– Ya sabes, siempre se enferma para el cumpleaños de Eliza. No ha podido reponerse de la muerte de la muchacha -explicó.
– De eso quiero hablarles -replicó el capitán.
Miss Rose no supo cuánto amaba a Eliza hasta que le faltó, entonces sintió que la certeza del amor maternal le llegaba demasiado tarde. Se culpaba por los años en que la quiso a medias, con un cariño arbitrario y caótico; las veces que se olvidaba de su existencia, demasiado ocupada en sus frivolidades, y cuando se acordaba descubría que la chiquilla había estado en el patio con las gallinas durante una semana. Eliza había sido lo más parecido a una hija que jamás tendría; por casi diecisiete años fue su amiga, su compañera de juegos, la única persona en el mundo que la tocaba. A Miss Rose le dolía el cuerpo de pura y simple soledad. Echaba de menos los baños con la niña, cuando chapoteaban felices en el agua aromatizada con hojas de menta y romero. Pensaba en las manos pequeñas y hábiles de Eliza lavándole el cabello, masajeándole la nuca, puliéndole las uñas con un trozo de gamuza, ayudándola a peinarse. Por las noches se quedaba esperando, con el oído atento a los pasos de la muchacha trayéndole su copita de licor anisado. Ansiaba sentir una vez más en la frente su beso de buenas noches. Miss Rose ya no escribía y suspendió por completo las tertulias musicales que antes constituían el eje de su vida social. La coquetería también se le pasó y estaba resignada a envejecer sin gracia, "a mi edad sólo se espera de una mujer que tenga dignidad y huela bien", decía. Ningún vestido nuevo salió de sus manos en esos años, seguía usando los mismos de antes y ni cuenta se daba que ya no estaban a la moda. La salita de costura permanecía abandonada y hasta la colección de bonetes y sombreros languidecía en cajas, porque había optado por el manto negro de las chilenas para salir a la calle. Ocupaba sus horas releyendo a los clásicos y tocando piezas melancólicas en el piano. Se aburría con determinación y método, como un castigo. La ausencia de Eliza se convirtió en buen pretexto para llevar luto por las penas y pérdidas de sus cuarenta años de vida, sobre todo la falta de amor. Eso lo sentía como una espina bajo la uña, un constante dolor en sordina. Se arrepentía de haberla criado en la mentira; no podía entender por qué inventó la historia de la cesta con las sábanas de batista, la improbable mantita de visón y las monedas de oro, cuando la verdad habría sido mucho más reconfortante. Eliza tenía derecho a saber que el adorado tío John era en realidad su padre, que ella y Jeremy eran sus tíos, que pertenecía a la familia Sommers y no era una huérfana recogida por caridad. Recordaba horrorizada cuando la arrastró hasta el orfelinato para darle un susto, ¿qué edad tenía entonces? Ocho o diez, una criatura. Si pudiera empezar de nuevo sería una madre muy diferente… De partida, la habría apoyado cuando se enamoró, en vez de declararle la guerra; si lo hubiera hecho, Eliza estaría viva, suspiraba, era culpa suya que al huir encontrara la muerte. Debió acordarse de su propio caso y entender que a las mujeres de su familia el primer amor las trastornaba. Lo más triste era no tener con quién hablar de ella, porque también Mama Fresia había desaparecido y su hermano Jeremy apretaba los labios y salía de la habitación si la mencionaba. Su pesadumbre contaminaba todo a su alrededor, en los últimos cuatro años la casa tenía un aire denso de mausoleo, la comida había decaído tanto, que ella se alimentaba de té con galletas inglesas. No había conseguido una cocinera decente y tampoco la había buscado con mucho ahínco. La limpieza y el orden la dejaban indiferente; faltaban flores en los jarrones y la mitad de las plantas del jardín languidecían por falta de cuidado. Durante cuatro inviernos las cortinas floreadas del verano colgaban en la sala sin que nadie se diera el trabajo de cambiarlas al final de la temporada.
Jeremy no hacía reproches a su hermana, comía cualquier mazamorra que le pusieran por delante y nada decía cuando sus camisas aparecían mal planchadas y sus trajes sin cepillar. Había leído que las mujeres solteras solían sufrir peligrosas perturbaciones. En Inglaterra habían desarrollado una cura milagrosa para la histeria, que consistía en cauterizar con hierros al rojo ciertos puntos, pero aquellos adelantos no habían llegado a Chile, donde todavía se empleaba agua bendita para esos males. En todo caso, era un asunto delicado, difícil de mencionar ante Rose. No se le ocurría cómo consolarla, el hábito de discreción y silencio entre ellos era muy antiguo. Procuraba complacerla con regalos comprados de contrabando en los barcos, pero nada sabía de mujeres y llegaba con objetos horrendos que pronto desaparecían al fondo de los armarios. No sospechaba cuántas veces su hermana se acercó cuando él fumaba en su sillón, a punto de desplomarse a sus pies, apoyar la cabeza en sus rodillas y llorar hasta nunca acabar, pero en el último instante retrocedía asustada, porque entre ellos cualquier palabra de afecto sonaba como ironía o imperdonable sentimentalismo. Tiesa y triste, Rose mantenía las apariencias por disciplina, con la sensación de que sólo el corsé la sostenía y al quitárselo se desmoronaba en pedazos. De su alborozo y sus travesuras nada quedaba; tampoco de sus atrevidas opiniones, sus gestos de rebeldía o su impertinente curiosidad. Se había convertido en lo que más temía: una solterona victoriana. "Es el cambio, a esta edad las mujeres se desequilibran" opinó el boticario alemán y le recetó valeriana para los nervios y aceite de hígado de bacalao para la palidez.