Esa noche Jacob Todd no pudo dormir, la visión de Rose Sommers lo aguijoneaba con crueldad y antes del amanecer tomó la decisión de cortejarla en serio. Nada sabía de ella, pero no le importaba, tal vez su destino era perder una apuesta y llegar hasta Chile sólo para conocer a su futura esposa. Lo habría hecho a partir del día siguiente, pero no pudo levantarse de la cama, atacado por cólicos violentos. Así estuvo un día y una noche, inconsciente a ratos y agonizando en otros, hasta que logró reunir fuerzas para asomarse a la puerta y clamar por ayuda. A petición suya, el gerente del hotel mandó avisar a los Sommers, sus únicos conocidos en la ciudad, y llamó un mozo para limpiar la habitación, que olía a muladar. Jeremy Sommers se pre I sentó al hotel a mediodía acompañado por el sangrador más conocido de Valparaíso, quien resultó poseer ciertos conocimientos de inglés y, después de sangrarlo en piernas y brazos hasta dejarlo exangüe, le explicó que todos los extranjeros al pisar Chile por primera vez se enfermaban.
– No hay razón para alarmarse, que yo sepa, son muy pocos los que se mueren -lo tranquilizó.
Le dio a tomar quinina en unas obleas de papel de arroz, pero él no pudo tragarlas, doblado por las náuseas. Había estado en la India y conocía los síntomas de la malaria y otras enfermedades tropicales tratables con quinina, pero este mal no se parecía ni remotamente. Apenas partió el sangrador volvió el mozo a llevarse los trapos y lavar el cuarto nuevamente. Jeremy Sommers había dejado los datos de los doctores Page y Poett, pero no hubo tiempo de llamarlos porque dos horas más tarde apareció en el hotel una mujerona que exigió ver al enfermo. Traía de la mano a una niña vestida de terciopelo azul, con botines blancos y un bonete bordado de flores, como una figura de cuentos. Eran Mama Fresia y Eliza, enviadas por Rose Sommers, quien tenía muy poca fe en las sangrías. Las dos irrumpieron en la habitación con tal seguridad, que el debilitado Jacob Todd no se atrevió a protestar. La primera venía en calidad de curandera y la segunda de traductora.
– Dice mi mamita que le va a quitar el pijama. Yo no voy a mirar -explicó la niña y se volteó contra la pared mientras la india lo desnudaba de dos zarpazos y procedía a friccionarlo entero con aguardiente.
Pusieron en su cama ladrillos calientes, lo envolvieron en mantas y le dieron a beber a cucharaditas una infusión de yerbas amargas endulzada con miel para apaciguar los dolores de la indigestión.
– Ahora mi mamita va a "romancear" la enfermedad -dijo la niña.
– ¿Qué es eso?
– No se asuste, no duele.
Mama Fresia cerró los ojos y empezó a pasarle las manos por el torso y la barriga mientras susurraba encantamientos en lengua mapuche. Jacob Todd sintió que lo invadía una modorra insoportable, antes que la mujer terminara dormía profundamente y no supo cuando sus dos enfermeras desaparecieron. Durmió dieciocho horas y despertó bañado en sudor. A la mañana siguiente Mama Fresia y Eliza regresaron para administrarle otra vigorosa fricción y un tazón de caldo de gallina.
– Dice mi mamita que nunca más beba agua. Sólo tome té bien caliente y que no coma fruta, porque le volverán las ganas de morirse -tradujo la chiquilla.
A la semana, cuando pudo ponerse en pie y se miró al espejo, comprendió que no podía presentarse con ese aspecto ante Miss Rose: había perdido varios kilos, estaba demacrado y no podía dar dos pasos sin caer jadeando sobre una silla. Cuando estuvo en condiciones de mandarle una nota para agradecer que le salvara la vida y chocolates para Mama Fresia y Eliza, supo que la joven había partido con una amiga y su mucama a Santiago en un viaje arriesgado, dadas las malas condiciones del camino y del clima. Miss Rose hacía el trayecto de treinta y cuatro leguas una vez al año, siempre a comienzos del otoño o en plena primavera, para ver teatro, escuchar buena música y hacer sus compras anuales en el "Gran Almacén Japonés", perfumado a jazmín e iluminado con lámparas a gas con globos de vidrio rosado, donde adquiría las bagatelas difíciles de conseguir en el puerto. Esta vez, sin embargo, había una buena razón para ir en invierno: posaría para un retrato. Había llegado al país el célebre pintor francés Monvoisin, invitado por el gobierno para hacer escuela entre los artistas nacionales. El maestro sólo pintaba la cabeza, el resto era obra de sus ayudantes y para ganar tiempo hasta los encajes se aplicaban directamente sobre la tela, pero a pesar de esos recursos truhanes, nada daba tanto prestigio como un retrato firmado por él. Jeremy Sommers insistió en tener uno de su hermana para presidir el salón. El cuadro costaba seis onzas de oro y una más por cada mano, pero no se trataba de ahorrar en un caso así. La oportunidad de tener una obra auténtica del gran Monvoisin no se presentaba dos veces en la vida, como decían sus clientes.
– Si el gasto no es problema, quiero que me pinte con tres manos. Será su cuadro más famoso y acabará colgado en un museo, en vez de hacerlo sobre nuestra chimenea -comentó Miss Rose.
Ése fue el año de las inundaciones, que quedaron registradas en los textos escolares y en la memoria de los abuelos. El diluvio arrasó con centenares de viviendas y cuando finalmente amainó el temporal y empezaron a bajar las aguas, una serie de temblores menores, que se sintieron como un hachazo de Dios, acabaron de destruir lo reblandecido por el aguacero. Rufianes recorrían los escombros y aprovechaban la confusión para robar en las casas y los soldados recibieron instrucciones de ejecutar sin miramientos a quienes sorprendieran en tales tropelías, pero entusiasmados con la crueldad, empezaron a repartir sablazos por el gusto de oír los lamentos y se debió revocar la orden antes que acabaran también con los inocentes. Jacob Todd, encerrado en el hotel cuidándose un resfrío y todavía débil por la semana de cólicos, pasaba las horas desesperado por el incesante ruido de campanas de las iglesias llamando a penitencia, leyendo periódicos atrasados y buscando compañía para jugar naipes. Hizo una salida a la botica en busca de un tónico para fortalecer el estómago, pero la tienda resultó ser un sucucho caótico, atestado de polvorientos frascos de vidrio azules y verdes, donde un dependiente alemán le ofreció aceite de alacranes y espíritu de lombrices. Por primera vez lamentó encontrarse tan lejos de Londres.
Por las noches apenas lograba dormir debido a las parrandas y riñas de borrachos y a los entierros, que se realizaban entre las doce y las tres de la madrugada. El flamante cementerio quedaba en lo alto de un cerro, asomado encima de la ciudad. Con el temporal se abrieron huecos y rodaron tumbas por las laderas en una confusión de huesos que emparejó a todos los difuntos en la misma indignidad. Muchos comentaban que mejor estaban los muertos diez años antes, cuando la gente pudiente se enterraba en las iglesias, los pobres en las quebradas y los extranjeros en la playa. Éste es un país estrafalario, concluyó Todd, con un pañuelo atado en la cara porque el viento acarreaba el tufo nauseabundo de la desgracia, que las autoridades combatieron con grandes hogueras de eucalipto. Apenas se sintió mejor se asomó a ver las procesiones. En general no llamaban la atención, porque cada año se repetían iguales durante los siete días de la Semana Santa y en otras fiestas religiosas, pero en esa ocasión se convirtieron en actos masivos para clamar al cielo el fin del temporal. Salían de las iglesias largas filas de fieles, encabezadas por cofradías de caballeros vestidos de negro, cargando en parihuelas las estatuas de los santos con espléndidos trajes bordados de oro y piedras preciosas. Una columna cargaba un Cristo clavado en la cruz con su corona de espinas en torno al cuello. Le explicaron que se trataba del Cristo de Mayo, traído especialmente de Santiago para la ocasión, porque era la imagen más milagrosa del mundo, única capaz de modificar el clima. Doscientos años antes, un pavoroso terremoto echó por tierra la capital y se desplomó enteramente la iglesia de San Agustín, menos el altar donde se encontraba aquel Cristo. La corona se deslizó de la cabeza al cuello, donde aún permanecía, porque cada vez que intentaban ponerla en su lugar, volvía a temblar. Las procesiones reunían innumerables frailes y monjas, beatas exangües de tanto ayuno, pueblo humilde rezando y cantando a grito herido, penitentes con burdos sayos y flagelantes azotándose las espaldas desnudas con disciplinas de cuero terminadas en filudas rosetas metálicas. Algunos caían desmayados y eran atendidos por mujeres que les limpiaban las carnes abiertas y les daban refrescos, pero apenas se recuperaban los empujaban de vuelta a la procesión. Pasaban filas de indios martirizándose con fervor demente y bandas de músicos tocando himnos religiosos. El rumor de rezos plañideros parecía un torrente de agua brava y el aire húmedo hedía a incienso y sudor. Había procesiones de aristócratas vestidos con lujo, pero de oscuro y sin joyas, y otras de populacho descalzo y en harapos, que se cruzaban en la misma plaza sin tocarse ni confundirse. A medida que avanzaban aumentaba el clamor y las muestras de piedad se volvían más intensas; los fieles aullaban clamando perdón por sus pecados, seguros que el mal tiempo era el castigo divino por sus faltas. Los arrepentidos acudían en masa, las iglesias no daban abasto y se instalaron hileras de sacerdotes bajo tenderetes y paraguas para atender las confesiones. Al inglés el espectáculo le resultó fascinante, en ninguno de sus viajes había presenciado nada tan exótico ni tan tétrico. Acostumbrado a la sobriedad protestante, le parecía haber retrocedido a plena Edad Media; sus amigos en Londres jamás le creerían. Aun a prudente distancia podía percibir el temblor de bestia primitiva y sufriente que recorría en oleadas a la masa humana. Se encaramó con esfuerzo sobre la base de un monumento en la plazuela, frente a la Iglesia de la Matriz, donde podía obtener una visión panorámica de la muchedumbre. De pronto sintió que lo tironeaban de los pantalones, bajó la vista y vio a una niña asustada, con un manto sobre la cabeza y la cara manchada de sangre y lágrimas. Se apartó bruscamente, pero ya era tarde, le había ensuciado los pantalones. Lanzó un juramento y trató de echarla con gestos, ya que no pudo recordar las palabras adecuadas para hacerlo en español, pero se llevó una sorpresa cuando ella replicó en perfecto inglés que estaba perdida y acaso él podía llevarla a su casa. Entonces la miró mejor.