– Yo vuelvo al barco -le anunció Tao Chi´en a Eliza cuando por fin salieron del garito.
– Me siento mareada, como si me fuera a caer.
– Has estado muy enferma. Necesitas comer bien y descansar.
– No puedo hacer esto sola, Tao. Por favor, no me dejes todavía…
– Tengo un contrato, el capitán me hará buscar.
– ¿Y quién cumplirá la orden? Todos los barcos están abandonados. No queda nadie a bordo. Ese capitán podrá desgañitarse gritando y ninguno de sus marineros regresará.
¿Qué voy a hacer con ella? se preguntó Tao Chi´en en voz alta y en cantonés. Su trato terminaba en San Francisco, pero no se hallaba capaz de abandonarla a su suerte en ese lugar. Estaba atrapado, al menos hasta que ella estuviera más fuerte, se conectara con otros chilenos o diera con el paradero de su escurridizo enamorado. No sería difícil, supuso. Por confuso que pareciera San Francisco, para los chinos no había secretos en ninguna parte, bien podía esperar hasta el día siguiente y acompañarla a Chilecito. Había caído la oscuridad, dando al lugar un aspecto fantasmagórico. Las viviendas eran casi todas de lona y las lámparas en el interior las volvían transparentes y luminosas como diamantes. Las antorchas y fogatas en las calles y la música de los garitos de juego contribuían a la impresión de irrealidad. Tao Chi´en buscó hospedaje para pasar la noche y dio con un gran galpón de unos veinticinco metros de largo por ocho de ancho, fabricado de tablas y planchas metálicas rescatadas de los barcos encallados y coronado por un letrero de hotel. Adentro había dos pisos de literas elevadas, simples repisas de madera donde podía tenderse un hombre encogido, con un mesón al fondo donde se vendía licor. No existían ventanas y el único aire para respirar entraba por las ranuras entre las planchas de las paredes. Por un dólar se adquiría el derecho a pernoctar y había que traer su ropa de cama. Los primeros en llegar ocupaban las literas, los demás aterrizaban por el suelo, pero a ellos no les dieron una, aunque había desocupadas, porque eran chinos. Se echaron en el suelo de tierra con el bulto de ropa por almohada, el "sarape" y la manta de Castilla por único abrigo. Pronto se llenó de hombres de varias razas y cataduras, que se tendían unos junto a otros en apretadas filas, vestidos y con sus armas a la mano. La pestilencia de mugre, tabaco y efluvios humanos, más los ronquidos y las voces destempladas de los que se perdían en sus pesadillas, hacían difícil el sueño, pero Eliza estaba tan cansada que no supo cómo pasaron las horas. Despertó al amanecer tiritando de frío, acurrucada contra la espalda de Tao Chi´en, y entonces descubrió su aroma de mar. En el barco se confundía con el agua inmensa que los rodeaba, pero esa noche supo que era la fragancia peculiar del cuerpo de ese hombre. Cerró los ojos, se apretó más a él y pronto volvió a dormirse.
Al día siguiente ambos partieron en busca de Chilecito, que ella reconoció al punto porque una bandera chilena flameaba oronda en lo alto de un palo y porque la mayoría de los hombres llevaba los típicos sombreros "maulinos" en forma de cono. Eran alrededor de ocho o diez manzanas atiborradas de gente, incluso algunas mujeres y niños que habían viajado con los hombres, todos dedicados a algún oficio o negocio. Las viviendas eran tiendas de campaña, chozas y casuchas de tabla rodeadas por un revoltijo de herramientas y basura, también había restaurantes, improvisados hoteles y burdeles. Calculaban en un par de miles a los chilenos instalados en el barrio, pero nadie los había contado y en realidad era sólo un lugar de paso para los recién llegados. Eliza se sintió feliz al escuchar la lengua de su país y ver un letrero en una harapienta tienda de lona anunciando "pequenes" y "chunchules". Se acercó y, disimulando su acento chileno, pidió una ración de los segundos. Tao Chi´en se quedó mirando aquel extraño alimento, servido en un trozo de papel de periódico a falta de plato, sin saber qué diablos era. Ella le explicó que se trataba de tripas de cerdo fritas en grasa.
– Ayer yo me comí tu sopa china. Hoy tú te comes mis "chunchules" chilenos -le ordenó.
– ¿Cómo es que hablan castellano, chinos? -inquirió el vendedor amablemente.
– Mi amigo no habla, sólo yo porque estuve en Perú -replicó Eliza.
– ¿Y qué buscan por aquí?
– A un chileno, se llama Joaquín Andieta.
– ¿Para qué lo buscan?
– Tenemos un mensaje para él. ¿Lo conoce?
– Por aquí ha pasado mucha gente en los últimos meses. Nadie se queda más de unos días, ligerito parten a los placeres. Algunos vuelven, otros no.
– ¿Y Joaquín Andieta.
– No me acuerdo, pero voy a preguntar.
Eliza y Tao Chi´en se sentaron a comer a la sombra de un pino. Veinte minutos más tarde volvió el vendedor de comida acompañado de un hombre con aspecto de indio nortino, de piernas cortas y espaldas anchas, quien dijo que Joaquín Andieta, había partido en dirección a los placeres de Sacramento hacía por lo menos un par de meses, aunque allí nadie se fijaba en calendarios ni llevaba la cuenta de las andanzas ajenas.
– Nos vamos para Sacramento, Tao -decidió Eliza apenas se alejaron de Chilecito.
– No puedes viajar todavía. Debes descansar un tiempo.
– Descansaré allá, cuando lo encuentre.
– Prefiero volver con el capitán Katz. California no es el lugar para mí.
– ¿Qué pasa contigo? ¿Tienes sangre de horchata? En el barco no queda nadie, sólo ese capitán con su Biblia. ¡Todo el mundo anda buscando oro y tú piensas seguir de cocinero por un sueldo miserable!
– No creo en la fortuna fácil. Quiero una vida tranquila.
– Bueno, si no es el oro, habrá otra cosa que te interese…
– Aprender.
– ¿Aprender qué? Ya sabes mucho.
– ¡Me falta todo por aprender!
– Entonces has llegado al sitio perfecto. Nada sabes de este país. Aquí se necesitan médicos. ¿Cuántos hombres crees que hay en las minas? ¡Miles! Y todos necesitan un doctor. Ésta es la tierra de las oportunidades, Tao. Ven conmigo a Sacramento. Además, si no vienes conmigo no llegaré muy lejos…
Por un precio de ganga, dadas las funestas condiciones de la embarcación, Tao Chi´en y Eliza partieron rumbo al norte, recorriendo la extensa bahía de San Francisco. La barca iba repleta de viajeros con sus complicados equipajes de minería, nadie podía moverse en aquel reducido espacio atestado de cajones, herramientas, canastos y sacos con provisiones, pólvora y armas. El capitán y su segundo eran un par de yanquis de mala catadura, pero buenos navegantes y generosos con los escasos alimentos y hasta con sus botellas de licor. Tao Chi´en negoció con ellos el pasaje de Eliza y a él le permitieron canjear el costo del viaje por sus servicios de marinero. Los pasajeros, todos con sus pistolones al cinto, además de cuchillos o navajas, escasamente se dirigieron la palabra durante el primer día, salvo para insultarse por algún codazo o patada, inevitables en aquella apretura. Al amanecer del segundo día, después de una larga noche fría y húmeda anclados cerca de la orilla ante la imposibilidad de navegar a oscuras, cada cual se sentía rodeado de enemigos. Las barbas crecidas, la suciedad, la comida execrable, los mosquitos, el viento y la corriente en contra, contribuían a irritar los ánimos. Tao Chi´en, el único sin planes ni metas, aparecía perfectamente sereno y cuando no lidiaba con la vela admiraba el panorama extraordinario de la bahía. Eliza en cambio iba desesperada en su papel de muchacho sordomudo y tonto. Tao Chi´en la presentó brevemente como su hermano menor y logró acomodarla en un rincón más o menos protegido del viento, donde ella permaneció tan quieta y callada, que al poco rato nadie se acordaba de su existencia. Su manta de Castilla estilaba agua, tiritaba de frío y tenía las piernas dormidas, pero la fortalecía la idea de aproximarse por minutos a Joaquín. Se tocaba el pecho donde iban las cartas de amor y en silencio las recitaba de memoria. Al tercer día los pasajeros habían perdido buena parte de la agresividad y yacían postrados en sus ropas mojadas, algo borrachos y bastante desanimados.