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– Era mi único propósito, pero empieza a gustarme América. Allá vuelvo a ser el Cuarto Hijo, aquí estoy mejor.

– Yo también. Si no encuentro a Joaquín me quedo y abro un restaurante. Tengo lo que se necesita: buena memoria para las recetas, cariño por los ingredientes, sentido del gusto y el tacto, instinto para los aliños… 909

– Y modestia -se rió Tao Chi´en.

– ¿Por qué voy a ser modesta con mi talento? Además tengo olfato de perro. De algo ha de servirme esta buena nariz: me basta oler un plato para saber qué contiene y hacerlo mejor.

– No te resulta con la comida china…

– ¡Ustedes comen cosas extrañas, Tao! El mío sería un restaurante francés, el mejor de la ciudad.

– Te propongo un trato, Eliza. Si dentro de un año no encuentras a ese Joaquín, te casas conmigo -dijo Tao Chi´en y ambos se rieron.

A partir de esa conversación algo cambió entre los dos. Se sentían incómodos si se encontraban solos y aunque deseaban estarlo, empezaron a evitarse. El anhelo de seguirla cuando se retiraba a su cuarto a menudo torturaba a Tao Chi´en, pero lo detenía una mezcla de timidez y respeto. Calculaba que mientras ella estuviera prendida del recuerdo del antiguo amante, no debía acercársele, pero tampoco podía continuar haciendo equilibrio en una cuerda floja por tiempo indefinido. La imaginaba en su cama, contando las horas en el silencio expectante de la noche, también desvelada de amor, pero no por él, sino por otro. Conocía tan bien su cuerpo, que podía dibujarlo en detalle hasta el lunar más secreto, aunque no la había visto desnuda desde la época en que la cuidó en el barco. Discurría que si se enfermara tendría un pretexto de tocarla, pero luego se avergonzaba de semejante pensamiento. La risa espontánea y la discreta ternura que antes brotaban a cada rato entre ellos, fueron reemplazadas por una apremiante tensión. Si por casualidad se rozaban, se apartaban turbados; estaban conscientes de la presencia o la ausencia del otro; el aire parecía cargado de presagios y anticipación. En vez de sentarse a leer o escribir en suave complicidad, se despedían apenas terminaba el trabajo en el consultorio. Tao Chi´en partía a visitar enfermos postrados, se reunía con otros "zhong yi" para discutir diagnósticos y tratamientos o se encerraba a estudiar textos de medicina occidental. Cultivaba la ambición de obtener un permiso para ejercer medicina legalmente en California, proyecto que sólo compartía con Eliza y los espíritus de Lin y su maestro de acupuntura. En China un "zhong yi" comenzaba como aprendiz y luego seguía solo, por eso la medicina permanecía inmutable por siglos, usando siempre los mismos métodos y remedios. La diferencia entre un buen practicante y uno mediocre era que el primero poseía intuición para diagnosticar y el don de aliviar con sus manos. Los doctores occidentales, sin embargo, hacían estudios muy exigentes, permanecían en contacto entre ellos y estaban al día con nuevos conocimientos, disponían de laboratorios y morgues para experimentación y se sometían al desafío de la competencia. La ciencia lo fascinaba, pero su entusiasmo no tenía eco en su comunidad, apegada a la tradición. Vivía pendiente de los más recientes adelantos y compraba cuanto libro y revista sobre esos temas caía en sus manos. Era tanta su curiosidad por lo moderno, que debió escribir en la pared el precepto de su venerable maestro: "De poco sirve el conocimiento sin sabiduría y no hay sabiduría sin espiritualidad." No todo es ciencia, se repetía, para no olvidarlo. En todo caso, necesitaba la ciudadanía americana, muy difícil de obtener para alguien de su raza, pero sólo así podría quedarse en ese país sin ser siempre un marginal, y necesitaba un diploma, así podría hacer mucho bien, pensaba. Los "fan güey" nada sabían de acupuntura o de las yerbas usadas en Asia durante siglos, a él lo consideraban una especie de curandero brujo y era tal el desprecio por otras razas, que los dueños de esclavos en la plantaciones del sur llamaban al veterinario cuando se enfermaba un negro. No era diferente su opinión sobre los chinos, pero existían algunos doctores visionarios que habían viajado o leído sobre otras culturas y se interesaban en las técnicas y las mil drogas de la farmacopea oriental. Continuaba en contacto con Ebanizer Hobbs en Inglaterra y en las cartas ambos solían lamentar la distancia que los separaba. "Venga a Londres, doctor Chi´en, y haga una demostración de acupuntura en el "Royal Medical Society", los dejaría boquiabiertos, se lo aseguro", le escribía Hobbs. Tal como decía, si combinaran los conocimientos de ambos podrían resucitar a los muertos.

Una pareja inusitada

Las heladas del invierno mataron de pulmonía a varias "sing song girls" en el barrio chino, sin que Tao Chi´en lograra salvarlas. Un par de veces lo llamaron cuando aún estaban vivas y alcanzó a llevárselas, pero fallecieron en sus brazos delirando de fiebre pocas horas más tarde. Para entonces los discretos tentáculos de su compasión se extendían a lo largo y ancho de Norteamérica, desde San Francisco hasta Nueva York, desde el Río Grande hasta Canadá, pero tan descomunal esfuerzo era apenas un grano de sal en aquel océano de desdicha. Le iba bien en su práctica de medicina y lo que lograba ahorrar o conseguía mediante la caridad de algunos ricos clientes, lo destinaba a comprar a las criaturas más jóvenes en los remates. En ese submundo ya lo conocían: tenía reputación de degenerado. No habían visto salir con vida a ninguna de las muchachitas que adquiría "para sus experimentos", como decía, pero a nadie le importaba lo que sucedía tras su puerta. Como "zhong yi" era el mejor, mientras no hiciera escándalo y se limitara a esas criaturas, que de todos modos eran poco más que animales, lo dejaban en paz. A las preguntas curiosas, su leal ayudante, el único que podía dar alguna información, se limitaba a explicar que los extraordinarios conocimientos de su patrón, tan útiles para sus pacientes, provenían de sus misteriosos experimentos. Para entonces Tao Chi´en se había trasladado a una buena casa entre dos edificios en el límite de Chinatown, a pocas cuadras de la plaza de la Unión, donde tenía su clínica, vendía sus remedios y escondía a las chicas hasta que pudieran viajar. Eliza había aprendido los rudimentos necesarios de chino para comunicarse a un nivel primario, el resto lo improvisaba con pantomima, dibujos y unas cuantas palabras de inglés. El esfuerzo valía la pena, eso era mucho mejor que hacerse pasar por el hermano sordomudo del doctor. No podía escribir ni leer chino, pero reconocía las medicinas por el olor y para más seguridad marcaba los frascos con un código de su invención. Siempre había un buen número de pacientes esperando turno para las agujas de oro, las yerbas milagrosas y el consuelo de la voz de Tao Chi´en. Más de alguno se preguntaba cómo ese hombre tan sabio y afable podía ser el mismo que coleccionaba cadáveres y concubinas infantiles, pero como no se sabía con certeza en qué consistían sus vicios, la comunidad lo respetaba. No tenía amigos, es cierto, pero tampoco enemigos. Su buen nombre escapaba los confines de Chinatown y algunos doctores americanos solían consultarlo cuando sus conocimientos resultaban inútiles, siempre con gran sigilo, pues habría sido una humillación pública admitir que un "celestial" tuviera algo que enseñarles. Así le tocó atender a ciertos personajes importantes de la ciudad y conocer a la célebre Ah Toy.

La mujer lo hizo llamar al enterarse que había aliviado a la esposa de un juez. Sufría de una sonajera de castañuelas en los pulmones, que a ratos amenazaba con asfixiarla. El primer impulso de Tao Chi´en fue negarse, pero luego lo venció la curiosidad de verla de cerca y comprobar por sí mismo la leyenda que la rodeaba. A sus ojos era una víbora, su enemiga personal. Conociendo lo que Ah Toy significaba para él, Eliza le puso en el maletín arsénico suficiente para despachar a un par de bueyes.

– Por si acaso… -explicó.

– Por si acaso ¿qué?

– Imagínate que esté muy enferma. No querrás que sufra, ¿verdad? A veces hay que ayudar a morir…