La noche anterior no había intentado dormir. Al salir del burdel se dirigió a un baño público, donde se remojó largamente para desprenderse de la energía oscura de sus enfermos y de la tremenda desazón que lo agobiaba. Al llegar a su vivienda despidió al ayudante y preparó té de jazmín, para purificarse. No había comido en muchas horas, pero no era ese el momento de hacerlo. Se desnudó, encendió incienso y una vela, se arrodilló con la frente en el suelo y dijo una oración por el alma de la muchacha muerta. Enseguida se sentó a meditar durante horas en completa inmovilidad, hasta que logró separarse del bullicio de la calle y los olores del restaurante y pudo sumirse en el vacío y silencio de su propio espíritu. No supo cuánto rato permaneció abstraído llamando y llamando a Lin, hasta que por fin el delicado fantasma lo escuchó en la misteriosa inmensidad que habitaba y lentamente fue encontrando el camino, acercándose con la ligereza de un suspiro, primero casi imperceptible y poco a poco más sustancial, hasta que él sintió con nitidez su presencia. No percibió a Lin entre las paredes del cuarto, sino dentro de su propio pecho, instalada al centro mismo de su corazón en calma.Tao Chi´en no abrió los ojos ni se movió. Durante horas permaneció en la misma postura, separado de su cuerpo, flotando en un espacio luminoso en perfecta comunicación con ella. Al amanecer, una vez que ambos estuvieron seguros de que no volverían a perderse de vista, Lin se despidió con suavidad. Entonces llegó el maestro de acupuntura, sonriente e irónico, como en sus mejores tiempos, antes que lo golpearan los desvaríos de la senilidad, y se quedó con él, acompañándolo y contestando sus preguntas, hasta que salió el sol, despertó el barrio y se oyeron los golpecitos discretos del ayudante en la puerta. Tao Chi´en se levantó, fresco y renovado, como después de un apacible sueño, se vistió y fue a abrir la puerta.
– Cierre el consultorio. No atenderé pacientes hoy, tengo otras cosas que hacer -anunció al ayudante.
Ese día las averiguaciones de Tao Chi´en cambiaron el rumbo de su destino. Las niñas tras los barrotes provenían de China, recogidas en la calle o vendidas por sus propios padres con la promesa de que irían a casarse a la Montaña Dorada. Los agentes las seleccionaban entre las más fuertes y baratas, no entre las más bellas, salvo si se trataba de encargos especiales de clientes ricos, quienes las adquirían como concubinas. Ah Toy, la astuta mujer que inventara el espectáculo de los agujeros en la pared para ser atisbada, se había convertido en la mayor importadora de carne joven de la ciudad. Para su cadena de establecimientos compraba a las chicas en la pubertad, porque resultaba más fácil domarlas y de todos modos duraban poco. Se estaba haciendo famosa y muy rica, sus arcas reventaban y había comprado un palacete en China para retirarse en la vejez. Se ufanaba de ser la madame oriental mejor relacionada, no sólo entre chinos, sino también entre americanos influyentes. Entrenaba a sus chicas para sonsacar información y así conocía los secretos personales, las maniobras políticas y las debilidades de los hombres en el poder. Si le fallaban los sobornos recurría al chantaje. Nadie se atrevía a desafiarla, porque desde el gobernador para abajo tenían tejado de vidrio. Los cargamentos de esclavas entraban por el muelle de San Francisco sin tropiezos legales y a plena luz del mediodía. Sin embargo, ella no era la única traficante, el vicio era de los negocios más rentables y seguros de California, tanto como las minas de oro. Los gastos se reducían al mínimo, las niñas eran baratas y viajaban en la cala de los barcos en grandes cajones acolchados. Así sobrevivían durante semanas, sin saber adónde iban ni por qué, sólo veían la luz del sol cuando les tocaba recibir lecciones de su oficio. Durante la travesía los marineros se encargaban de entrenarlas y al desembarcar en San Francisco ya habían perdido hasta el último trazo de inocencia. Algunas morían de disentería, cólera o deshidratación; otras lograban saltar al agua en los momentos en que las subían a cubierta para lavarlas con agua de mar. Las demás quedaban atrapadas, no hablaban inglés, no conocían esa nueva tierra, no tenían a quién recurrir. Los agentes de inmigración recibían soborno, hacían la vista gorda ante el aspecto de las chicas y sellaban sin leer los falsos papeles de adopción o de matrimonio. En el muelle las recibía una antigua prostituta, a quien el oficio había dejado una piedra negra en lugar del corazón. Las conducía arreándolas con una varilla, como ganado, por pleno centro de la ciudad, ante los ojos de quien quisiera mirar. Apenas cruzaban el umbral del barrio chino desaparecían para siempre en el laberinto subterráneo de cuartos ocultos, corredores falsos, escaleras torcidas, puertas disimuladas y paredes dobles, donde los policías jamás incursionaban, porque cuanto allí ocurría era "cosa de amarillos", una raza de pervertidos con la cual no había necesidad de meterse, opinaban.
En un enorme recinto bajo tierra, llamado por ironía "Sala de la Reina", las niñas enfrentaban su suerte. Las dejaban descansar una noche, las bañaban, les daban de comer y a veces las obligaban a tragar una taza de licor para aturdirlas un poco. A la hora del remate las llevaban desnudas a un cuarto atestado de compradores de todas las cataduras imaginables, quienes las manoseaban, les inspeccionaban los dientes, les metían los dedos donde les daba la gana y finalmente hacían sus ofertas. Algunas se remataban para los burdeles de más categoría o para los harenes de los ricos; las más fuertes solían ir a parar a manos de fabricantes, mineros o campesinos chinos, para quienes trabajarían por el resto de sus breves existencias; la mayoría se quedaba en los cubículos del barrio chino. Las viejas les enseñaban el oficio: debían aprender a distinguir el oro del bronce, para que no las estafaran en el pago, atraer a los clientes y complacerlos sin quejarse, por humillantes o dolorosas que fueran sus exigencias. Para dar a la transacción un aire de legalidad, firmaban un contrato que no podían leer, vendiéndose por cinco años, pero estaba bien calculado para que nunca pudieran librarse. Por cada día de enfermedad se le agregaban dos semanas a su tiempo de servicio y si intentaban escapar se convertían en esclavas para siempre. Vivían hacinadas en cuartos sin ventilación, divididos por una cortina gruesa, cumpliendo como galeotes hasta morir. Allí se dirigió Tao Chi´en aquella mañana, acompañado por los espíritus de Lin y de su maestro de acupuntura. Una adolescente vestida apenas con una blusa lo llevó de la mano tras la cortina, donde había un jergón inmundo, estiró la mano y le dijo que pagara primero. Recibió los seis dólares, se echó de espaldas y abrió las piernas con los ojos fijos en el techo. Tenía las pupilas muertas y respiraba con dificultad; él comprendió que estaba drogada. Se sentó a su lado, le bajó la camisa e intentó acariciarle la cabeza, pero ella lanzó un chillido y se encogió mostrando los dientes dispuesta a morderlo. Tao Chi´en se apartó, le habló largamente en cantonés, sin tocarla, hasta que la letanía de su voz la fue calmando, mientras observaba los magullones recientes. Por fin ella empezó a contestar a sus preguntas con más gestos que palabras, como si hubiera perdido el uso del lenguaje, y así se enteró de algunos detalles de su cautiverio. No pudo decirle cuánto tiempo llevaba allí, porque medirlo resultaba un ejercicio inútil, pero no debía ser mucho, porque aún recordaba a su familia en China con lastimosa precisión.