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Los vagones recorrieron la calle y se detuvieron a la salida del pueblo, seguidos por una procesión de hombres envalentonados por el alcohol y la pelea del oso. Hacia allá se dirigió también Eliza para ver de cerca la novedad. Comprendió que le faltarían clientes para su oficio epistolar, necesitaba encontrar otra forma de ganarse la cena. Aprovechando que el cielo estaba despejado, varios voluntarios se ofrecieron para desenganchar las mulas y ayudar a bajar un aporreado piano, que instalaron sobre la yerba bajo las órdenes de la madame, a quien todos conocían por el nombre primoroso de Joe Rompehuesos. En un dos por tres despejaron un pedazo de terreno, colocaron mesas y aparecieron por encantamiento botellas de ron y pilas de tarjetas postales de mujeres en cueros. También dos cajones con libros en ediciones vulgares, que fueron anunciadas como "romances de alcoba con las escenas más calientes de Francia". Se vendían a diez dólares, un precio de ganga, porque con ellas podían excitarse cuantas veces quisieran y además prestarlas a los amigos, eran mucho más rentables que una mujer de verdad, explicaba la Rompehuesos y para probarlo leyó un párrafo que el público escuchó en sepulcral silencio, como si se tratara de una revelación profética. Un coro de risotadas y chistes acogió el final de la lectura y en pocos minutos no quedó un solo libro en las cajas. Entretanto había caído la noche y debieron alumbrar la fiesta con antorchas. La madame anunció el precio exorbitante de las botellas de ron, pero bailar con las chicas costaba la cuarta parte. ¿Hay alguien que sepa tocar el condenado piano? preguntó. Entonces Eliza, a quien le crujían las tripas, avanzó sin pensarlo dos veces y se sentó frente al desafinado instrumento, invocando a Miss Rose. No había tocado en diez meses y no tenía buen oído, pero el entrenamiento de años con la varilla metálica en la espalda y los palmotazos del profesor belga acudieron en su ayuda. Atacó una de las canciones pícaras que Miss Rose y su hermano, el capitán, solían cantar a dúo en los tiempos inocentes de las tertulias musicales, antes que el destino diera un coletazo y su mundo quedara vuelto al revés. Asombrada, comprobó cuán bien recibida era su torpe ejecución. En menos de dos minutos surgió un rústico violín para acompañarla, se animó el baile y los hombres se arrebataban a las cuatro mujeres para dar carreras y trotes en la improvisada pista. El ogro de las pieles quitó el sombrero a Eliza y lo puso sobre el piano con un gesto tan resuelto, que nadie se atrevió a ignorarlo y pronto fue llenándose de propinas.

Uno de los vagones se usaba para todo servicio y dormitorio de la madame y su hijo adoptivo, el niño del tambor, en otro viajaban hacinadas las demás mujeres y los dos remolque estaban convertidos en alcobas. Cada uno, forrado con pañuelos multicolores, contenía un catre de cuatro pilares y baldaquín con colgajo de mosquitero, un espejo de marco dorado, juego de lavatorio y palangana de loza, alfombras persas desteñidas y algo apolilladas, pero aún vistosas, y palmatorias con velones para alumbrarse. Esta decoración teatral animaba a los parroquianos, disimulaba el polvo de los caminos y el estropicio del uso. Mientras dos de las mujeres bailaban al son de la música, las otras conducían a toda prisa su negocio en los carromatos. La madame, con dedos de hada para los naipes, no descuidaba las mesas de juego ni su obligación de cobrar los servicios de sus palomas por adelantado, vender ron y animar la parranda, siempre con la pipa entre los dientes. Eliza tocó las canciones que sabía de memoria y cuando se le agotaba el repertorio empezaba otra vez por la primera, sin que nadie notara la repetición, hasta que se le nubló la vista de fatiga. Al verla flaquear, el coloso anunció una pausa, recogió el dinero del sombrero y se lo metió a la pianista en los bolsillos, luego la tomó de un brazo y la llevó prácticamente en vilo al primer vagón, donde le puso un vaso de ron en la mano. Ella lo rechazó con un gesto desmayado, beberlo en ayunas equivalía a un garrotazo en plena nuca; entonces él escarbó en el desorden de cajas y tiestos y produjo un pan y unos trozos de cebolla, que ella atacó temblando de anticipación. Cuando los hubo devorado levantó la vista y se encontró ante el tipo de las pieles observándola desde su tremenda altura. Lo iluminaba una sonrisa inocente con los dientes más blancos y parejos de este mundo.

– Tienes cara de mujer -le dijo y ella dio un respingo.

– Me llamo Elías Andieta -replicó, llevándose la mano a la pistola, como si estuviera dispuesta a defender su nombre de macho a tiros.

– Yo soy Babalú, el Malo.

– ¿Hay un Babalú bueno?

– Había.

– ¿Qué le pasó?

– Se encontró conmigo. ¿De dónde eres, niño?

– De Chile. Ando buscando a mi hermano. ¿No ha oído mentar a Joaquín Andieta?

– No he oído de nadie. Pero si tu hermano tiene los cojones bien puestos, tarde o temprano vendrá a visitarnos. Todo el mundo conoce a las chicas de Joe Rompehuesos.

Negocios

El capitán John Sommers ancló el "Fortuna" en la bahía de San Francisco, a suficiente distancia de la orilla como para que ningún valiente tuviera la audacia de lanzarse al agua y nadar hasta la costa. Había advertido a la tripulación que el agua fría y las corrientes despachaban en menos de veinte minutos, en caso que no lo hicieran los tiburones. Era su segundo viaje con el hielo y se sentía más seguro. Antes de entrar por el estrecho canal del Golden Gate hizo abrir varios toneles de ron, los repartió generosamente entre los marineros y cuando estuvieron ebrios, desenfundó un par de pistolones y los obligó a colocarse boca abajo en el suelo. El segundo de a bordo los encadenó con cepos en los pies, ante el desconcierto de los pasajeros embarcados en Valparaíso, que observaban la escena en la primera cubierta sin saber qué diablos ocurría. Entretanto desde el muelle los hermanos Rodríguez de Santa Cruz habían enviado una flotilla de botes para conducir a tierra a los pasajeros y la preciosa carga del vapor. La tripulación sería liberada para maniobrar el zarpe del barco en el momento del regreso, después de recibir más licor y un bono en monedas auténticas de oro y plata, por el doble de sus salarios. Eso no compensaba el hecho de que no podrían perderse tierra adentro en busca de las minas, como casi todos planeaban, pero al menos servía de consuelo. El mismo método había empleado en el primer viaje, con excelentes resultados; se jactaba de tener uno de los pocos barcos mercantes que no había sido abandonado en la demencia del oro. Nadie se atrevía a desafiar a ese pirata inglés, hijo de la puta madre y de Francis Drake, como lo llamaban, porque no les cabía duda alguna que era capaz de descargar sus trabucos en el pecho de cualquiera que se alzara.