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En setiembre de 1850 le tocó participar en una ruidosa celebración patriótica cuando California se convirtió en otro Estado de la Unión. La nación americana abarcaba ahora todo el continente, desde el Atlántico hasta el Pacífico. Para entonces la fiebre del oro empezaba a transformarse en una inmensa desilusión colectiva y Tao veía masas de mineros debilitados y pobres, aguardando turno para embarcarse de vuelta a sus pueblos. Los periódicos calculaban en más de noventa mil los que retornaban. Ya no desertaban los marineros, por el contrario, no alcanzaban las naves para llevarse a todos los que deseaban partir. Uno de cada cinco mineros había muerto ahogado en los ríos, de enfermedad o de frío; muchos perecían asesinados o se daban un balazo en la sien. Todavía llegaban extranjeros, embarcados con meses de anterioridad, pero el oro ya no estaba al alcance de cualquier audaz con una batea, una pala y un par de botas, el tiempo de los héroes solitarios estaba terminando y en su lugar se instalaban poderosas compañías provistas de máquinas capaces de partir montañas con chorros de agua. Los mineros trabajaban a sueldo y los que se hacían ricos eran los empresarios, tan ávidos de fortuna súbita como los aventureros del 49, pero mucho más astutos, como aquel sastre judío de apellido Levy, que fabricaba pantalones de tela gruesa con doble costura y remaches metálicos, uniforme obligado de los trabajadores. Mientras muchos se marchaban, los chinos, en cambio, seguían llegando como silenciosas hormigas. A menudo Tao Chi´en traducía los periódicos en inglés para su amigo, el "zhong yi", a quien le gustaban especialmente los artículos de un tal Jacob Freemont, porque coincidían con sus propias opiniones:

"Millares de argonautas regresan a sus casas derrotados, pues no han conseguido el Vellocino de Oro y su Odisea se ha tornado en tragedia, pero muchos otros, aunque pobres, se quedan porque ya no pueden vivir en otra parte. Dos años en esta tierra salvaje y hermosa transforman a los hombres. Los peligros, la aventura, la salud y la fuerza vital que se gozan en California no se encuentran en ningún lugar. El oro cumplió su función: atrajo a los hombres que están conquistando este territorio para convertirlo en la Tierra Prometida. Eso es irrevocable…", escribía Freemont.

Para Tao Chi´en, sin embargo, vivían en un paraíso de codiciosos, gente materialista e impaciente cuya obsesión era enriquecerse a toda prisa. No había alimento para el espíritu y en cambio prosperaban la violencia y la ignorancia. De esos males derivaban todos los demás, estaba convencido. Había visto mucho en sus veintisiete años y no se consideraba mojigato, pero le chocaba la debacle de las costumbres y la impunidad del crimen. Un lugar así estaba destinado a sucumbir en la ciénaga de sus propios vicios, sostenía. Había perdido la esperanza de encontrar en América la paz tan ansiada, definitivamente no era un lugar para un aspirante a sabio. ¿Por qué entonces lo atraía de tal modo? Debía evitar que esa tierra lo embrujara, tal como ocurría a cuantos la pisaban; pretendía regresar a Hong Kong o visitar a su amigo Ebanizer Hobbs en Inglaterra para estudiar y practicar juntos. En los años transcurridos desde que fuera secuestrado a bordo del "Liberty", había escrito varias cartas al médico inglés, pero como andaba navegando, no obtuvo respuesta por mucho tiempo, hasta que al fin en Valparaíso, en febrero de 1849, el capitán John Sommers recibió una carta suya y se la entregó. En ella su amigo le contaba que estaba dedicado a la cirugía en Londres, aunque su verdadera vocación eran las enfermedades mentales, un campo novedoso apenas explorado por la curiosidad científica.

En "Dai Fao", la "ciudad grande", como llamaban los chinos a San Francisco, planeaba trabajar durante un tiempo y luego embarcarse rumbo a China, en caso que Ebanizer Hobbs no respondiera pronto a su última carta. Le asombró ver cómo había cambiado San Francisco en poco más de un año. En vez del fragoroso campamento de casuchas y tiendas que había conocido, lo recibió una ciudad con calles bien trazadas y edificios de varios pisos, organizada y próspera, donde por todas partes se levantaban nuevas viviendas. Un incendio monstruoso había destruido varias manzanas tres meses antes, todavía se veían restos de edificios carbonizados, pero aún no habían enfriado las brasas cuando ya estaban todos martillo en mano reconstruyendo. Había hoteles de lujo con verandas y balcones, casinos, bares y restaurantes, coches elegantes y una muchedumbre cosmopolita, mal vestida y mal agestada, entre la cual sobresalían los sombreros de copa de unos pocos dandis. El resto eran tipos barbudos y embarrados, con aire de truhanes, pero allí nadie era lo que parecía, el estibador del muelle podía ser un aristócrata latinoamericano y el cochero un abogado de Nueva York. Al minuto de conversación con cualquiera de esos tipos patibularios se podía descubrir a un hombre educado y fino, quien al menor pretexto sacaba del bolsillo una sobada carta de su mujer para mostrarla con lágrimas en los ojos. Y también ocurría al revés: el petimetre acicalado escondía un cabrón bajo el traje bien cortado. No le tocó ver escuelas en su trayecto por el centro, en cambio vio niños que trabajaban como adultos cavando hoyos, transportando ladrillos, arreando mulas y lustrando botas, pero apenas soplaba la ventolera del mar corrían a encumbrar volantines. Más tarde se enteró que muchos eran huérfanos y vagaban por las calles en pandillas hurtando comida para sobrevivir. Todavía escaseaban las mujeres y cuando alguna pisaba airosa la calle, el tráfico se detenía para dejarla pasar. Al pie del cerro Telegraph, donde había un semáforo con banderas para señalar la procedencia de los barcos que entraban a la bahía, se extendía un barrio de varias cuadras en el cual no faltaban mujeres: era la zona roja, controlada por los rufianes de Australia, Tasmania y Nueva Zelanda. Tao Chi´en había oído de ellos y sabía que no era un lugar donde un chino pudiera aventurarse solo después de la puesta de sol. Atisbando las tiendas vio que el comercio ofrecía los mismos productos que había visto en Londres. Todo llegaba por mar, incluso un cargamento de gatos para combatir las ratas, que se vendieron uno a uno como artículos de lujo. El bosque de mástiles de los barcos abandonados en la bahía estaba reducido a una décima parte, porque muchos habían sido hundidos para rellenar el terreno y construir encima o estaban convertidos en hoteles, bodegas, cárceles y hasta un asilo para locos, donde iban a morir los infortunados que se perdían en los delirios irremediables del alcohol. Hacía mucha falta, porque antes ataban a los lunáticos a los árboles.