Eliza se abría paso en la turba como mejor podía, pegada a Tao Chi´en y agradecida de su ropa de hombre, porque no se vislumbraban mujeres por parte alguna. Las siete viajeras del "Emilia" habían sido conducidas en andas a uno de los muchos "saloons", donde sin duda ya empezaban a ganar los doscientos setenta dólares del pasaje que le debían al capitán Vincent Katz. Tao Chi´en había averiguado con los cargadores que la ciudad estaba dividida en sectores y cada nacionalidad ocupaba un vecindario. Le advirtieron que no se acercara al lado de los rufianes australianos, donde podían atacarlos por simple afán de diversión, y le señalaron la dirección de un amontonamiento de carpas y casuchas donde vivían los chinos. Hacia allá echó a andar.
– ¿Cómo voy a encontrar a Joaquín en esta pelotera? -preguntó Eliza, sintiéndose perdida e impotente.
– Si hay barrio chino, debe haber barrio chileno. Búscalo.
– No pienso separarme de ti, Tao.
– En la noche yo vuelvo al barco -le advirtió él.
– ¿Para qué? ¿No te interesa el oro?
Tao Chi´en apuró el paso y ella ajustó el suyo para no perderlo de vista. Así llegaron al barrio chino -"Little Canton", como lo llamaban- un par de calles insalubres, donde él se sintió de inmediato como en su casa porque no se veía una sola cara de "fan güey", el aire estaba impregnado de los olores deliciosos de la comida de su país y se oían varios dialectos, principalmente cantonés. Para Eliza en cambio, fue como trasladarse a otro planeta, no entendía una sola palabra y le parecía que todo el mundo estaba furioso, porque gesticulaban a gritos. Allí tampoco vio mujeres, pero Tao le señaló un par de ventanucos con barrotes por donde asomaban unos rostros desesperados. Llevaba dos meses sin estar con una mujer y ésas lo llamaban, pero conocía demasiado bien los estragos de los males venéreos como para correr el riesgo con una de tan baja estopa. Eran muchachas campesinas compradas por unas monedas y traídas desde las más remotas provincias de China. Pensó en su hermana, vendida por su padre, y una oleada de náusea lo dobló en dos.
– ¿Qué te pasa, Tao?
– Malos recuerdos… Esas muchachas son esclavas.
– ¿No dicen que en California no hay esclavos?
Entraron a un restaurante, señalado con las tradicionales cintas amarillas. Había un largo mesón atestado de hombres que codo a codo devoraban de prisa. El ruido de los palillos contra las escudillas y la conversación a viva voz sonaban a música en los oídos de Tao Chi´en. Esperaron de pie en doble fila hasta que lograron sentarse. No era cosa de elegir, sino de aprovechar lo que cayera al alcance de la mano. Se requería pericia para atrapar el plato al vuelo antes que otro más avispado lo interceptara, pero Tao Chi´en consiguió uno para Eliza y otro para él. Ella observó desconfiada un líquido verdoso, donde flotaban hilachas pálidas y moluscos gelatinosos. Se jactaba de reconocer cualquier ingrediente por el olor, pero aquello ni siquiera le pareció comestible, tenía aspecto de agua de pantano con guarisapos, pero ofrecía la ventaja de no requerir palillos, podía sorberse directamente del tazón. El hambre pudo más que la sospecha y se atrevió a probarlo, mientras a su espalda una hilera de parroquianos impacientes la apuraba a gritos. El platillo resultó delicioso y de buena gana hubiera comido más, pero Tao Chi´en no le dio tiempo y cogiéndola de un brazo la sacó afuera. Ella lo siguió primero a recorrer las tiendas del barrio para reponer los productos medicinales de su maletín y hablar con el par de yerbateros chinos que operaban en la ciudad, y luego hasta un garito de juego, de los muchos que había en cada cuadra. Era éste un edificio de madera con pretensiones de lujo y decorado con pinturas de mujeres voluptuosas a medio vestir. El oro en polvo se pesaba para cambiarlo por monedas, a dieciséis dólares por onza, o simplemente se depositaba la bolsa completa sobre la mesa. Americanos, franceses y mexicanos constituían la mayoría de los clientes, pero también había aventureros de Hawai, Chile, Australia y Rusia. Los juegos más populares eran el "monte" de origen mexicano, "lasquenet" y "vingt-et-un". Como los chinos preferían el "fan tan" y arriesgaban apenas unos centavos, no eran bienvenidos a las mesas de juego caro. No se veía un solo negro jugando, aunque había algunos tocando música o sirviendo mesas; más tarde supieron que si entraban a los bares o garitos recibían un trago gratis y luego debían irse o los sacaban a tiros. Había tres mujeres en el salón, dos jóvenes mexicanas de grandes ojos chispeantes, vestidas de blanco y fumando un cigarrito tras otro, y una francesa con un apretado corsé y espeso maquillaje, algo madura y bonita. Recorrían las mesas incitando al juego y a la bebida y solían desaparecer con frecuencia del brazo de algún cliente tras una pesada cortina de brocado rojo. Tao Chi´en fue informado que cobraban una onza de oro por su compañía en el bar durante una hora y varios cientos de dólares por pasar la noche entera con un hombre solitario, pero la francesa era más cara y no trataba con chinos o negros.
Eliza, desapercibida en su papel de muchacho oriental, se sentó en un rincón, extenuada, mientras él conversaba con uno y otro averiguando detalles del oro y de la vida en California. A Tao Chi´en protegido por el recuerdo de Lin, le resultaba más soportable la tentación de las mujeres que la del juego. El sonido de las fichas del "fan tan" y de los dados contra la superficie de las mesas lo llamaba con voz de sirena. La visión de las barajas de naipes en manos de los jugadores lo hacía sudar, pero se abstuvo, fortalecido por la convicción de que la buena suerte lo abandonaría para siempre si rompía su promesa. Años más tarde, después de múltiples aventuras, Eliza le preguntó a qué buena suerte se refería y él, sin pensarlo dos veces, respondió que a la de estar vivo y haberla conocido. Esa tarde se enteró que los placeres se encontraban en los ríos Sacramento, Americano, San Joaquín y en sus centenares de estuarios, pero los mapas no eran de fiar y las distancias tremendas. El oro fácil de la superficie empezaba a escasear. Cierto, no faltaban mineros afortunados que tropezaban con una pepa del tamaño de un zapato, pero la mayoría se conformaba con un puñado de polvo conseguido con un esfuerzo desmesurado. Mucho se hablaba del oro, le dijeron, pero poco del sacrificio para obtenerlo. Se necesitaba una onza diaria para hacer alguna ganancia, siempre que uno estuviera dispuesto a vivir como perro, porque los precios eran extravagantes y el oro se iba en un abrir y cerrar de ojos. En cambio los mercaderes y prestamistas se hacían ricos, como un paisano dedicado a lavar ropa, quien en pocos meses pudo construirse una casa de material sólido y ya estaba pensando regresar a China, comprar varias esposas y dedicarse a producir hijos varones, o el otro que prestaba dinero en un garito a diez por ciento de interés por hora, es decir, más de ochenta y siete mil por año. Le confirmaron historias fabulosas de pepas enormes, de polvo en abundancia mezclado con arena, de vetas en piedras de cuarzo, de mulas que desprendían un peñasco con las patas y debajo aparecía un tesoro, pero para hacerse rico se requería trabajo y suerte. A los yanquis les faltaba paciencia, no sabían trabajar en equipo, los vencía el desorden y la codicia. Mexicanos y chilenos sabían de minería, pero gastaban mucho; oregoneses y rusos perdían su tiempo peleando y bebiendo. Los chinos en cambio, sacaban provecho por pobre que fuera su pertenencia, porque eran frugales, no se embriagaban y laboraban como hormigas dieciocho horas sin descanso ni lamentos. Los "fan güey" se indignaban con el éxito de los chinos, le advirtieron, era necesario disimular, hacerse los tontos, no provocarlos, o si no lo pasaría tan mal como los orgullosos mexicanos. Sí, le informaron, existía un campamento de chilenos; quedaba algo apartado del centro de la ciudad, en la puntilla de la derecha, y se llamaba Chilecito, pero ya era muy tarde para aventurarse por esos lados sin más compañía que su hermano retardado.