– Si esa bestia es tu enamorado, más vale que nunca lo encuentres -opinó Tao Chi´en, cuando ella le mostró los recortes de los periódicos coleccionados por más de un año.
– Creo que no lo es…
– ¿Cómo sabes?
En sueños veía a su antiguo amante con el mismo traje gastado y las camisas deshilachadas, pero limpias y bien planchadas, de los tiempos en que se amaron en Valparaíso. Aparecía con su aire trágico, sus ojos intensos y su olor a jabón y sudor fresco, la tomaba de la manos como entonces y le hablaba enardecido de la democracia. A veces yacían juntos sobre el montón de cortinas en el cuarto de los armarios, lado a lado, sin tocarse, completamente vestidos, mientras a su alrededor crujían las maderas azotadas por el viento del mar. Y siempre, en cada sueño, Joaquín tenía una estrella de luz en la frente.
– ¿Y eso qué significa? -quiso saber Tao Chi´en.
– Ningún hombre malo tiene luz en la frente.
– Es sólo un sueño, Eliza.
– No es uno, Tao, son muchos sueños…
– Entonces estás buscando al hombre equivocado.
– Tal vez, pero no he perdido el tiempo -replicó ella, sin dar más explicaciones.
Por primera vez en cuatro años volvía a tener conciencia de su cuerpo, relegado a un plano insignificante desde el instante en que Joaquín Andieta se despidió de ella en Chile, aquel funesto 22 de diciembre de 1848. En su obsesión por encontrar a ese hombre renunció a todo, incluso su feminidad. Temía haber perdido por el camino su condición de mujer para convertirse en un raro ente asexuado. Algunas veces, cabalgando por cerros y bosques, expuesta a la inclemencia de todos los vientos, recordaba los consejos de Miss Rose, que se lavaba con leche y jamás permitía un rayo de sol sobre su piel de porcelana, pero no podía detenerse en semejantes consideraciones. Soportaba el esfuerzo y el castigo porque no tenía alternativa. Consideraba su cuerpo, como sus pensamientos, su memoria o su sentido del olfato, parte inseparable de su ser. Antes no entendía a qué se refería Miss Rose cuando hablaba del alma, porque no lograba diferenciarla de la unidad que ella era, pero ahora empezaba a vislumbrar su naturaleza. Alma era la parte inmutable de sí misma. Cuerpo, en cambio, era esa bestia temible que después de años invernando despertaba indómita y llena de exigencias. Venía a recordarle el ardor del deseo que alcanzó a saborear brevemente en el cuarto de los armarios. Desde entonces no había sentido verdadera urgencia de amor o de placer físico, como si esa parte de ella hubiera permanecido profundamente dormida. Lo atribuyó al dolor de haber sido abandonada por su amante, al pánico de verse encinta, a su paseo por los laberintos de la muerte en el barco, al trauma del aborto. Estuvo tan machucada, que el terror de verse otra vez en tales circunstancias fue más fuerte que el ímpetu de la juventud. Pensaba que por el amor se pagaba un precio demasiado alto y era mejor evitarlo por completo, pero algo se le había dado vuelta por dentro en los últimos dos años junto a Tao Chi´en y de pronto el amor, como el deseo, le parecía inevitable. La necesidad de vestirse de hombre empezaba a pesarle como una carga. Recordaba la salita de costura, donde seguro en esos momentos Miss Rose estaría haciendo otro de sus primorosos vestidos, y la abrumaba una oleada de nostalgia por aquellas delicadas tardes de su infancia, por el té de las cinco en las tazas que Miss Rose había heredado de su madre, por las correrías comprando frivolidades de contrabando en los barcos. ¿Y qué sería de Mama Fresia? La veía refunfuñando en la cocina, gorda y tibia, olorosa a albahaca, siempre con un cucharón en la mano y una olla hirviendo sobre la estufa, como una afable hechicera. Sentía una añoranza apremiante por esa complicidad femenina de antaño, un deseo perentorio de sentirse mujer nuevamente. En su habitación no había un espejo grande para observar a aquella criatura femenina que luchaba por imponerse. Quería verse desnuda. A veces despertaba al amanecer afiebrada por sueños impetuosos en que a la imagen de Joaquín Andieta con una estrella en la frente, se sobreponían otras visiones surgidas de los libros eróticos que antes leía en voz alta a las palomas de la Rompehuesos. En aquel entonces lo hacía con notable indiferencia, porque esas descripciones nada evocaban en ella, pero ahora venían a penarle en sueños como lúbricos espectros. A solas en su hermoso aposento de muebles chinos, aprovechaba la luz del amanecer filtrándose débilmente por las ventanas para dedicarse a la arrobada exploración de sí misma. Se despojaba del pijama, miraba con curiosidad las partes de su cuerpo que alcanzaba a ver y recorría a tientas las otras, como hacía años atrás en la época en que descubría el amor. Comprobaba que había cambiado poco. Estaba más delgada, pero también parecía más fuerte. Las manos estaban curtidas por el sol y el trabajo, pero el resto era tan claro y liso como lo recordaba. Le parecía pasmoso que después de tanto tiempo aplastados bajo una faja, todavía tuviera los mismos pechos de antes, pequeños y firmes, con los pezones como garbanzos. Se soltaba la melena, que no se había cortado en cuatro meses y peinaba en una apretada cola en la nuca, cerraba los ojos y agitaba la cabeza con placer ante el peso y la textura de animal vivo de su pelo. Le sorprendía esa mujer casi desconocida, con curvas en los muslos y en las caderas, con cintura breve y un vello crespo y áspero en el pubis, tan diferente al cabello liso y elástico de la cabeza. Levantaba un brazo para medir su extensión, apreciar su forma, ver de lejos sus uñas; con la otra mano palpaba su costado, el relieve de las costillas, la cavidad de la axila, el contorno del brazo. Se detenía en los puntos más sensibles de la muñeca y el doblez del codo, preguntándose si Tao sentiría las mismas cosquillas en las mismas partes. Tocaba su cuello, dibujaba las orejas, el arco de las cejas, la línea de los labios; recorría con un dedo el interior de la boca y luego se lo llevaba a los pezones, que se erguían al contacto de la saliva caliente. Pasaba con firmeza las manos por sus nalgas, para aprender su forma, y luego con liviandad, para sentir la tersura de la piel. Se sentaba en su cama y se palpaba desde los pies hasta las ingles, sorprendida de la casi imperceptible pelusa dorada que había aparecido sobre sus piernas. Abría los muslos y tocaba la misteriosa hendidura de su sexo, mórbida y húmeda; buscaba el capullo del clítoris, centro mismo de sus deseos y confusiones, y al rozarlo acudía de inmediato la visión inesperada de Tao Chi´en. No era Joaquín Andieta, de cuyo rostro escasamente podía acordarse, sino su fiel amigo quien venía a nutrir sus febriles fantasías con una mezcla irresistible de abrazos ardientes, de suave ternura y de risa compartida. Después se olía las manos, maravillada de ese poderoso aroma de sal y frutas maduras que emanaba de su cuerpo.
Tres días después de que el gobernador pusiera precio a la cabeza de Joaquín Murieta, ancló en el puerto de San Francisco el vapor "Northener" con doscientos setenta y cinco sacos de correo y Lola Montez. Era la cortesana más famosa de Europa, pero ni Tao Chi´en ni Eliza habían oído jamás su nombre. Estaban en el muelle por casualidad, habían ido a buscar una caja de medicinas chinas que traía un marinero desde Shanghai. Creyeron que la causa del tumulto de carnaval era el correo, nunca se había recibido un cargamento tan abundante, pero los petardos de fiesta los sacaron de su error. En esa ciudad acostumbrada a toda suerte de prodigios, se había juntado una multitud de hombres curiosos por ver a la incomparable Lola Montez, quien había viajado por el Istmo de Panamá precedida por el redoble de tambores de su fama. Descendió del bote en brazos de un par de afortunados marineros, que la depositaron en tierra firme con reverencias dignas de una reina. Y ésa era exactamente la actitud de aquella célebre amazona mientras recibía los vítores de sus admiradores. La batahola cogió a Eliza y Tao Chi´en de sorpresa, porque no sospechaban el linaje de la bella, pero rápidamente los espectadores los pusieron al día. Se trataba de una irlandesa, plebeya y bastarda, que se hacía pasar por una noble bailarina y actriz española. Danzaba como un ganso y de actriz sólo tenía una inmoderada vanidad, pero su nombre convocaba imágenes licenciosas de grandes seductoras, desde Dalila hasta Cleopatra, y por eso acudían a aplaudirla delirantes muchedumbres. No iban por su talento, sino para comprobar de cerca su perturbadora malignidad, su legendaria hermosura y su fiero temperamento. Sin más talento que desfachatez y audacia, llenaba teatros, gastaba como un ejército, coleccionaba joyas y amantes, sufría epopéyicas rabietas, había declarado la guerra a los jesuitas y salido expulsada de varias ciudades, pero su máxima hazaña consistía en haber roto el corazón de un rey. Ludwig I de Baviera fue un buen hombre, avaro y prudente durante sesenta años, hasta que ella le salió al paso, le dio un par de vueltas mortales y lo dejó convertido en un pelele. El monarca perdió el juicio, la salud y el honor, mientras ella esquilmaba las arcas reales de su pequeño reino. Todo lo que quiso se lo dio el enamorado Ludwig, incluso un título de condesa, mas no pudo conseguir que sus súbditos la aceptaran. Los pésimos modales y descabellados caprichos de la mujer provocaron el odio de los ciudadanos de Munich, quienes terminaron por lanzarse en masa a la calle para exigir la expulsión de la querida del rey. En vez de desaparecer calladamente, Lola enfrentó a la turba armada con una fusta para caballos y la habrían hecho picadillo si sus fieles sirvientes no la meten a viva fuerza en un coche para colocarla en la frontera. Desesperado, Ludwig I abdicó al trono y se dispuso a seguirla al exilio, pero sin corona, poder ni cuenta bancaria, de poco servía el caballero y la beldad simplemente lo plantó.