Durante semanas exhibieron en San Francisco los despojos del presunto Joaquín Murieta y la mano de su abominable secuaz Jack Tres Dedos, antes de llevarlas en viaje triunfal por el resto de California. Las colas de curiosos daban vuelta a la manzana y no quedó nadie sin ver de cerca tan siniestros trofeos. Eliza fue de las primeras en presentarse y Tao Chi´en la acompañó, porque no quiso que pasara sola por semejante prueba, a pesar de que había recibido la noticia con pasmosa calma. Después de una eterna espera al sol, llegó finalmente su turno y entraron al edificio. Eliza se aferró a la mano de Tao Chi´en y avanzó decidida, sin pensar en el río de sudor que le empapaba el vestido y el temblor que le sacudía los huesos. Se encontraron en una sala sombría, mal alumbrada por cirios amarillos que despedían un hálito sepulcral. Paños negros cubrían las paredes y en un rincón habían instalado a un esforzado pianista, quien machacaba unos acordes fúnebres con más resignación que verdadero sentimiento. Sobre una mesa, también cubierta de trapos de catafalco, habían instalado los dos frascos de vidrio. Eliza cerró los ojos y se dejó conducir por Tao Chi´en, segura de que los golpes de tambor de su corazón acallaban los acordes del piano. Se detuvieron, sintió la presión de la mano de su amigo en la suya, aspiró una bocanada de aire y abrió los ojos. Miró la cabeza por unos segundos y enseguida se dejó arrastrar hacia afuera.
– ¿Era él? -preguntó Tao Chi´en.
– Ya estoy libre… -replicó ella sin soltarle la mano.