Esta charla no impidió que siguiésemos andando mi guía y yo, él a cuatro pies debajo de mí y yo a horcajadas encima de él. No iré detallando las aventuras que por el camino nos sucedieron; sólo os diré que finalmente llegamos a la ciudad en que el rey tiene su corte. Y luego que hube llegado me condujeron a palacio, donde los grandes me recibieron con más moderada admiración que mostró el pueblo cuando pasé por la calle. Pero en cambio los grandes no se diferenciaron del pueblo ni en considerarme con toda certeza como la hembra del animalillo de la reina. Así me lo manifestaba mi guía, que al propio tiempo confesaba no entender este enigma, porque no sabía quién era el pequeño animal de la reina. Pronto lo supimos los dos. Porque el rey, después de haberme mirado algún tiempo, mandó que trajesen el animal, y al cabo de media hora vi entrar en medio de un regimiento de monos que iban vestidos con gorguera y alto capirote un hombre pequeño, de parecida constitución a la mía, pues, como yo, andaba en dos pies. Tan pronto como me vio me abordó diciéndome: Criado, vuestra merced [20] ; yo contesté a su reverencia aproximadamente en los mismos términos. Pero, ¡ay!, tan pronto como nos vieron hablar juntos vinieron a confirmarse en sus prejuicios, y todavía se afirmaba más el éxito de esta conjetura porque todos los asistentes, al opinar sobre nosotros, aseguraron fervorosamente que nuestra charla era el gruñido con que demostrábamos la alegría de estar juntos; alegría que por instinto natural nos hacía siempre runrunear. Este hombrecito me contó luego que era europeo, natural de la Vieja Castilla, y que agarrándose a unos pájaros había encontrado el medio de hacerse conducir hasta la Luna, donde a la sazón estábamos, y que, como cayera en manos de la reina, ésta le había tomado como un mico, porque, por capricho, en este país visten a los micos a la usanza de los españoles. Que además, como al llegar él iba ya vestido así, no dudó la reina de que perteneciese a la raza de estos animales. «La verdad es -le dije yo- que después de ensayar si les estarían bien a los micos todos los trajes que se estilaban no pudisteis encontrar otro más ridículo, y por eso le vestirían así. Porque si los reyes quieren tener micos, es tan sólo para reírse de ellos.» A esto me contestó él que con mis razones demostraba no conocer la dignidad de su nación, y que esa dignidad era tan alta, que si el universo producía hombres, tan sólo era para convertirlos en sus esclavos y que la Naturaleza no creaba nada que no fuese para dar a ella materias de satisfacción. Seguidamente me rogó que le contase cómo yo había podido atreverme a subir a la Luna sobre la máquina de que le había hablado. Yo le contesté que no tuve otro medio, puesto que él se había llevado los pájaros en que yo había pensado ir. Él se sonrió de esta broma, y al cabo de un cuarto de hora que entre los dos pasamos estas razones, el rey mandó a los guardianes de los monos que se nos llevasen dándoles el mandato expreso de que nos acostásemos juntos el español y yo para multiplicar nuestra especie en su reino. Punto por punto se cumplió la voluntad del príncipe. Lo cual me dio a mi mucho contento, porque me producía placer encontrarme con alguien a quien hablar durante la soledad de mi reclusión. Un día mi macho (puesto que se me tenía por su hembra) me contó que el motivo que verdaderamente le había obligado a recorrer toda la Tierra y finalmente a abandonarla, trasladándose a la Luna, no era otro sino que no había podido encontrar ni un solo país donde se consintiese la libertad de imaginación. «Sabed vos -me dijo- que si uno no lleva un bonete, aunque hable diciendo maravillas, si los doctores del paño [21] no las juzgan así, uno es considerado idiota, o majadero, o cualquier otra cosa peor. En mi país me han querido condenar por la Inquisición porque en las mismas barbas de los pedantes me atreví a sostener que el vacío existía y que no había en el mundo una materia que fuese más pesada que otras [22] .» Yo le pregunté qué probabilidades tenía para mantener una opinión tan poco tolerada. «Para llegar al término de mi juicio -me contestó él- es necesario suponer que tan sólo existe un elemento, porque aunque nosotros veamos el agua, la tierra y el agua y el fuego separados entre sí, nunca se les encuentra en estado de tanta pureza que podemos creerlos separados. Cuando, por ejemplo, vosotros veis el fuego, lo que veis no es fuego, es agua muy dilatada; y el aire también es agua muy dilatada; y el agua a su vez es tierra que se funde; y la tierra, por su parte, es agua muy comprimida; de tal modo que, si seriamente estudiamos la materia, vendremos en conocer que es tan sólo una, que, como excelente cómico, hace el papel de varios personajes vistiéndose mil trajes distintos; si no fuese así, habría que admitir tantos elementos como cuerpos; y si me preguntáis por qué el fuego calienta y el agua enfría siendo los dos una misma materia, os contestaré que esta materia obra por simpatía, según la disposición en que se encuentra en el tiempo de su acción. El fuego, que no es otra cosa sino tierra, esparcida con más expansión aún que la necesaria para constituir el aire, procura cambiar en tierra, por simpatía, lo que encuentra. Así, el calor del carbón, que es el más sutil y el más apropiado para penetrar en los cuerpos, al principio resbala entre los polos del nuestro porque es una nueva materia que nos llena y nos hace exhalarnos en sudor; ese sudor, extendido por el fuego, se convierte en humo y se torna aire; este aire, todavía más fundido por el calor de las antiperístasis o de los astros vecinos y la Tierra, abandonada por el fuego y partita, cae en el suelo; el agua, por otra parte, que no se diferencia del fuego sino en estar más comprimida, no nos quema nunca, porque como más apretada, por simpatía, tiende a condensar los cuerpos que encuentra, de tal modo, que el frío que nosotros sentimos es tan sólo el efecto de nuestra carne, que se repliega sobre sí misma, impulsada por la vecindad de la Tierra o del agua que le obligan a parecerse. Ésta es la causa de que los hidrópicos, llenos de agua, conviertan en ésta todo el alimento que toman, y esto también hace que los biliosos cambien en bilis toda la sangre que forma su hígado. Suponiendo, pues, que no haya más que un elemento, es evidente que todos los cuerpos, cada uno según su constitución, se inclinen igualmente hacia el centro de la Tierra.
»Pero me preguntaréis vos seguramente: ¿por qué razón el hierro, los metales y la madera llegan más pronto a ese centro que una esponja, sino porque ésta está llena de aire, que naturalmente tiende hacia lo alto? No es ésa la exacta razón, y he aquí lo que yo os replicaría: aunque una roca caiga con más rapidez que una pluma, ambas tienen la misma inclinación por realizar ese viaje; pero una bala de cañón, si encontrase la Tierra libremente agujereada, se dirigiría hacia su centro con más rapidez que una gran vejiga de viento, y la razón de esto está en que la masa de metal supone mucha tierra reconcentrada en una pequeña parte y en cambio, el viento supone muy poca tierra repartida en mucho espacio; porque todas las partículas de las materias que contiene ese hierro, unidas unas a las otras, aumentan con la cohesión su fuerza, ya que apretándose únense muchas para combatir contra poco, pues una partícula de aire que igualase en grosor a la bala no la igualaría en calidad.