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– ¿Hasta cuándo me atormenta, Miss Rose? ¿No teme que me burra de perseguirla? -bromeaba con ella.

– No se aburrirá, Mr. Todd. Perseguir al gato es mucho más divertido que atraparlo -replicaba ella.

La elocuencia del falso misionero fue una novedad en aquel ambiente y tan pronto se supo que había estudiado a conciencia las Sagradas Escrituras, le ofrecieron la palabra. Existía un pequeño templo anglicano, mal visto por la autoridad católica, pero la comunidad protestante se juntaba también en casas particulares. "¿Dónde se ha visto una iglesia sin vírgenes y diablos? Los gringos son todos herejes, no creen en el Papa, no saben rezar, se lo pasan cantando y ni siquiera comulgan", mascullaba Mama Fresia escandalizada cuando tocaba el turno de realizar el servicio dominical en casa de los Sommers. Todd se preparó para leer brevemente sobre la salida de los judíos de Egipto y enseguida referirse a la situación de los inmigrantes que, como los judíos bíblicos, debían adaptarse en tierra extraña, pero Jeremy Sommers lo presentó a la concurrencia como misionero y le pidió que hablara de los indios en Tierra del Fuego. Jacob Todd no sabía ubicar la región ni por qué tenía ese nombre sugerente, pero logró conmover a los oyentes hasta las lágrimas con la historia de tres salvajes cazados por un capitán inglés para llevarlos a Inglaterra. En menos de tres años esos infelices, que vivían desnudos en el frío glacial y solían cometer actos de canibalismo, dijo, andaban vestidos con propiedad, se habían transformado en buenos cristianos y aprendido costumbres civilizadas, incluso toleraban la comida inglesa. No aclaró, sin embargo, que apenas fueron repatriados volvieron de inmediato a sus antiguos hábitos, como si jamás hubieran sido tocados por Inglaterra o la palabra de Jesús. Por sugerencia de Jeremy Sommers se organizó allí mismo una colecta para la empresa de divulgación de la fe, con tan buenos resultados que al día siguiente Jacob Todd pudo abrir una cuenta en la sucursal del Banco de Londres en Valparaíso. La cuenta se alimentaba semanalmente con las contribuciones de los protestantes y crecía a pesar de los giros frecuentes de Todd para financiar sus propios gastos, cuando su renta no alcanzaba a cubrirlos. Mientras más dinero entraba, más se multiplicaban los obstáculos y pretextos para postergar la misión evangelizadora. Así transcurrieron dos años.

Jacob Todd llegó a sentirse tan cómodo en Valparaíso como si hubiera nacido allí. Chilenos e ingleses tenían varios rasgos de carácter en común: todo lo resolvían con síndicos y abogados; sentían un apego absurdo por la tradición, los símbolos patrios y las rutinas; se jactaban de individualistas y enemigos de la ostentación, que despreciaban como un signo de arribismo social; parecían amables y controlados, pero eran capaces de gran crueldad. Sin embargo, a diferencia de los ingleses, los chilenos sentían horror de la excentricidad y nada temían tanto como hacer el ridículo. Si hablara correcto castellano, pensó Jacob Todd estaría como en mi casa. Se había instalado en la pensión de una viuda inglesa que amparaba gatos y horneaba las más célebres tartas del puerto. Dormía con cuatro felinos sobre la cama, mejor acompañado de lo que nunca antes estuvo, y desayunaba a diario con las tentadoras tartas de su anfitriona. Se conectó con chilenos de todas clases, desde los más humildes, que conocía en sus andanzas por los barrios bajos del puerto, hasta los más empingorotados. Jeremy Sommers lo presentó en el "Club de la Unión", donde fue aceptado como miembro invitado. Sólo los extranjeros de reconocida importancia social podían vanagloriarse de tal privilegio, pues se trataba de un enclave de terratenientes y políticos conservadores, donde se medía el valor de los socios por el apellido. Se le abrieron las puertas gracias a su habilidad con barajas y dados; perdía con tanta gracia, que pocos se daban cuenta de lo mucho que ganaba. Allí se hizo amigo de Agustín del Valle, dueño de tierras agrícolas en esa zona y rebaños de ovejas en el sur, donde jamás había puesto los pies, porque para eso contaba con capataces traídos de Escocia. Esa nueva amistad le dio ocasión de visitar las austeras mansiones de familias aristocráticas chilenas, edificios cuadrados y oscuros de grandes piezas casi vacías, decoradas sin refinamiento, con muebles pesados, candelabros fúnebres y una corte de crucifijos sangrantes, vírgenes de yeso y santos vestidos como antiguos nobles españoles. Eran casas volcadas hacia adentro, cerradas a la calle, con altas rejas de hierro, incómodas y toscas, pero provistas de frescos corredores y patios internos sembrados de jazmines, naranjos y rosales.

Al despuntar la primavera Agustín del Valle invitó a los Sommers y a Jacob Todd a uno de sus fundos. El camino resultó una pesadilla; un jinete podía hacerlo a caballo en cuatro o cinco horas, pero la caravana con la familia y sus huéspedes salió de madrugada y no llegó hasta bien entrada la noche. Los del Valle se trasladaban en carretas tiradas por bueyes, donde colocaban mesas y divanes de felpa. Seguían una recua de mulas con el equipaje y peones a caballo, armados de primitivos trabucos para defenderse de los bandoleros, que solían esperar agazapados en las curvas de los cerros. A la enervante lentitud de los animales se sumaban los baches del camino, donde se trancaban las carretas, y las frecuentes paradas a descansar, en que los sirvientes servían las viandas de los canastos en medio de una nube de moscas. Todd nada sabía de agricultura, pero bastaba una mirada para comprender que en esa tierra fértil todo se daba en abundancia; la fruta caía de los árboles y se pudría en el suelo sin que nadie se diera el trabajo de recogerla. En la hacienda encontró el mismo estilo de vida que había observado años antes en España: una familia numerosa unida por intrincados lazos de sangre y un inflexible código de honor. Su anfitrión era un patriarca poderoso y feudal que manejaban en un puño los destinos de su descendencia y ostentaba, arrogante, un linaje trazable hasta los primeros conquistadores españoles. Mis tatarabuelos, contaba, anduvieron más de mil kilómetros enfundados en pesadas armaduras de hierro, cruzaron montañas, ríos y el desierto más árido del mundo, para fundar la ciudad de Santiago. Entre los suyos era un símbolo de autoridad y decencia, pero fuera de su clase se lo conocía como un rajadiablos. Contaba con una prole de bastardos y con la mala fama de haber liquidado a más de uno de sus inquilinos en sus legendarios arrebatos de mal humor, pero esas muertes, como tantos otros pecados, no se ventilaban jamás. Su esposa estaba en los cuarenta, pero parecía una anciana trémula y cabizbaja, siempre vestida de luto por los hijos fallecidos en la infancia y sofocada por el peso del corsé, la religión y aquel marido que le tocó en suerte. Los hijos varones pasaban sus ociosas existencias entre misas, paseos, siestas, juegos y parrandas, mientras las hijas flotaban como ninfas misteriosas por aposentos y jardines, entre susurros de enaguas, siempre bajo el ojo vigilante de sus dueñas. Las habían preparado desde pequeñas para una existencia de virtud, fe y abnegación; sus destinos eran matrimonios de conveniencia y la maternidad.