Cuando este pueblo me vio tan pequeño (pues ellos, la mayor parte, tenían doce codos de estatura) y con el cuerpo sostenido tan sólo por dos pies, no pudieron creerse que fuese un hombre, porque pensaban que habiendo dado la Naturaleza a los hombres dos piernas y dos brazos, como a los animales, debían aquéllos usarlos como éstos. Y, en efecto, pensando yo después en esta creencia, comprendí que tal disposición del cuerpo no era muy extravagante, pues, según yo recordaba, los niños, cuando todavía no tienen otra instrucción que la que les da la Naturaleza, andan en cuatro patas y sólo lo hacen en dos por la indicación de sus nodrizas, que los levantan sobre pequeños carricoches y les atan andaderas para que no caigan sobre el suelo, como el único asiento en que la corporeidad de nuestra masa tiende a posarse.
Y decían ellos, según después me hice yo traducir, que infaliblemente yo era la hembra del animalito de la reina. Así, pasando por tal, o por cualquier otra cosa, fui conducido a la casa de la villa, en donde advertí por el rumor y los gestos del pueblo y de los magistrados que celebraban consejo acerca de lo que yo podría ser. Cuando hubieron terminado su conferencia, cierto batelero que custodiaba las bestias raras suplicó a los regidores que me confiaran a su guarda, en tanto que la reina me requería para que fuese a vivir con mi macho. No opusieron ninguna dificultad, y este bufón me llevó a su casa, en donde me enseñó a hacer el gracioso, a saltar dando corvetas y a fingir muecas.
Y por las tardes hacía pagar ante su puerta un cierto precio a las gentes que querían verme. Esto hasta que el cielo, herido por mis dolores y disgustado de ver profanar el templo de su sueño, quiso un día, estando yo atado al extremo de una cuerda, con la cual el charlatán me hacía saltar para divertir a las gentes, que oyese la voz de un hombre que en lengua griega me preguntaba quién era. Mucho me extrañé al oír hablar en este país como en el mundo mío. Estuvo algún tiempo preguntándome, yo le contesté contándole totalmente mi empresa y el éxito de mi viaje. Él me consoló diciéndome esto que todavía recuerdo: «Pues bien, hijo mío, por fin halláis el castigo de las debilidades de nuestro planeta. Aquí, como allí, hay espíritus vulgares que no pueden sufrir que se piensen cosas no acostumbradas; pero sabed que se os da un trato recíproco porque si algún habitante de esta tierra hubiese descendido hacia la vuestra y hubiera tenido el atrevimiento de llamarse hombre, vuestros sabios le hubiesen ahogado como a un monstruo». Seguidamente me prometió que informaría a la corte de mi desastre, y añadió que tan pronto como habían llegado a él las noticias que acerca de mí corrían había venido para verme y me había reconocido como un hombre del mundo del que, según yo decía, era habitante. Porque en otro tiempo había él viajado y había permanecido en Grecia, donde era conocido por el nombre del demonio de Sócrates. Me dijo también que al morir este filósofo él había cuidado e instruido a Epaminondas, en Tebas; que después, habiendo ido a tierra de romanos, la justicia le había ligado al partido del joven Catón; que al morir éste había pasado al de Bruto, y que, como estos personajes no habían dejado en este mundo sino el fantasma de sus virtudes, él determinó retirarse con sus compañeros a los templos y a las soledades. «Finalmente -añadió-, el pueblo de vuestra Tierra se volvió tan estúpido y tan grosero, que mis compañeros y yo perdimos todo el placer que antes habíamos sentido instruyéndolo. Seguramente habréis oído hablar de nosotros, pues la gente nos llamaba oráculos, ninfas, genios, fes, dioses de fuego, vampiros, duendes, náyades, íncubos, sombras, manes, espectros y fantasmas; y nosotros abandonamos vuestro mundo bajo el reinado de Augusto, un poco después de que yo me apareciese a Druso, hijo de Livia, que hacía la guerra a Alemania, y le prohibiese adentrarse en esa guerra. No hace mucho tiempo que he ido allá por segunda vez. Hace cien años tuve el encargo de hacer un viaje. Anduve mucho por Europa y hablé con personas que acaso habréis conocido. Un día, entre otros, me aparecí a Cardan [12] cuando estaba estudiando. Le ilustré acerca de muchas cosas, y en recompensa creo que me prometió que haría constar de quién había sacado los milagros que iba a ocuparse en escribir. Vi a Cornelio Agripa [13], al abate Tritheim [14], al doctor Fausto [15], a La Brosse [16], a César [17] y a una cierta colección de gentes jóvenes que el vulgo ha conocido con el nombre de Caballeros de la Roja Cruz [18], a los cuales yo enseñé muchas sutilezas y secretos naturales que sin duda les habrán hecho pasar por grandes magos.
»Conocí también a Campanella; fui yo quien le aconsejé, cuando estuvo bajo la Inquisición de Roma, para que acomodara el gesto de su cara y las posturas de su cuerpo a los que ordinariamente tenían aquellos cuyo interior necesitaba él conocer; y eso se lo aconsejaba para que de este modo llegase él a tener los pensamientos que esta misma situación había provocado en sus adversarios; porque mejor adiestraría él su arma cuando conociera la de sus contrarios. También comenzó a mi ruego un libro que nosotros titulamos de Sensu rerum. En Francia frecuenté la amistad de La Mothe, Le Vayer y de Gassendi; este último es tan filósofo escribiendo como el primero lo es viviendo. He conocido a muchos más que vuestro siglo considera divinos, pero no he encontrado en ellos más que mucho orgullo y mucha palabrería. Últimamente, yendo desde vuestro país hacia Inglaterra para estudiar las costumbres de sus habitantes, encontré a un hombre que era la vergüenza de su pueblo, porque ciertamente era una vergüenza para los grandes de vuestro Estado el no adorarle reconociéndole la virtud de cuyo trono es él monarca. Para abreviar su panegírico os diré tan sólo que en él todo es espíritu y todo corazón y que tiene todas esas cualidades que, con sólo poseer una, era suficiente en otro tiempo para ser proclamado un héroe: era Tristán el Eremita. Sinceramente os confieso que cuando vi tan alta virtud me lastimó que no fuese reconocida; por esto quise hacerle aceptar tres frascos: uno, lleno de aceite de talco; otro, de pólvora de proyectil, y el último, de oro potable; pero él lo rechazó con un desdén tan generoso como el que Diógenes demostró al recibir las cortesías de Alejandro. En fin, nada puedo añadir al elogio de este grande hombre sino es el deciros que es el único poeta, el único filósofo y el único hombre libre que tenéis en la tierra. Éstas son las personas de fama que yo he tratado; las demás, por lo menos las que yo he conocido, están tan por debajo del hombre, que creo que algunas bestias están por encima de ellos.
»Por lo demás, yo no pertenezco ni a la Tierra ni a la Luna: he nacido en el Sol; pero como nuestro mundo algunas veces está demasiado poblado porque la vida de sus habitantes es muy larga y casi nunca hay en él guerras ni enfermedades, de vez en cuando nuestros magistrados envían algunas colonias nuestras hacia los mundos de alrededor [19]. A mí se me encargó que fuera al vuestro como jefe de las gentes que conmigo venían. Después he pasado a este mundo por las razones que os he declarado, y el motivo de que permanezca en él todavía es que sus habitantes son muy amantes de la verdad; que no hay pedantes; que los filósofos no se dejan convencer más que por la razón, y que ni la opinión de un sabio ni de la mayoría prevalecen sobre la opinión de un labrador cuando éste razona con tanto tino como ellos. Así, que en este país sólo tienen por insensatos a los sofistas y a los oradores.»
Yo le pregunté cuánto tiempo vivían esos seres: él me contestó que tres o cuatro mil años, y prosiguió su plática de esta manera:
«Aunque los habitantes del Sol no son más numerosos que los de este mundo, frecuentemente semeja estar rebosante porque el pueblo posee un temperamento muy ardiente, es revoltoso y ambicioso y dirige mucho. Esto no debe pareceros cosa de maravillar; porque, aunque nuestro planeta es muy grande y el vuestro muy pequeño, y aunque nosotros solemos morir a los cuatro mil años y vosotros al medio siglo, sabed que así como no hay tantas piedras como tierra, ni tantas plantas como piedras, ni tantos animales como planetas, ni tantos hombres como animales, de la misma manera debe haber menos demonios que hombres, porque así lo ordenan las dificultades que existen para la generación de un compuesto perfecto.»