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Al poco tiempo los mineros tomaron afecto a Joe. A pesar de su aspecto de corsario, la mujer tenía un corazón de madre y ese invierno las circunstancias lo pusieron a prueba. Se desencadenó una epidemia de disentería que tumbó a la mitad de la población y mató a varios. Apenas se enteraba de que alguien estaba en trance de muerte en alguna cabaña lejana, Joe pedía prestado un par de caballos en la herrería y se iba con Babalú, a socorrer al desgraciado. Solía acompañarlos el herrero, un cuáquero formidable que desaprobaba el negocio de la mujerona, pero estaba siempre dispuesto a ayudar al prójimo. Joe hacía de comer para el enfermo, lo limpiaba, le lavaba la ropa y lo consolaba releyendo por centésima vez las cartas de su familia lejana, mientras Babalú y el herrero despejaban la nieve, buscaban agua, cortaban leña y la apilaban junto a la estufa. Si el hombre estaba muy mal, Joe lo envolvía en mantas, lo atravesaba como un saco en su cabalgadura y se lo llevaba a su casa, donde las mujeres lo cuidaban con vocación de enfermeras, contentas ante la oportunidad de sentirse virtuosas. No podían hacer mucho, fuera de obligar a los pacientes a beber litros de té azucarado para que no se secaran por completo, mantenerlos limpios, abrigados y en reposo, con la esperanza de que la cagantina les vaciara el alma y la fiebre no les cocinara los sesos. Algunos morían y el resto demoraba semanas en volver al mundo. Joe era la única que se daba maña para desafiar el invierno y acudir a las cabañas más aisladas, así le tocó descubrir cuerpos convertidos en estatuas de cristal. No todos eran víctimas de enfermedad, a veces el tipo se había dado un tiro en la boca porque no podía más con el retortijón de tripas, la soledad y el delirio. En un par de ocasiones Joe debió cerrar su negocio, porque tenía el galpón sembrado de petates por el suelo y sus palomas no daban a basto cuidando pacientes. El "sheriff" del pueblo temblaba cuando ella aparecía con su pipa holandesa y su apremiante vozarrón de profeta a exigir ayuda. Nadie podía negársela. Los mismos hombres que con sus tropelías dieron mal nombre al pueblo, se colocaban mansamente a su servicio. No contaban con nada parecido a un hospital, el único médico estaba agobiado y ella asumía con naturalidad la tarea de movilizar recursos cuando se trataba de una emergencia. Los afortunados a quienes salvaba la vida se convertían en sus devotos deudores y así tejió ese invierno la red de contactos que habría de sostenerla durante el incendio.

El herrero se Llamaba James Morton y era uno de esos escasos ejemplares de hombre bueno. Sentía un amor seguro por la humanidad completa, incluso sus enemigos ideológicos, a quienes consideraba errados por ignorancia y no por intrínseca maldad. Incapaz de una vileza, no podía imaginarla en el prójimo, prefería creer que la perversidad ajena era una desviación del carácter, remediable con la luz de la piedad y el afecto. Venía de una larga estirpe de cuáqueros de Ohio, donde había colaborado con sus hermanos en una cadena clandestina de solidaridad con los esclavos fugitivos para esconderlos y llevarlos a los estados libres y a Canadá. Sus actividades atrajeron la ira de los esclavistas y una noche cayó sobre la granja una turba y le prendió fuego, mientras la familia observaba inmóvil, porque fiel a su fe no podía tomar armas contra sus semejantes. Los Morton debieron abandonar su tierra y se dispersaron, pero se mantenían en estrecho contacto porque pertenecían a la red humanitaria de los abolicionistas. A james buscar oro no le parecía un medio honorable de ganarse la existencia, porque nada producía y tampoco prestaban servicios. La riqueza envilece el alma, complica la existencia y engendra infelicidad, sostenía. Además el oro era un metal blando, inútil para fabricar herramientas; no lograba entender la fascinación que ejercía en los demás. Alto, fornido, con una tupida barba color avellana, ojos celestes y gruesos brazos marcados por incontables quemaduras, era la reencarnación del dios Vulcano iluminado por el resplandor de su forja. En el pueblo había sólo tres cuáqueros, gente de trabajo y familia, siempre contentos de su suerte, los únicos que no juraban, eran abstemios y evitaban los burdeles. Se reunían regularmente para practicar su fe sin aspavientos, predicando con el ejemplo, mientras esperaban con paciencia la llegada de un grupo de amigos que venía del Este a engrosar su comunidad. Morton frecuentaba el galpón de la Rompehuesos para ayudar con las víctimas de la epidemia y allí conoció a Esther. Iba a visitarla y le pagaba por el servicio completo, pero sólo se sentaba a su lado a conversar. No podía comprender por qué ella había escogido esa clase de vida.

– Entre los azotes de mi padre y esto, prefiero mil veces la vida que tengo ahora.

– ¿Por qué te golpeaba?

– Me acusaba de provocar lujuria e incitar al pecado. Creía que Adán todavía estaría en el Paraíso si Eva no lo hubiera tentado. Tal vez tenía razón, ya ves cómo me gano la vida…

– Hay otros trabajos Esther.

– Éste no es tan malo, James. Cierro los ojos y no pienso en nada. Son sólo unos minutos y pasan rápido.

A pesar de las vicisitudes de su profesión, la joven mantenía la frescura de sus veinte años y había un cierto encanto en su manera discreta y silenciosa de comportarse, tan diferente a la de sus compañeras. Nada tenía de coqueta, era rellena, con un rostro plácido de ternera y firmes manos de campesina. Comparada con las otras palomas, resultaba la menos agraciada, pero su piel era luminosa y su mirada suave. El herrero no supo cuándo empezó a soñar con ella, a verla en las chispas de la fragua, en la luz del metal caliente y en el cielo despejado, hasta que no pudo seguir ignorando esa materia algodonosa que le envolvía el corazón y amenazaba con sofocarlo. Peor desgracia que enamorarse de una mujerzuela no podía ocurrirle, sería imposible de justificarlo ante los ojos de Dios y su comunidad. Decidido a vencer aquella tentación con sudor, se encerraba en la herrería a trabajar como un demente. Algunas noches se oían los feroces golpes de su martillo hasta la madrugada.