En cuanto terminó su discurso, una música extraña que parecía de aplauso resonó en toda la sala, y luego que todas las opiniones se debatieron durante un largo cuarto de hora, el rey dijo:
«Que de ahora en adelante sería considerado como hombre y en consecuencia puesto en libertad, y que la pena de ser ahogado sería permutada por una petición de perdón vergonzoso (pues en este país no existía el honroso) en la cual yo me desdeciría públicamente de haber sostenido que la Luna era un mundo por el escándalo que la novedad de esta opinión podía causar en el espíritu de los hombres débiles.»
Una vez pronunciada esta sentencia se me llevó fuera del palacio y se me vistió, como en señal de ignominia, con extraña fastuosidad; se me subió a la tribuna de un magnífico chirrión, y una vez conducido sobre él a la plaza de la Villa por cuatro príncipes que habían atado al yugo, he aquí lo que me obligaron a decir:
«Pueblo: Os declaro que esta Luna no es una Luna, sino un mundo, y que aquel mundo no es tal mundo, sino una Luna; esto es lo que el Consejo cree que debéis creer.»
Cuando hube repetido estas mismas palabras en las cinco grandes plazas de la ciudad, yo vi a mi abogado que ya me tendía la mano para ayudarme a bajar. Me asombré mucho al verle y quedé muy suspenso al reconocerle: era mi demonio. Estuvimos una hora abrazándonos. Me dijo: «Venid a mi casa, porque si fueseis a la corte ahora no os mirarían con buenos ojos. Por lo demás, es necesario que os diga que todavía estaríais en la jaula entre los monos, como vuestro amigo el español, si no hubiese yo proclamado entre las gentes la distinción de vuestro ingenio y reclamado contra vuestros enemigos y en favor vuestro la protección de los grandes». Dando yo fin a mis gracias entramos en su casa. Él me estuvo hablando, hasta que llegó la hora de la cena, de los resortes que había necesitado manejar para obligar a mis enemigos a deponer una persecución tan injusta, seducidos por los más fantásticos escrúpulos con que habían embaucado al pueblo. Cuando nos advirtieron que la comida estaba ya servida, él me dijo que, para depararme buena compañía, aquella noche había invitado a dos profesores de la Academia de esta ciudad para que comiesen con nosotros. «Yo les inclinaré a disertar sobre la filosofía que enseñan en este mundo y procuraré que atraído por este mismo tema venga, para que tengáis ocasión de verle, el hijo de mi huésped. Es un joven tan lleno de ingenio, que yo no he conocido a nadie que como el suyo le tuviese; sería un segundo Sócrates si él pudiese ordenar su talento y no ahogarle en el vicio las gracias con que Dios continuamente le regala; si no tuviese afición por el libertinaje, como la tiene, y además, no hiciese de él una quimérica ostentación por el deseo de conquistar la reputación de hombre de espíritu. Yo me hospedo aquí para aprovechar todas las ocasiones en que puedo instruirle.» Y con esto se calló para dejarme a mí la libertad de discurrir; después hizo una seña para que me despojasen de las vergonzosas galas con que todavía estaba yo brillantemente adornado.
Los dos profesores a quienes estábamos esperando entraron casi luego y juntos fuimos a sentarnos a la mesa que ya estaba preparada, donde vimos al joven de quien mi guía me había hablado, que ya estaba comiendo. Ellos le hicieron una gran reverencia y le trataron con tan profundo respeto, que bien parecía reverencia del esclavo a su señor; yo le pregunté a mi demonio la causa de esta consideración, y él me explicó que era debida a la edad del joven, porque en este mundo los viejos tenían todos sus respetos y todas sus deferencias para los jóvenes. Tanto es así, que los padres obedecían a sus hijos tan pronto como en la opinión del Senado de filósofos alcanzaban la edad de razón. «¿Os extraña una costumbre tan contraria a la de vuestro país? Convendréis, sin embargo, que no extraña ni repugna a la razón, porque, en conciencia, decidme: Cuando un hombre joven y ardiente tiene la potencia de imaginar, juzgar y ejecutar, ¿no es más capaz de gobernar una familia que un débil sexagenario, ya embrutecido, al cual la nieve de sesenta inviernos le ha helado la imaginación y ya no obra sino impulsado por eso que vosotros llamáis la feliz experiencia de los hechos, sobre los cuales no puede haber experiencia porque no son sino simples efectos de la casualidad en contra de todas las reglas de la economía de la prudencia humana? En cuanto a juicio, no creáis que tiene más, aunque las gentes vulgares de vuestro mundo crean que es un dote de la vejez. Mas para desengañarse es necesario saber que lo que se llama prudencia en un viejo tan sólo es aprensión miedosa; miedo, miedo rabioso de hacer cualquier cosa, miedo que le obsesiona. De modo que cuando no ha corrido un peligro en el que un joven ha perecido, no es que él tuviese la noción de la catástrofe que iba a ocurrir, sino que le faltaba el fuego suficiente para iluminar esos nobles arranques que dan a los jóvenes su osadía. Porque en los jóvenes la audacia es como una prenda más que les lleva hacia el éxito de su destino, pues este ardor que facilita la prontitud y realización de una empresa es el que a ellos les impulsa a acometerla. Esto en cuanto a pensarla; en cuanto a ejecutarla, creo que ofendería a vuestra inteligencia si con pruebas pretendiera convenceros. Vos sabéis que la juventud, sólo la juventud, está dispuesta para la acción, y si no os hubieseis convencido de esto os ruego que me digáis: cuando respetáis a un hombre valiente, ¿no lo hacéis así porque puede vengaros de vuestros enemigos o de vuestros agresores? Y cuando un batallón de setenta eneros ha helado su sangre y matado de frío todos los nobles entusiasmos que arden en las personas jóvenes, decidme, ¿no es cierto que ya sólo le respetáis por hábito, pues ninguna otra consideración os impulsa a hacerlo? Cuando ayudáis al más fuerte, ¿no es para obligar su agradecimiento, por contribuir a una victoria que no le hubieseis podido disputar? ¿Pues por qué someteros a él cuando ya la pereza ha aniquilado sus músculos y debilitado sus arterias y apagado su fogosidad y sorbido la medula de sus huesos? Cuando adoráis a una mujer, ¿no es a causa de su belleza? ¿Por qué, pues, continuáis vuestras genuflexiones cuando la vejez la convierte en un fantasma que ya no representa sino una imagen horrenda de la muerte? Finalmente, cuando estimáis a un hombre espiritual es a causa de la vivacidad de su ingenio, que le hace penetrar en un confuso asunto, esclareciéndole; que en una asamblea del más alto prestigio asombraría con su buen decir, que con un solo pensamiento abarcaría toda la ciencia; pues bien, ¿por qué continuáis honrándole, cuando sus órganos gastados tornan imbécil su mente, pesada e importuna su compañía y cuando ya más bien se parece a la imagen de un Dios del Hogar que a un hombre de razón? Con todo esto, hijo mío, vendréis a considerar que es preferible que los jóvenes estén encargados del gobierno de sus familias a que lo estén los viejos. Así debéis sostenerlo, tanto más cuanto que según vuestras máximas Hércules, Epaminondas, Aquiles y César, que han muerto casi todos antes de los cuarenta años, no habrían merecido honor ninguno si, según vosotros pensáis, hubiesen sido demasiado jóvenes; aunque precisamente su juventud fuese la única causa de sus heroicas empresas, que no hubiesen podido realizar siendo viejos, porque les hubiese faltado el ardor y la destreza, merced a las cuales tuvieron tan grandes éxitos. Vos me replicaréis que todas las leyes de vuestro mundo hacen cumplir con cuidado ese respeto que se debe a los ancianos. Y es cierto: pero tened en cuenta que todos los que han introducido leyes han sido ancianos que temían que los jóvenes les desposeyeran con justicia de la autoridad que ellos les habían arrebatado… Vos no conserváis de vuestro arquitecto mortal nada más que el cuerpo; vuestra alma viene del cielo, y sólo por casualidad no ha sido vuestro padre hijo vuestro, como vos lo sois suyo. ¿Podríais asegurar, por otra parte, el que no os haya él impedido heredar una corona? Quizá vuestro espíritu saliese del cielo con el destino de dar vida al rey de los romanos en el vientre de la emperatriz; de camino, por una casualidad, encontraría vuestro embrión, y acaso para acortar el trecho se instaló en él. Pero ¿quién sabe si hoy no hubieseis podido ser obra de algún valiente capitán que os hubiese asociado a su gloria como a sus bienes? De este modo, puede que vos no le seáis más deudor a vuestro padre de la vida que os ha dado de lo que lo seríais del pirata que os condenara a galeras, de la comida que en ellas os diese. Y aun suponiendo que os hubiera engendrado rey, era lo mismo: porque un obsequio pierde su mérito cuando se hace sin escogerlo el que lo recibe. Se mató a César y se mató a Casio; sin embargo, Casio, agradecerá su muerte al esclavo a quien se la pidió, y César no lo estará a unos asesinos que le obligaron a recibirla. ¿Vuestro padre consultó vuestra voluntad al abrazar a vuestra madre? ¿Os preguntó si os gustaba ver este siglo o preferíais esperaros hasta otro, y si os contentabais con ser hijo de un majadero o si ambicionabais serlo de un hombre ilustre? ¡Pobre de vos! ¡Erais el único a quien interesaba ese asunto y el único también al que no se le pedía la opinión! Acaso, entonces, si hubieseis sido encerrado en otra parte que en la matriz de las ideas de la Naturaleza y el nacer o no nacer hubiese sido sometido a vuestra opción, hubieseis dicho a la Parca: "Mi querida damisela, toma el hilo de otro; ya hace mucho tiempo que yo estoy en la nada y prefiero seguir cien años así que empezar a ser hoy y tener que arrepentirme mañana." Y, sin embargo, tuvisteis que pasar por ahí por más que chillasteis para volver a la larga y negra casa de la que querían arrancaros. ¡Parecían querer demostraros que vos pedíais el ser!