– Tú sólo pensabas en tu amante -le aclaró Tao Chi´en quien para entonces tenía el pelo gris.
– Y tú en Lin.
– En China se pueden tener varias esposas y Lin siempre fue tolerante.
– También te repugnaban mis pies grandes -se burló ella.
– Cierto -replicó él con la mayor seriedad.
En junio se dejó caer un verano sin misericordia, los mosquitos se multiplicaron, las culebras salieron de sus huecos a pasearse impunes y las plantas de Tao Chi´en brotaron tan robustas como en la China. Las hordas de argonautas seguían llegando, cada vez más seguidas y numerosas. Como Sacramento era el puerto de acceso, no corrió la suerte de docenas de otros pueblos, que brotaban como callampas cerca de los yacimientos auríferos, prosperaban rápido y desaparecían de súbito apenas se acababa el mineral fácil. La ciudad crecía por minutos, se abrían nuevos almacenes y los terrenos ya no se regalaban, como al principio, se vendían tan caros como en San Francisco. Había un esbozo de gobierno y frecuentes asambleas para decidir detalles administrativos. Aparecieron especuladores, leguleyos, evangelistas, jugadores profesionales, bandoleros, madames con sus chicas de vida alegre y otros heraldos del progreso y la civilización. Pasaban centenares de hombres inflamados de esperanza y ambición rumbo a los placeres, también otros agotados y enfermos que regresaban después de meses de arduo trabajo dispuestos a despilfarrar sus ganancias. El número de chinos aumentaba día a día y pronto había un par de bandas rivales. Estos "tongs" eran clanes cerrados, sus miembros se ayudaban unos a otros como hermanos en las dificultades de la vida diaria y el trabajo, pero también propiciaban corrupción y crimen. Entre los recién llegados había otro "zhong yi", con quien Tao Chi´en pasaba horas de completa felicidad comparando tratamientos y citando a Confucio. Le recordaba a Ebanizer Hobbs, porque no se conformaba con repetir los tratamientos tradicionales, también buscaba alternativas novedosas.
– Debemos estudiar la medicina de los "fan güey" la nuestra no es suficiente -le decía y él estaba plenamente de acuerdo, porque mientras más aprendía, mayor era la impresión de que nada sabía y no le alcanzaría la vida para estudiar todo lo que faltaba.
Eliza organizó un negocio de "empanadas" para vender a precio de oro, primero a los chilenos y luego también a los yanquis, quienes se aficionaron rápidamente a ellas. Empezó por hacerlas de carne de vaca, cuando podía comprarla a los rancheros mexicanos que arreaban ganado desde Sonora, pero como solía escasear, experimentó con venado, liebre, gansos salvajes, tortuga, salmón y hasta oso. Todo lo consumían agradecidos sus fieles parroquianos, porque la alternativa eran frijoles en tarro y cerdo salado, la dieta invariable de los mineros. Nadie disponían de tiempo para cazar, pescar o cocinar; no se conseguían verduras ni frutas y la leche era un lujo más raro que la champaña, sin embargo no faltaba harina, grasa y azúcar, también había nueces, chocolate, algunas especias, duraznos y ciruelas secas. Hacía tartas y galletas con el mismo éxito de las "empanadas", también pan en un horno de barro que improvisó recordando el de Mama Fresia. Si conseguía huevos y tocino ponía un letrero ofreciendo desayuno, entonces los hombres hacían cola para sentarse a pleno sol ante un mesón destartalado. Esa sabrosa comida, preparada por un chino sordomudo, les recordaba los domingos familiares en sus casas, muy lejos de allí. El abundante desayuno de huevos fritos con tocino, pan recién horneado, tarta de fruta y café a destajo, costaba tres dólares. Algunos clientes, emocionados y agradecidos porque no habían probado nada parecido en muchos meses, depositaban otro dólar en el tarro de las propinas. Un día, a mediados del verano, Eliza se presentó ante Tao Chi´en con sus ahorros en la mano.
– Con esto podemos comprar caballos y partir -le anunció.
– ¿Adónde?
– A buscar a Joaquín.
– Yo no tengo interés en encontrarlo. Me quedo.
– ¿No quieres conocer este país? Aquí hay mucho por ver y aprender, Tao. Mientras yo busco a Joaquín, tú puedes adquirir tu famosa sabiduría.
– Mis plantas están creciendo y no me gusta andar de un lado a otro.
– Bien. Yo me voy.
– Sola no llegarás lejos.
– Veremos.
Esa noche durmieron cada uno en un extremo de la cabaña sin dirigirse la palabra. Al día siguiente Eliza salió temprano a comprar lo necesario para el viaje, tarea nada fácil en su papel de mudo, pero regresó a las cuatro de la tarde apertrechada de un caballo mexicano, feo y lleno de peladuras, pero fuerte. También compró botas, dos camisas, pantalones gruesos, guantes de cuero, un sombrero de ala ancha, un par de bolsas con alimentos secos, un plato, taza y cuchara de latón, una buena navaja de acero, una cantimplora para agua, una pistola y un rifle que no sabía cargar y mucho menos disparar. Pasó el resto de la tarde organizando sus bultos y cosiendo las joyas y el dinero que le quedaban en una faja de algodón, la misma que usaba para aplastarse los senos, bajo la cual siempre llevaba el atadito de cartas de amor. Se resignó a dejar la maleta con los vestidos, las enaguas y los botines que aún conservaba. Con su manta de Castilla improvisó una montura, tal como había visto hacer tantas veces en Chile; se quitó las ropas de Tao Chi´en usadas durante meses y se probó las recién adquiridas. Luego afiló la navaja en una tira de cuero y se cortó el cabello a la altura de la nuca. Su larga trenza negra quedó en el suelo como una culebra muerta. Se miró en un trozo de espejo roto y quedó satisfecha: con la cara sucia y las cejas engrosadas con un trozo de carbón, el engaño sería perfecto. En eso llegó Tao Chi´en de vuelta de una de sus tertulias con el otro "zhong yi" y por un momento no reconoció a ese vaquero armado que había invadido su propiedad.