Tao Chi´en se dirigió al barrio chino y comprobó que los rumores eran ciertos: sus compatriotas habían construido una ciudad completa en el corazón de San Francisco, donde se hablaba mandarín y cantonés, los avisos estaban escritos en chino y sólo chinos había por todas partes: la ilusión de encontrarse en el Celeste Imperio era perfecta. Se instaló en un hotel decente y se dispuso a practicar su oficio de médico por el tiempo necesario para juntar algo más de dinero, porque tenía un largo viaje por delante. Sin embargo algo ocurrió que echaría por tierra sus planes y lo retendría en esa ciudad. "Mi karma no era encontrar paz en un monasterio de las montañas, como a veces soñé, sino pelear una guerra sin tregua y sin fin" concluyó muchos años más tarde, cuando pudo mirar su pasado y ver con claridad los caminos recorridos y los que le faltaban por recorrer. Meses después recibió la última carta de Eliza en un sobre muy manoseado.
Paulina Rodríguez de Santa Cruz descendió del "Fortuna" como una emperatriz, rodeada de su séquito y con un equipaje de noventa y tres baúles. El tercer viaje del capitán John Sommers con el hielo había sido un verdadero tormento para él, el resto de los pasajeros y la tripulación. Paulina hizo saber a todo el mundo que el barco era suyo y para probarlo contradecía al capitán y daba órdenes arbitrarias a los marineros. Ni siquiera tuvieron el alivio de verla mareada, porque su estómago de elefanta resistió la navegación sin más consecuencias que un incremento del apetito. Sus hijos solían perderse en los vericuetos de la nave, a pesar de que las nanas no les quitaban los ojos de encima, y cuando eso sucedía sonaban las alarmas a bordo y debían detener la marcha, porque la desesperada madre chillaba que habían caído al agua. El capitán procuraba explicarle con la máxima delicadeza que si ése era el caso había que resignarse, ya se los habría tragado el Pacífico, pero ella mandaba echar los botes de salvamento al mar. Las criaturas aparecían tarde o temprano y al cabo de unas cuantas horas de tragedia podían proseguir el viaje. En cambio su antipático perro faldero resbaló un día y cayó al océano delante de varios testigos, que se quedaron mudos. En el muelle de San Francisco la aguardaba su marido y su cuñado con una fila de coches y carretas para transportar a la familia y los baúles. La nueva residencia construida para ella, una elegante casa victoriana, había llegado en cajas de Inglaterra con las piezas numeradas y un plano para armarla; también importaron el papel mural, muebles, arpa, piano, lámparas y hasta figuras de porcelana y cuadros bucólicos para decorarla. A Paulina no le gustó. Comparada con su mansión de los mármoles en Chile parecía una casita de muñecas que amenazaba con desmoronarse cuando se apoyaba en la pared, pero por el momento no había alternativa. Le bastó una mirada a la efervescente ciudad para darse cuenta de sus posibilidades.
– Aquí nos vamos a instalar, Feliciano. Los primeros en llegar se convierten en aristocracia a la vuelta de los años.
– Eso ya lo tienes en Chile, mujer.
– Yo sí, pero tú no. Créeme, ésta será la ciudad más importante del Pacífico.
– ¡Formada por canallas y putas!
– Exactamente. Son los más ansiosos de respetabilidad. No habrá nadie más respetable que la familia Cross. Lástima que los gringos no puedan pronunciar tu verdadero apellido. Cross es nombre de fabricante de quesos. Pero en fin, supongo que no se puede tener todo…
El capitán John Sommers se dirigió al mejor restaurante de la ciudad, dispuesto a comer y beber bien para olvidar las cinco semanas en compañía de esa mujer. Traía varios cajones con las nuevas ediciones ilustradas de libros eróticos. El éxito de los anteriores había sido estupendo y esperaba que su hermana Rose recuperara el ánimo para la escritura. Desde la desaparición de Eliza se había sumido en la tristeza y no había vuelto a coger la pluma. También a él le había cambiado el humor. Me estoy poniendo viejo, carajo, decía, al sorprenderse perdido en nostalgias inútiles. No había tenido tiempo de gozar a esa hija suya, de llevársela a Inglaterra, como había planeado; tampoco alcanzó a decirle que era su padre. Estaba harto de engaños y misterios. Ese negocio de los libros era otro de los secretos familiares. Quince años antes, cuando su hermana le confesó que a espaldas de Jeremy escribía impúdicas historias para no morirse de aburrimiento, se le ocurrió publicarlas en Londres, donde el mercado del erotismo había prosperado, junto con la prostitución y los clubes de flagelantes, a medida que se imponía la rígida moral victoriana. En una remota provincia de Chile, sentada ante un coqueto escritorio de madera rubia, sin más fuente de inspiración que los recuerdos mil veces aumentados y perfeccionados de un único amor, su hermana producía novela tras novela firmadas por "una dama anónima". Nadie creía que esas ardientes historias, algunas con un toque evocativo del Marqués de Sade, ya clásicas en su género, fueran escritas por una mujer. A él tocaba la tarea de llevar los manuscritos al editor, vigilar las cuentas, cobrar las ganancias y depositarlas en un banco en Londres para su hermana. Era su manera de pagarle el favor inmenso que le había hecho al recoger a su hija y callarse la boca. Eliza… No podía recordar a la madre, si bien de ella debió heredar sus rasgos físicos, de él tenía sin duda el ímpetu por la aventura. ¿Dónde estaría? ¿Con quién? Rose insistía en que había partido a California tras un amante, pero mientras más tiempo pasaba, menos lo creía. Su amiga Jacob Todd -Freemont, ahora- que había hecho de la búsqueda de Eliza una misión personal, aseguraba que nunca pisó San Francisco.
Freemont se encontró con el capitán para cenar y luego lo invitó a un espectáculo frívolo en uno de los garitos de baile de la zona roja. Le contó que Ah Toy, la china que habían vislumbrado por unos agujeros en la pared, tenía ahora una cadena de burdeles y un "salón" muy elegante, donde se ofrecían las mejores chicas orientales, algunas de apenas once años, entrenadas para satisfacer todos los caprichos, pero no era allí donde irían, sino a ver las danzarinas de un harén de Turquía, dijo. Poco después fumaban y bebían en un edificio de dos pisos decorado con mesones de mármol, bronces pulidos y cuadros de ninfas mitológicas perseguidas por faunos. Mujeres de varias razas atendían a la clientela, servían licor y manejaban las mesas de juego, bajo la mirada vigilante de chulos armados y vestidos con estridente afectación. A ambos costados del salón principal, en recintos privados, se apostaba fuerte. Allí se reunían los tigres del juego para arriesgar millares en una noche: políticos, jueces, comerciantes, abogados y criminales, todos nivelados por la misma manía. El espectáculo oriental resultó un fiasco para el capitán, quien había visto la auténtica danza del vientre en Estambul y adivinó que esas torpes muchachas seguramente pertenecían a la última partida de pindongas de Chicago recién arribadas a la ciudad. La concurrencia, compuesta en su mayoría por rústicos mineros incapaces de ubicar Turquía en un mapa, enloquecieron de entusiasmo ante esas odaliscas apenas cubiertas por unas falditas de cuentas. Aburrido, el capitán se dirigió a una de las mesas de juego, donde una mujer repartía con increíble destreza las cartas del "monte". Se le acercó otra y cogiéndolo del brazo le sopló una invitación al oído. Se volvió a mirarla. Era una sudamericana rechoncha y vulgar, pero con una expresión de genuina alegría. Iba a despedirla, porque planeaba pasar el resto de la noche en uno de los salones caros, donde había estado en cada una de sus visitas anteriores a San Francisco, cuando sus ojos se fijaron en el escote. Entre los pechos llevaba un broche de oro con turquesas.
– ¡De dónde sacaste eso! -gritó cogiéndola por los hombros con dos zarpas.
– ¡Es mío! Lo compré -balbuceó aterrada.