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– Eres todo un hombre, Chilenito -murmuró, admirado.

En marzo Eliza cumplió calladamente dieciocho años, mientras esperaba que tarde o temprano apareciera su Joaquín en la puerta, tal como haría cualquier hombre en cien millas a la redonda, como sostenía Babalú. Jack, el mexicano, se repuso en pocos días y se escabulló de noche sin despedirse de nadie, antes que cicatrizaran sus dedos. Era un tipo siniestro y se alegraron cuando se fue. Hablaba muy poco y estaba siempre en ascuas, desafiante, listo para atacar ante la menor sombra de una provocación imaginada. No dio muestras de agradecimiento por los favores recibidos, al contrario, cuando despertó de la borrachera y supo que le habían amputado los dedos de disparar, se lanzó en una retahíla de maldiciones y amenazas, jurando que el hijo de perra que le había malogrado la mano iba a pagarlo con su propia vida. Entonces a Babalú se le agotó la paciencia. Lo cogió como un muñeco, lo levantó a su altura, le clavó los ojos y le dijo con la voz suave que usaba cuando estaba a punto de estallar.

– Ése fui yo: Babalú, el Malo. ¿Hay algún problema?

Apenas se le pasó la fiebre, Jack quiso aprovechar a las palomas para darse un gusto, pero lo rechazaron en coro: no estaban dispuestas a darle nada gratis y él tenía los bolsillos vacíos, como habían comprobado cuando lo desvistieron para meterlo en la bañera la noche en que apareció congelado. Joe Rompehuesos se dio el trabajo de explicarle que si no le cortan los dedos habría perdido el brazo o la vida, así es que más le valía agradecer al cielo haber caído bajo su techo. Eliza no permitía que Tom Sin Tribu se acercara al tipo y ella sólo lo hacía para pasarle la comida y cambiar los vendajes, porque el olor de la maldad le molestaba como una presencia tangible. Tampoco Babalú podía soportarlo y mientras estuvo en la casa se abstuvo de hablarle. Consideraba a esas mujeres como sus hermanas y se ponía frenético cuándo Jack se insinuaba con comentarios obscenos. Ni en caso de extrema necesidad se le habría ocurrido utilizar los servicios profesionales de sus compañeras, para él equivalía a cometer incesto, si su naturaleza lo apremiaba iba a los locales de la competencia y le había advertido al Chilenito que debía hacer lo mismo, en el caso improbable que se curara de sus malas costumbres de señorita.

Mientras servía un plato de sopa a Jack, Eliza se atrevió finalmente a interrogarlo sobra Joaquín Andieta.

– ¿Murieta? -preguntó él, desconfiado.

– Andieta.

– No lo conozco.

– Tal vez se trata del mismo -sugirió Eliza.

– ¿Qué quieres con él?

– Es mi hermano. Vine desde Chile para encontrarlo.

– ¿Cómo es tu hermano?

– No muy alto, con el pelo y los ojos negros, la piel blanca, como yo, pero no nos parecemos. Es delgado, musculoso, valiente y apasionado. Cuando habla todos se callan.

– Así es Joaquín Murieta, pero no es chileno, es mexicano.

– ¿Está seguro?

– Seguro no estoy de nada, pero si veo a Murieta le diré que lo buscas.

A la noche siguiente se fue y no supieron más de él, pero dos semanas más tarde encontraron en la puerta del galpón una bolsa con dos libras de café. Poco después Eliza la abrió para preparar el desayuno y vio que no era café, sino oro en polvo. Según Joe Rompehuesos podía provenir de cualquiera de los mineros enfermos que ellas habían cuidado durante ese período, pero Eliza tuvo la corazonada de que Jack la había dejado como una forma de pago. Ese hombre no estaba dispuesto a deber un favor a nadie. El domingo supieron que el "sheriff" estaba organizando una partida de vigilantes para buscar al asesino de un minero: lo habían encontrado en su cabaña, donde pasaba solo el invierno, con nueve puñaladas en el pecho y los ojos reventados. No había ni rastro de su oro y por la brutalidad del crimen echaron la culpa a los indios. Joe Rompehuesos no quiso verse en líos, enterró las dos libras de oro debajo de un roble y dio instrucciones perentorias a su gente de cerrar la boca y no mencionar ni por broma al mexicano de los dedos cortados ni la bolsa de café. En los dos meses siguientes los vigilantes mataron media docena de indios y se olvidaron del asunto, porque tenían entre manos otros problemas más urgentes, y cuando el jefe de la tribu apareció dignamente a pedir explicaciones, también lo despacharon. Indios, chinos, negros o mulatos no podían atestiguar en un juicio contra un blanco. James Morton y los otros tres cuáqueros del pueblo fueron los únicos que se atrevieron a enfrentar a la muchedumbre dispuesta al linchamiento. Se plantaron sin armas formando un círculo en torno al condenado, recitando de memoria los pasajes de la Biblia que prohibían matar a un semejante, pero la turba los apartó a empujones.

Nadie supo del cumpleaños de Eliza y por lo tanto no lo celebraron, pero de todos modos esa noche del 15 de marzo fue memorable para ella y los demás. Los clientes habían vuelto al galpón, las palomas estaban siempre ocupadas, el Chilenito aporreaba el piano con sincero entusiasmo y Joe sacaba cuentas optimistas. El invierno no había sido tan malo, después de todo, lo peor de la epidemia estaba pasando y no quedaban enfermos en los petates. Esa noche había una docena de mineros bebiendo a conciencia, mientras afuera el viento arrancaba de cuajo las ramas de los pinos. A eso de las once se desató el infierno. Nadie pudo explicar cómo comenzó el incendio y Joe siempre sospechó de la otra madame. Las maderas prendieron como petardos y en un instante empezaron a arder las cortinas, los chales de seda y los colgajos de la cama. Todos escaparon ilesos, incluso alcanzaron a echarse unas mantas encima y Eliza cogió al vuelo la caja de lata que contenía sus preciosas cartas. Las llamas y el humo envolvieron rápidamente el local y en menos de diez minutos ardía como una antorcha, mientras las mujeres a medio vestir, junto a sus mareados clientes, observaban el espectáculo en total impotencia. Entonces Eliza echó una mirada contando a los presentes y se dio cuenta horrorizada que faltaba Tom Sin Tribu. El niño había quedado durmiendo en la cama que ambos compartían. No supo cómo le arrebató una cobija a Esther de los hombros, se cubrió la cabeza y corrió atravesando de un empellón el delgado tabique de madera ardiendo, seguida por Babalú, quien intentaba detenerla a gritos sin entender por qué se lanzaba al fuego. Encontró al chico de pie en la humareda, con los ojos despavoridos, pero perfectamente sereno. Le tiró la manta encima y trató de levantarlo en brazos, pero era muy pesado y un acceso de tos la dobló en dos. Cayó de rodillas empujando a Tom para que corriera hacia afuera, pero él no se movió de su lado y los dos habrían quedado reducidos a ceniza si Babalú no aparece en ese instante para coger uno en cada brazo como si fueran paquetes y salir con ellos a la carrera en medio de la ovación de quienes esperaban afuera.

– ¡Condenado muchacho! ¡Qué hacías allí adentro! -reprochaba Joe al indiecito mientras lo abrazaba, lo besaba y le daba cachetazos para que respirara.

Gracias a que el galpón quedaba aislado, no ardió medio pueblo, como señaló después el "sheriff", quien tenía experiencia en incendios porque ocurrían con demasiada frecuencia por esos lados. Al resplandor acudió una docena de voluntarios encabezados por el herrero a combatir las llamas, pero ya era tarde y sólo pudieron rescatar el caballo de Eliza, del cual nadie se había acordado en la pelotera de los primeros minutos y todavía estaba amarrado en su cobertizo, loco de terror. Joe Rompehuesos perdió esa noche cuanto poseía en el mundo y por primera vez la vieron flaquear. Con el niño en los brazos presenció la destrucción, sin poder contener las lágrimas, y cuando sólo quedaron tizones humeantes escondió la cara en el pecho enorme de Babalú, a quien se le habían chamuscado cejas y pestañas. Ante la debilidad de esa madraza, a quien creían invulnerable, las cuatro mujeres rompieron a llorar a coro en un racimo de enaguas, cabelleras alborotadas y carnes temblorosas. Pero la red de solidaridad comenzó a funcionar aún antes que se apagaran las llamas y en menos de una hora había alojamiento disponible para todos en varias casas del pueblo y uno de los mineros, a quien Joe salvó de la disentería, inició una colecta. El Chilenito, Babalú, y el niño -los tres varones de la comparsa- pasaron la noche en la herrería. James Morton colocó dos colchones con gruesas cobijas junto a la forja siempre caliente y sirvió un espléndido desayuno a sus huéspedes, preparado con esmero por la esposa del predicador que los domingos denunciaba a grito abierto el ejercicio descarado del vicio, como llamaba a las actividades de los dos burdeles.