Tao Chi´en se rió de buena gana, pero no retiró el frasco de su maletín. Ah Toy lo recibió en uno de sus "pensionados" de lujo, donde el cliente pagaba mil dólares por sesión, pero se iba siempre satisfecho. Además, tal como sostenía ella: "Si necesita preguntar el precio, este lugar no es para usted." Una criada negra en uniforme almidonado le abrió la puerta y lo condujo a través de varias salas, donde deambulaban hermosas jóvenes vestidas de seda. Comparadas con sus hermanas menos afortunadas, vivían como princesas, comían tres veces al día y se daban baños diarios. La casa, un verdadero museo de antigüedades orientales y artilugios americanos, olía a tabaco, perfumes rancios y polvo. Eran las tres de la tarde, pero las gruesas cortinas permanecían cerradas, en esos cuartos no entraba jamás una brisa fresca. Ah Toy lo recibió en un pequeño escritorio atiborrado de muebles y jaulas de pájaros. Resultó más pequeña, joven y bella de lo imaginado. Estaba cuidadosamente maquillada, pero no llevaba joyas, vestía con sencillez y no usaba las uñas largas, indicio de fortuna y ocio. Se fijó en sus pies minúsculos enfundados en zapatillas blancas. Tenía la mirada penetrante y dura, pero hablaba con una voz acariciante que le recordó a Lin. Maldita sea, suspiró Tao Chi´en, derrotado a la primera palabra. La examinó impasible, sin revelar su repugnancia ni turbación, sin saber qué decirle, porque reprocharle su tráfico no sólo era inútil, también peligroso y podía llamar la atención sobre sus propias actividades. Le recetó "mahuang" para el asma y otros remedios para enfilar el hígado, advirtiéndole secamente que mientras viviera encerrada tras esos cortinajes fumando tabaco y opio, sus pulmones seguirían gimiendo. La tentación de dejarle el veneno, con la instrucción de tomar una cucharita al día, lo rozó como una mariposa nocturna y se estremeció, confundido ante ese instante de duda, porque hasta entonces creía que no le alcanzaba la ira para matar a nadie. Salió de prisa, seguro de que en vista de sus rudas maneras, la mujer no volvería a llamarlo.
– ¿Bueno? -preguntó Eliza al verlo llegar.
– Nada.
– ¡Cómo nada! ¿Ni siquiera tenía un poquito de tuberculosis? ¿No se morirá?
– Todos vamos a morir. Ésta se morirá de vieja. Es fuerte como un búfalo.
– Así es la gente mala.
Por su parte, Eliza sabía que se encontraba ante una bifurcación definitiva en su camino y la dirección escogida determinaría el resto de su vida. Tao Chi´en tenía razón: debía darse un plazo. Ya no podía ignorar la sospecha de haberse enamorado del amor y estar atrapada en el trastorno de una pasión de leyenda, sin asidero alguno en la realidad. Trataba de recordar los sentimientos que la impulsaron a embarcarse en esa tremenda aventura, pero no lo lograba. La mujer en que se había convertido, poco tenía en común con la niña enloquecida de antes. Valparaíso y el cuarto de los armarios pertenecían a otro tiempo, a un mundo que iba desapareciendo en la bruma. Se preguntaba mil veces por qué anheló tanto pertenecer en cuerpo y espíritu a Joaquín Andieta, cuando en verdad nunca se sintió totalmente feliz en sus brazos, y sólo podía explicarlo porque fue su primer amor. Estaba preparada cuando él apareció a descargar unos bultos en su casa, el resto fue cosa del instinto. Simplemente obedeció al más poderoso y antiguo llamado, pero eso había ocurrido hacía una eternidad a siete mil millas de distancia. Quién era ella entonces y qué vio en él, no podía decirlo, pero sabía que su corazón ya no andaba por esos rumbos. No sólo se había cansado de buscarlo, en el fondo prefería no encontrarlo, pero tampoco podía continuar aturdida por las dudas. Necesitaba una conclusión de esa etapa para iniciar en limpio un nuevo amor.
A finales de noviembre no soportó más la zozobra y sin decir palabra a Tao Chi´en fue al periódico a hablar con el célebre Jacob Freemont. La hicieron pasar a la sala de redacción, donde trabajaban varios periodistas en sus escritorios, rodeados de un desorden apabullante. Le señalaron una pequeña oficina tras una puerta vidriada y hacia allá se encaminó. Se quedó de pie frente a la mesa, esperando que ese gringo de patillas rojas levantara la vista de sus papeles. Era un individuo de mediana edad, con la piel pecosa y un dulce aroma a velas. Escribía con la mano izquierda, tenía la frente apoyada en la derecha y no se le veía la cara, pero entonces, por debajo del aroma a cera de abejas, ella percibió un olor conocido que le trajo a la memoria algo remoto e impreciso de la infancia. Se inclinó un poco hacia él, olisqueando con disimulo, en el instante mismo en que el periodista alzó la cabeza. Sorprendidos, quedaron mirándose a una distancia incómoda y por fin ambos se echaron hacia atrás. Por su olor ella lo reconoció, a pesar de los años, los lentes, las patillas y la vestimenta de yanqui. Era el eterno pretendiente de Miss Rose, el mismo inglés que acudía puntual a las tertulias de los miércoles en Valparaíso. Paralizada, no pudo escapar.
– ¿Qué puedo hacer por ti, muchacho? -preguntó Jacob Todd quitándose los lentes para limpiarlos con su pañuelo.
La perorata que había preparado se le borró a Eliza de la cabeza. Se quedó con la boca abierta y el sombrero en la mano, segura de que si ella lo había reconocido, él también; pero el hombre se colocó cuidadosamente los lentes y repitió la pregunta sin mirarla.
– Es por Joaquín Murieta… -balbuceó y la voz le salió más aflautada que nunca.
– ¿Tienes información sobre el bandido? -se interesó el periodista de inmediato.
– No, no… Al contrario, vengo a preguntarle por él. Necesito verlo.
– Tienes un aire familiar, muchacho… ¿acaso nos conocemos?
– No lo creo, señor.
– ¿Eres chileno?
– Sí.
– Yo viví en Chile hace algunos años. Bonito país. ¿Para qué quieres ver a Murieta?
– Es muy importante.
– Me temo que no puedo ayudarte. Nadie sabe su paradero.
– ¡Pero usted ha hablado con él!
– Sólo cuando Murieta me llama. Se pone en contacto conmigo cuando quiere que alguna de sus hazañas aparezcan en el diario. No tiene nada de modesto, le gusta la fama.
– ¿En qué idioma se entiende usted con él?
– Mi español es mejor que su inglés.
– Dígame, señor, ¿tiene acento chileno o mexicano?
– No sabría decirlo. Te repito, muchacho, no puedo ayudarte -replicó el periodista poniéndose de pie para dar término a ese interrogatorio, que empezaba a molestarle.
Eliza se despidió brevemente y él se quedó pensando con un aire de perplejidad mientras la veía alejarse en el barullo de la sala de redacción. Ese joven le parecía conocido, pero no lograba ubicarlo. Varios minutos más tarde, cuando su visitante se había retirado, se acordó del encargo del capitán John Sommers y la imagen de la niña Eliza pasó como un relámpago por su memoria. Entonces relacionó el nombre del bandido con el de Joaquín Andieta y entendió por qué ella lo buscaba. Ahogó un grito y salió corriendo a la calle, pero la joven había desaparecido.
El trabajo más importante de Tao Chi´en y Eliza Sommers comenzaba en las noches. En la oscuridad disponían de los cuerpos de las infortunadas que no podían salvar y llevaban a las demás al otro extremo de la ciudad, donde sus amigos cuáqueros. Una a una las niñas salían del infierno para lanzarse a ciegas a una aventura sin retorno. Perdían la esperanza de regresar a China o reencontrarse con sus familias, algunas no volvían a hablar en su lengua ni a ver otro rostro de su raza, debían aprender un oficio y trabajar duramente por el resto de sus vidas, pero cualquier cosa resultaba un paraíso comparado con la vida anterior. Las que Tao conseguía rematar se adaptaban mejor. Habían viajado en cajones y habían sido sometidas a la lascivia y brutalidad de los marineros, pero todavía no estaban completamente quebradas y mantenían cierta capacidad de redención. Las otras, libradas en el último instante de la muerte en el "hospital", nunca perdían el miedo que, como una enfermedad de la sangre, las quemaría por dentro hasta el último día. Tao Chi´en esperaba que con el tiempo aprendieran al menos a sonreír de vez en cuando. Apenas recuperaban sus fuerzas y entendían que nunca más tendrían que someterse a un hombre por obligación, pero siempre serían fugitivas, las conducían al hogar de sus amigos abolicionistas, parte del "underground railroad", como llamaban a la organización clandestina dedicada a socorrer a los esclavos evadidos, a la cual también pertenecía el herrero James Morton y sus hermanos. Recibían a los refugiados provenientes de estados esclavistas y los ayudaban a instalarse en California, pero en este caso debían operar en dirección contraria, sacando a las niñas chinas de California para llevarlas lejos de los traficantes y las pandillas criminales, buscarles un hogar y alguna forma de ganarse la vida. Los cuáqueros asumían los riesgos con fervor religioso: para ellos se trataba de inocentes mancilladas por la maldad humana, que Dios había puesto en su camino como prueba. Las acogían de tan buena gana, que a menudo ellas reaccionaban con violencia o terror; no sabían recibir afecto, pero la paciencia de esas buenas gentes iba poco a poco venciendo su resistencia. Les enseñaban unas cuantas frases indispensables en inglés, les daban una idea de las costumbres americanas, les mostraban un mapa para que supieran al menos dónde se encontraban, y trataban de iniciarlas en algún oficio, mientras esperaban que llegara Babalú, el Malo, a buscarlas.