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– ¿Por qué no cobras a los criminales? -le preguntó Eliza.

– Porque prefiero que me deban un favor -replicó él.

Tao Chi´en parecía dispuesto a establecerse. No se lo dijo a su amiga, pero no deseaba moverse para dar tiempo a Lin de encontrarlo. Su mujer no se había comunicado con él en varias semanas. Eliza, en cambio, contaba las horas, ansiosa por continuar viaje, y a medida que transcurrían los días la dominaban sentimientos encontrados por su compañero de aventuras. Agradecía su protección y la forma en que la cuidaba, pendiente de que se alimentara bien, abrigándola por las noches, administrándole sus yerbas y agujas para fortalecer el "qi", como decía, pero la irritaba su calma, que confundía con falta de arrojo. La expresión serena y la sonrisa fácil de Tao Chi´en la cautivaban a ratos y en otros la molestaban. No entendía su absoluta indiferencia por tentar fortuna en las minas, mientras todos a su alrededor, especialmente sus compatriotas chinos, no pensaban en otra cosa.

– A ti tampoco te interesa el oro -replicó imperturbable, cuando ella se lo reprochó.

– ¡Yo vine por otra cosa! ¿Por qué viniste tú?

– Porque era marinero. No pensaba quedarme hasta que tú me lo pediste.

– No eres marinero, eres médico.

– Aquí puedo volver a ser médico, al menos por un tiempo. Tenías razón, hay mucho que aprender en este lugar.

En eso andaba por esos días. Se puso en contacto con indígenas para averiguar sobre las medicinas de sus chamanes. Eran escuálidos grupos de indios vagabundos, cubiertos por mugrientas pieles de coyotes y andrajos europeos, quienes en la estampida del oro habían perdido todo. Iban de aquí para allá con sus mujeres cansadas y sus niños hambrientos, procurando lavar oro de los ríos en sus finos canastos de mimbre, pero apenas descubrían un lugar propicio, los echaban a tiros. Cuando los dejaban en paz, formaban sus pequeñas aldeas de chozas o tiendas y se instalaban por un tiempo, hasta que los obligaban a partir de nuevo. Se familiarizaron con el chino, lo recibían con muestras de respeto, porque lo consideraban un "medicine man" -hombre sabio- y les gustaba compartir sus conocimientos. Eliza y Tao Chi´en se sentaban con ellos en un círculo en torno a un hueco, donde cocinaban con piedras calientes una papilla de bellotas, o asaban semillas del bosque y saltamontes, que a Eliza le parecían deliciosos. Después fumaban, conversando en una mezcla de inglés, señales y las pocas palabras en la lengua nativa que habían aprendido. Por aquellos días desaparecieron misteriosamente unos mineros yanquis y aunque no encontraron los cuerpos, sus compañeros acusaron a los indios de asesinarlos y en represalia tomaron por asalto una aldea, hicieron cuarenta prisioneros entre mujeres y niños y como escarmiento ejecutaron a siete de los hombres.

– Si así tratan a los indios, que son dueños de esta tierra, seguro que a los chinos los tratan mucho peor, Tao. Tienes que hacerte invisible, como yo -dijo Eliza aterrada cuando se enteró de lo ocurrido.

Pero Tao Chi´en no tenía tiempo para aprender trucos de invisibilidad, estaba ocupado estudiando las plantas. Hacía largas excursiones a recolectar muestras para compararlas con las que se usaban en China. Alquilaba un par de caballos o caminaba millas a pie bajo un sol inclemente, llevando a Eliza de intérprete, para llegar a los ranchos de los mexicanos, que habían vivido por generaciones en esa región y conocían la naturaleza. Habían perdido California en la guerra contra los Estados Unidos hacía muy poco y esos grandes ranchos, que antes albergaban centenares de peones en un sistema comunitario, empezaban a desmoronarse. Los tratados entre los países quedaron en tinta y papel. Al comienzo los mexicanos, que sabían de minería, enseñaron a los recién llegados los procedimientos para obtener oro, pero cada día llegaban más forasteros a invadir el territorio que sentían suyo. En la práctica los gringos los despreciaban, tanto como a los de cualquier otra raza. Comenzó una persecución incansable contra los hispánicos, les negaban el derecho a explotar las minas porque no eran americanos, pero aceptaban como tales a convictos de Australia y aventureros europeos. Miles de peones sin trabajo tentaban suerte en la minería, pero cuando el hostigamiento de los gringos se volvía intolerable, emigraban hacia el sur o se convertían en malhechores. En algunas de las rústicas viviendas de las familias que quedaban, Eliza podía pasar un rato en compañía femenina, un lujo raro que le devolvía por escasos momentos la tranquila felicidad de los tiempos en la cocina de Mama Fresia. Eran la únicas ocasiones en que salía de su obligatorio mutismo y hablaba en su idioma. Esas madres fuertes y generosas, que trabajaban codo a codo con sus hombres en las tareas más pesadas y estaban curtidas por el esfuerzo y la necesidad, se conmovían ante aquel muchacho chino de aspecto tan frágil, maravilladas de que hablara español como una de ellas. Le entregaban gustosas los secretos de naturaleza usados por siglos para aliviar diversos males y, de paso, las recetas de sus sabrosos platos, que ella anotaba en sus cuadernos, segura de que tarde o temprano le serían valiosos. Entretanto el "zhong yi" encargó a San Francisco medicinas occidentales que su amigo Ebanizer Hobbs le había enseñado a usar en Hong Kong. También limpió un pedazo de terreno junto a la cabaña, lo cercó para defenderlo de los venados y plantó las yerbas básicas de su oficio.

– ¡Por Dios, Tao! ¿Piensas quedarte aquí hasta que broten estas matas raquíticas? -clamaba Eliza exasperada al ver los tallos desmayados y la hojas amarillas, sin obtener por respuesta más que un gesto vago.

Sentía que cada día transcurrido la alejaba de su destino, que Joaquín Andieta se internaba más y más en aquella región desconocida, tal vez rumbo a las montañas, mientras ella perdía su tiempo en Sacramento haciéndose pasar por el hermano bobo de un curandero chino. Solía cubrir a Tao Chi´en con los peores epítetos, pero tenía la prudencia de hacerlo en castellano, tal como seguramente hacía él cuando se dirigía a ella en cantonés. Habían perfeccionado las señales para comunicarse delante de otros sin hablar y de tanto actuar juntos llegaron a parecerse tanto, que nadie dudaba de su parentesco. Si no los ocupaba algún paciente, salían a recorrer el puerto y las tiendas, haciendo amigos e indagando por Joaquín Andieta. Eliza cocinaba y pronto Tao Chi´en se acostumbró a sus platos, aunque de vez en cuando escapaba a los comederos chinos de la ciudad, donde podía engullir cuanto le cupiera en la barriga por un par de dólares, una ganga, teniendo en cuenta que una cebolla costaba un dólar. Ante otros se comunicaban por gestos, pero a solas lo hacían en inglés. A pesar de los ocasionales insultos en dos lenguas, pasaban la mayor parte del tiempo trabajando lado a lado como buenos camaradas y sobraban ocasiones de reírse. A él le sorprendía que con Eliza pudieran compartir el humor, a pesar de los tropiezos ocasionales del idioma y las diferencias culturales. Sin embargo, justamente esas diferencias le arrancaban carcajadas: no podía creer que una mujer hiciera y dijera tales barbaridades. La observaba con curiosidad e inconfesable ternura; solía enmudecer de admiración por ella, le atribuía el valor de un guerrero, pero cuando la veía flaquear le parecía una niña y lo vencía el deseo de protegerla. Aunque había aumentado algo de peso y tenía mejor color, todavía estaba débil, era evidente. Tan pronto se ponía el sol comenzaba a cabecear, se enrollaba en su manta y se dormía; él se acostaba a su lado. Se acostumbraron tanto a esas horas de intimidad respirando al unísono, que los cuerpos se acomodaban solos en el sueño y si uno se volvía, el otro lo hacía también, de modo que no se despegaban. A veces despertaban trabados en las mantas, enlazados. Si él lo hacía primero, gozaba esos instantes que le traían a la memoria las horas felices con Lin, inmóvil para que ella no percibiera su deseo. No sospechaba que a su vez Eliza hacía lo mismo, agradecida de esa presencia de hombre que le permitía imaginar lo que habría sido su vida can Joaquín Andieta, de haber tenido más suerte. Ninguno de los dos mencionaba jamás lo que ocurría por la noche, como si fuera una existencia paralela de la cual no tenían conciencia. Apenas se vestían, el encanto secreto de esos abrazos desaparecía por completo y volvían a ser dos hermanos. En raras ocasiones Tao Chi´en partía solo en misteriosas salidas nocturnas, de las cuales regresaba sigiloso. Eliza se abstenía de indagar porque podía olerlo: había estado con una mujer, incluso podía distinguir los perfumes dulzones de las mexicanas. Ella quedaba enterrada bajo su manta, temblando en la oscuridad y pendiente del menor sonido a su alrededor, con un cuchillo empuñado en la mano, asustada, llamándolo con el pensamiento. No podía justificar ese deseo de llorar que la invadía, como si hubiera sido traicionada. Comprendía vagamente que tal vez los hombres eran diferentes a las mujeres; por su parte no sentía necesidad alguna de sexo. Los castos abrazos nocturnos bastaban para saciar su ansia de compañía y ternura, pero ni siquiera al pensar en su antiguo amante experimentaba la ansiedad de los tiempos en el cuarto de los armarios. No sabía si en ella el amor y el deseo eran la misma cosa y al faltar el primero naturalmente no surgía el segundo, o si la larga enfermedad en el barco había destruido algo esencial en su cuerpo. Una vez se atrevió a preguntar a Tao Chi´en si acaso podría tener hijos, porque no había vuelto a menstruar en varios meses, y él le aseguró que apenas recuperara fuerza y salud retornaría a la normalidad, para eso le ponía sus agujas de acupuntura. Cuando su amigo se deslizaba silencioso a su lado después de sus escapadas, ella fingía dormir profundamente, aunque permanecía despierta por horas, ofendida por el olor de otra mujer entre ellos. Desde que desembarcaron en San Francisco, había vuelto al recato en el cual Miss Rose la crió. Tao Chi´en la había visto desnuda durante las semanas de travesía en barco y la conocía por dentro y por fuera, pero adivinó sus razones y tampoco hizo preguntas, salvo para indagar sobre su salud. Incluso cuando le colocaba las agujas tenía cuidado de no incomodar su pudor. No se desvestían en presencia del otro y tenían un acuerdo tácito para respetar la privacidad del hoyo que les servía de letrina detrás de la cabaña, pero lo demás se compartía, desde el dinero hasta la ropa. Muchos años más tarde, revisando las notas en su diario correspondientes a esa época, Eliza se preguntaba extrañada por qué ninguno de los dos reconocía la atracción indudable que sentían, por qué se refugiaban en el pretexto del sueño para tocarse y durante el día fingían frialdad. Concluyó que el amor con alguien de otra raza les parecía imposible, creían que no había lugar para una pareja como ellos en el mundo.