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»"Ya os imagináis, señores, haber igualado sabiamente las condiciones de los enemigos porque los habéis elegido exactamente fornidos, diestros y llenos de energía. Pero os diré que todo esto no es bastante; esto no es suficiente porque, en último término, será necesario que el vencedor tenga más destreza, más fuerza y más fortuna que el vencido. Ahora bien: si fue por destreza, seguramente heriría a su adversario en el sitio que éste menos lo esperaba, o con una rapidez que no era sospechable, o simulando que iba a atacarle por un sitio y luego atacándole por otro distinto. Y esto no es más que sacar ventaja, engañar o traicionar, y el engaño y la traición no deben atraer la estima de un verdadero gentilhombre. ¿Estimaréis que realmente fue vencido el enemigo cuando únicamente fue violentado por la fuerza excesiva de su vencedor? Indudablemente que no, por la misma razón que os obligaría a declarar que un hombre no había perdido la victoria, si rendido por habérsele caído encima una montaña no había tenido posibilidad de ganarla. Del mismo modo no es vencido aquel que en un momento determinado se ve en la imposibilidad de resistir a las violencias de su adversario. Por tanto, si la victoria de ese enemigo fue debida a la casualidad, a la fortuna y no a él corresponde el lauro. Él no ha contribuido en nada, y el vencido no es más censurable que el jugador de dados que sobre diecisiete puntos ve hacer dieciocho."

»Con esto se le confesó a nuestro filósofo que tenía razón; pero que era imposible, según las apariencias humanas, poner orden en esto; que casi era mejor sufrir un pequeño inconveniente que incurrir en otros cien de mayor importancia.»

Esta mañana no me dijo ella más porque temió que la encontrasen sola conmigo. Y no porque en este país el impudor constituya un crimen; al contrario, fuera de los delincuentes conocidos, todos los demás hombres tienen poder sobre todas las mujeres, del mismo modo que una mujer podría apelar a la justicia contra un hombre que la hubiese rechazado. Pero no quería visitarme públicamente, porque las gentes del consejo habían dicho en su última asamblea que eran las mujeres principalmente las que afirmaban que yo era hombre, a fin de disculpar con este pretexto el mal deseo que las consumía de unirse con las bestias y de cometer conmigo, sin vergüenza ninguna, pecados contra la Naturaleza. Esto hizo que yo tardase mucho en volverla a ver y que tampoco viese a ninguna otra de su sexo.

Sin embargo, alguien seguramente debió de resucitar las discusiones sobre la definición de mi ser. Cuando ya no me cabía otra esperanza que la de morir en mi jaula, me volvieron otra vez a requerir para darme audiencia. Fui en ella preguntado, a presencia de muchísimos consejeros, acerca de algunos puntos de física, y mis respuestas, a lo que presumo, dejaron satisfechos a uno de ellos, porque el presidente me expuso con detalles sus opiniones acerca de la estructura del mundo; me parecieron éstas ingeniosas, y si no hubiese llegado a tratar de su origen, que él consideraba eterno, hubiese yo encontrado su filosofía mucho más razonable que la nuestra. Pero tan pronto como le oí mantener una fantasía tan extraña a cuanto nuestra fe nos enseña, yo rompí con él y me eché a reír de lo que decía, lo cual me obligó a confesarle que, puesto que tan grandes disparates repetía, me inclinaba a creer que su mundo no era más que una luna. «¿Mas no veis -me dijeron ellos- tierra, ríos y mar? ¿Cómo entonces decís eso?» «No importa -les repliqué yo-. Aristóteles asegura que es la Luna, y si vos hubieseis dicho otra cosa en las clases donde yo estudié, os habrían silbado.» Esto les hizo reír a grandes carcajadas. No hay que decir que causadas por su ignorancia; pero con todo y con eso me volvieron a llevar a mi jaula.

Mas otros sabios con mejor ingenio que los primeros, sabedores de que yo me había atrevido a decir que la Luna de donde venía era un mundo, creyeron que esto les proporcionaría un pretexto bastante justo para condenarme al agua, que es el tormento con que exterminan a los impíos. Para lo cual recurrieron en masa al rey y le expusieron sus quejas; el rey prometió hacerles justicia, y ordenó que yo fuese puesto en berlina.

Heme aquí, pues, por tercera vez fuera de mi jaula; entonces el más viejo de los doctores tomó la palabra y empezó la acusación contra mí. Yo ya no me acuerdo de su discurso porque me producía gran temor escuchar los temblores de su voz desordenada y porque además, para declamar, usaba un aparato cuyo ruido estridente me ensordecía: era una especie de trompeta que expresamente había él escogido para que su sonido enardeciese el espíritu de todos, levantándoles el deseo de mi muerte, a fin de que la emoción de este ruido impidiese que su razón obrara directamente, como sucede en nuestros ejércitos, en los cuales la algarabía de las trompetas y de los tambores impide que los soldados reflexionen sobre la importancia de su vida. Cuando él hubo acabado su discurso yo me levanté para defender mi causa; pero en aquel momento vino a libertarme una aventura que seguramente ha de suspendernos el ánimo. Cuando ya yo tenía abierta la boca, un hombre que con dificultad pudo atravesar toda la muchedumbre vino a arrodillarse ante el rey y después ante su presencia se fue arrastrando de espaldas, andando así largo trecho. No me extrañó mucho esta conducta, porque ya sabía yo que era la seguida por ellos cuando querían hablar en público. Yo contuve entonces mi discurso, y he aquí lo que pude oír del suyo:

«Justos: ¡Escuchadme! No podrías condenar a ese hombre, o mono, o papagayo, por haber dicho que la Luna es un mundo desde el cual él venía; porque si es hombre, aunque realmente no viniese de la Luna, como todo hombre es libre, ¿no lo es él también para imaginarse lo que le dé la gana? Pues qué, ¿podéis vos, acaso, obligarle a que vea las cosas como vosotros? Y aunque lo forcéis a decir que la Luna no es un mundo, lo mismo da porque él lo dirá, pero no lo creerá; porque para creer cualquier cosa es necesario que ante la imaginación se presenten ciertas posibilidades que con mayor fuerza nos inclinen al sí que al no; y mientras vos no le indiquéis esas posibilidades y se las suministréis, o mientras ellas por sí mismas no se le ofrezcan ante su espíritu, aunque él os diga que lo cree, no lo hará así.

»Ahora os probaré que tampoco es condenable si vos le consideráis un animal.

»Porque si es un animal sin razón, ¿la tendríais vosotros en acusarle de pecar contra ella? Él ha dicho que la Luna es un mundo. Ahora bien: las bestias obran tan sólo por instinto de naturaleza; luego esto son palabras de la Naturaleza y no suyas, y pensad que la Naturaleza misma que ha hecho el Mundo y la Luna no sabe lo que son, y que vosotros, que sólo tenéis conciencia de lo que delante de vuestros ojos hay, lo sabéis con mayor certeza, es un ridículo disparate. Pero aun admitiendo que la pasión os hiciese renunciar a vuestros principios y aunque admitieseis que la Naturaleza no guiaba a sus bestias, no debéis sino afrentaros, por lo menos, de las muchas inquietudes que os causan los caprichos de una bestia. En verdad, señores, si os encontraseis a un hombre de edad madura que se preocupase de mantener el orden de un hormiguero y diese un papirotazo a una hormiga porque ésta hiciese caer a la compañera o aprisionase a una que hubiese robado a su vecina un grano de trigo, o llevara a los tribunales a otra que había abandonado sus huevos; si vieseis a un hombre así, digo, ¿no creeríais insensato que emplease su tiempo en menesteres tan por debajo de los que al hombre corresponde, pretendiendo sujetar a razón a los animales que no tienen uso de ella? ¿Cómo, pues, venerable asamblea, defenderéis el interés que en los caprichos de este animal os habéis tomado? Justos: he dicho.»