. "Buscan oro y por el camino pierden el alma", había repetido incansable el capitán Katz en cada uno de los breves oficios religiosos que imponía los domingos a los pasajeros y la tripulación del "Emilia", pero nadie le hacía caso, ofuscados por la ilusión de una riqueza súbita capaz de cambiar sus vidas. Por primera vez en la historia el oro se encontraba tirado por el suelo sin dueño, gratis y abundante, al alcance de cualquiera resuelto a recogerlo. De las más lejanas orillas llegaban los argonautas: europeos escapando de guerras, pestes y tiranías; yanquis ambiciosos y corajudos; negros en pos de libertad; oregoneses y rusos vestidos con pieles, como indios; mexicanos, chilenos y peruanos; bandidos australianos; hambrientos campesinos chinos que arriesgaban la cabeza por violar la prohibición imperial de abandonar su patria. En los enlodados callejones de San Francisco se mezclaban todas las razas.

Las calles principales, trazadas como amplios semicírculos cuyos extremos tocaban la playa, estaban cortadas por otras rectas que descendían de los cerros abruptos y terminaban en el muelle, algunas tan empinadas y llenas de barro, que ni las mulas lograban treparlas. De repente soplaba un viento de tempestad, levantando torbellinos de polvo y arena, pero al poco rato el aire volvía a estar calmo y el cielo límpido. Ya existían varios edificios sólidos y docenas en construcción, incluso algunos que se anunciaban como futuros hoteles de lujo, pero el resto era un amasijo de viviendas provisorias, barracas, casuchas de planchas de hierro, madera o cartón, tiendas de lona y cobertizos de paja. Las lluvias del reciente invierno habían convertido el muelle en un pantano, los escasos vehículos se atascaban en el barro y se requerían tablones para cruzar las zanjas cubiertas de basura, millares de botellas rotas y otros desperdicios. No existían acequias ni alcantarillas y los pozos estaban contaminados; el cólera y la disentería causaban mortandad, salvo entre los chinos, que por costumbre tomaban té, y los chilenos, criados con el agua infecta de su país e inmunes, por lo tanto, a las bacterias menores. La heterogénea muchedumbre pululaba presa de una actividad frenética, empujando y tropezando con materiales de construcción, barriles, cajones, burros y carretones. Los cargadores chinos balanceaban sus cargas en los extremos de una pértiga, sin fijarse a quienes golpeaban al pasar; los mexicanos, fuertes y pacientes, se echaban a la espalda el equivalente a su propio peso y subían los cerros trotando; los malayos y los hawaianos aprovechaban cualquier pretexto para iniciar una pelea; los yanquis se metían a caballo en los improvisados negocios, despachurrando a quien se pusiera por delante; los californios nacidos en la región exhibían ufanos hermosas chaquetas bordadas, espuelas de plata y sus pantalones abiertos a los lados con doble hilera de botones de oro desde la cintura hasta las botas. El griterío de peleas o accidentes, contribuía al barullo de martillazos, sierras y picotas. Se oían tiros con aterradora frecuencia, pero nadie se alteraba por un muerto más o menos, en cambio el hurto de una caja de clavos atraía de inmediato a un grupo de indignados ciudadanos dispuestos a hacer justicia por sus manos. La propiedad era mucho más valiosa que la vida, cualquier robo superior a cien dólares se pagaba con la horca. Abundaban las casas de juego, los bares y los "saloons", decorados con imágenes de hembras desnudas, a falta de mujeres de verdad. En las carpas se vendía de un cuanto hay, sobre todo licor y armas, a precios exuberantes porque nadie tenía tiempo de regatear. Los clientes pagaban casi siempre en oro sin detenerse a recoger el polvo que quedaba adherido a las pesas. Tao Chi´en decidió que la famosa "Gum San", la Montaña Dorada de la cual tanto había oído hablar, era un infierno y calculó que a esos precios sus ahorros alcanzarían para muy poco. La bolsita de joyas de Eliza sería inútil, pues la única moneda aceptable era el metal puro.