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– Es decir, no tiene más mérito que la mala fama -opinó Tao Chi´en.

Un grupo de irlandeses desengancharon los caballos del coche de Lola, se colocaron en sus lugares y la arrastraron hasta su hotel por calles tapizadas de pétalos de flores. Eliza y Tao Chi´en la vieron pasar en gloriosa procesión.

– Es lo único que faltaba en este país de locos -suspiró el chino, sin una segunda mirada para la bella.

Eliza siguió el carnaval por varias cuadras, entre divertida y admirada, mientras a su alrededor estallaban cohetes y tiros al aire. Lola Montez llevaba el sombrero en la mano, tenía el cabello negro partido al centro con rizos sobre las orejas y ojos alucinados de un color azul nocturno, vestía una falda de terciopelo obispal, blusa con encajes en el cuello y los puños y una chaqueta corta de torero recamada de mostacillas. Tenía una actitud burlona y desafiante, plenamente consciente de que encarnaba los deseos más primitivos y secretos de los hombres y simbolizaba lo más temido por los defensores de la moral; era un ídolo perverso y el papel le encantaba. En el entusiasmo del momento alguien le lanzó un puñado de oro en polvo, que quedó adherido a sus cabellos y a su ropa como un aura. La visión de esa joven mujer, triunfante y sin miedo, sacudió a Eliza. Pensó en Miss Rose, como hacía cada vez más a menudo, y sintió una oleada de compasión y ternura por ella. La recordó azorada en su corsé, la espalda recta, la cintura estrangulada, transpirando bajo sus cinco enaguas, "siéntate con las piernas juntas, camina derecha, no te apures, habla bajito, sonríe, no hagas morisquetas porque te llenarás de arrugas, cállate y finge interés, a los hombres les halaga que las mujeres los escuchen". Miss Rose, con su olor a vainilla, siempre complaciente… Pero también la recordó en la bañera, apenas cubierta por una camisa mojada, los ojos brillantes de risa, el cabello alborotado, las mejillas rojas, libre y contenta, cuchicheando con ella, "una mujer puede hacer lo que quiera, Eliza, siempre que lo haga con discreción". Sin embargo, Lola Montez lo hacía sin la menor prudencia; había vivido más vidas que el más bravo aventurero y lo hacía hecho desde su altiva condición de hembra bien plantada. Esa noche Eliza llegó a su cuarto pensativa y abrió sigilosamente la maleta de sus vestidos, como quien comete una falta. La había dejado en Sacramento cuando partió en persecución de su amante la primera vez, pero Tao Chi´en la había guardado con la idea de que algún día el contenido podría servirle. Al abrirla, algo cayó al suelo y comprobó sorprendida que era su collar de perlas, el precio que había pagado a Tao Chi´en por introducirla al barco. Se quedó largo rato con las perlas en la mano, conmovida. Sacudió los vestido y los puso sobre su cama, estaban arrugados y olían a sótano. Al día siguiente los llevó a la mejor lavandería de Chinatown.

– Voy a escribir una carta a Miss Rose, Tao -anunció.

– ¿Por qué?

– Es como mi madre. Si yo la quiero tanto, seguro ella me quiere igual. Han pasado cuatro años sin noticias, debe creer que estoy muerta.

– ¿Te gustaría verla?

– Claro, pero eso es imposible. Voy a escribir sólo para tranquilizarla, pero sería bueno que ella pudiera contestarme, ¿te importa que le dé esta dirección?

– Quieres que tu familia te encuentre… -dijo él y se le quebró la voz.

Ella se quedó mirándolo y se dio cuenta que nunca había estado tan cerca de alguien en este mundo, como en ese instante lo estaba de Tao Chi´en. Sintió a ese hombre en su propia sangre, con tal antigua y feroz certeza, que se maravilló del tiempo transcurrido a su lado sin advertirlo. Lo echaba de menos, aunque lo veía todos los días. Añoraba los tiempos despreocupados en que fueron buenos amigos, entonces todo parecía más fácil, pero tampoco deseaba volver atrás. Ahora había algo pendiente entre ellos, algo mucho más complejo y fascinante que la antigua amistad.

Sus vestidos y enaguas habían regresado de la lavandería y estaban sobre su cama, envueltos en papel. Abrió la maleta y sacó sus medias blancas y sus botines, pero dejó el corsé. Sonrió ante la idea de que nunca se había vestido de señorita sin ayuda, luego se puso las enaguas y se probó uno a uno los vestidos para elegir el más apropiado para la ocasión. Se sentía forastera en esa ropa, se enredó con las cintas, los encajes y los botones, necesitó varios minutos para abrocharse los botines y encontrar el equilibrio debajo de tantas enaguas, pero con cada prenda que se ponía iba conquistando sus dudas y afirmando su deseo de volver a ser mujer. Mama Fresia la había prevenido contra el albur de la feminidad, "te cambiará el cuerpo, se te nublarán las ideas y cualquier hombre podrá hacer contigo lo que le venga gana", decía, pero ya no la asustaban esos riesgos.

Tao Chi´en había terminado de atender al último enfermo del día. Estaba en mangas de camisa, se había quitado la chaqueta y la corbata, que siempre usaba por respeto a sus pacientes, de acuerdo al consejo de su maestro de acupuntura. Transpiraba, porque todavía no se ponía el sol y ése había sido uno de los pocos días calientes del mes de julio. Pensó que nunca se acostumbraría a los caprichos del clima en San Francisco, donde el verano tenía cara de invierno. Solía amanecer un sol radiante y a la pocas horas entraba una espesa neblina por el Golden Gate o se dejaba caer el viento del mar. Estaba colocando las agujas en alcohol y ordenando sus frascos de medicinas, cuando entró Eliza. El ayudante había partido y en esos días no tenían ninguna "sing song girl" a su cargo, estaban solos en la casa.