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Ya sé que los peripatéticos son de opinión contraria y que han sostenido que la Luna no podía ser una Tierra porque en ella no habitaban animales; que éstos no hubiesen podido existir de otro modo que por generación y corrupción, y que la Luna es incorruptible, que siempre se ha mantenido en una situación estable y constante y que no se ha observado en ella ningún cambio desde la génesis del mundo hasta el presente. Pero Hevelius [2] les replica que nuestra Tierra por más corruptible que a nosotros nos parezca, no ha durado menos que la Luna, en la que pueden haberse realizado corrupciones en que nosotros no hemos reparado nunca, porque han acaecido en las más pequeñas de sus partes tan sólo, y han alterado su superficie; como las que se producen en la superficie de nuestra Tierra, y que serían para nosotros imperceptibles si estuviésemos de ella tan alejados como lo estamos de la Luna. Añade otros varios razonamientos que confirma por un telescopio de su invención con el cual él dice (y la experiencia es sencilla y familiar) que ha descubierto en la Luna que las partes más brillantes y más espesas, grandes y pequeñas, guardan una justa proporción con nuestros mares, nuestros ríos, nuestros lagos, nuestras llanuras y montañas y nuestros bosques.

En fin, nuestro divino Gassendi, tan sabio, tan modesto y tan competente en todas estas cosas, queriendo divertirse, como creo que lo hicieron los otros, ha escrito sobre esta cuestión lo mismo que Hevelius, y añade que él cree que hay en la Luna montañas cuatro veces más altas que el Olimpo, según la medida de Anaxágoras; es decir, más de cuarenta estadios, que equivalen aproximadamente a cinco millas de Italia.

Todo esto, lector, podrá demostrarte cuán acreedor de alabanzas es Cyrano de Bergerac, pues, aun habiendo tantos grandes hombres que opinan como él, ha tratado graciosamente una quimera que aquéllos habían considerado demasiado seriamente; también tiene Cyrano el mérito de creer que hay que reír y dudar de todo lo que ciertas gentes aseguran con frecuencia tan grave como ridículamente. De suerte que yo le he oído decir muchas veces que él tenía tantos farsantes como con Sidias topaba (Sidias, nombre de un pedante que Teófilo, en sus fragmentos cómicos, hace reñir a puñetazos con un joven a quien el pedante asegura que odor in pomo non erat forma, sed accidents), porque creía que se podía dar ese nombre a los que disputan con la misma testarudez cosas tan inútiles.

El habernos educado juntos con un religioso del pueblo que tenía pequeños alumnos pensionistas nos había juntado en amistad desde nuestra adolescencia, y yo recuerdo la aversión que ya entonces tenía por aquel padre, que le parecía la sombra de un Sidias; porque dentro de la manera de pensar que Cyrano tenía le consideraba incapaz de enseñarle nada. De modo que hacía tan poco caso de sus lecciones y sus correcciones, que su padre, que era un buen viejo gentilhombre bastante indiferente ante la educación de sus hijos y demasiado crédulo de sus quejas, le sacó de aquella clase bastante bruscamente, y sin pensar si su hijo estaría mejor en otro sitio le envió a París, donde le dejó hasta los diecinueve años bajo su buena fe. Esta edad, en que tan fácilmente se corrompe nuestra natural manera de ser, y la gran libertad que tenía de hacer lo que le diese la gana, le arrastraron por una peligrosa pendiente en la cual me atrevería a decir que yo le detuve; porque habiendo terminado mis estudios, y queriendo mi padre que yo sirviese en la Guardia, le obligué a que entrase conmigo en la compañía de monseñor de Carbon de Castel-Jaloux. Los duelos, que en aquel tiempo parecían el camino más recto y rápido para darse a conocer, en pocos días le hicieron a él tan famoso, que los gascones, que por sí solos casi formaban la totalidad de la compañía, le consideraron como el mismo demonio de la bravura y le contaban tantos combates como días tenía de servicio. Todo esto, sin embargo, no le apartaba de sus estudios, y un día yo le vi en un cuerpo de guardia trabajar en una elegía con la misma atención que hubiese podido tener en el gabinete de estudios más alejado del ruido. Algún tiempo después asistió al cerco de Mouzon, donde recibió un sablazo en el cuerpo, y más tarde, una estocada en la garganta, en el sitio de Arras en 1640. Pero las incomodidades que sufrió en estos dos sitios, las que le causaron sus dos grandes heridas, los frecuentes combates que le daban reputación de valiente y de diestro, y que varias veces le hicieron ser segundo (pues jamás recibió una queja de su jefe), la poca esperanza que tenía de ser considerado si no era por su jefe, ante cuya autoridad su genio rebelde le incapacitaba para someterse, y por fin el gran amor que tenía por el estudio, le hicieron renunciar a la guerra que exige todo un hombre y que le hace tan enemigo de las letras como éstas son amantes de la paz. Yo te podía contar algunos de sus combates, que no eran duelos, como aquel en el cual de cien hombres armados para insultar en pleno día a un amigo suyo en el foso de la puerta de Nesle, dos con la muerte y siete más con grandes heridas pagaron la pena de su mal propósito. Pero aunque esto podría parecer fabuloso, a pesar de que sucedió a la vista de varias personas famosas que lo proclamaron bastante alto para impedir que nadie lo dude, creo no tener que decir más, puesto que tan complacido estoy de la hora en que abandonó a Marte para abandonarse a Minerva; quiero decir que durante ese tiempo renunció tan absolutamente a todo empleo, que el estudio fue el único al que se consagró hasta su muerte.

Por lo demás, él no limitaba su odio a la disciplina, a la que exigen los grandes en cuya compañía nos habíamos alistado; antes bien, lo extendía más ampliamente, alcanzando hasta las cosas que le parecían contradecir los pensamientos y las opiniones, para las cuales él quería gozar de tanta libertad como para los más indiferentes actos tenía; y trataba de ridículas a ciertas gentes que, valiéndose de la autoridad de un pasaje bien de Aristóteles o de cualquiera otro, pretenden con la misma audacia que los discípulos de Pitágoras con su magister dixit juzgar los más graves problemas aunque las experiencias sensibles y familiares les desmientan todos los días. Y no es que le faltase la veneración que debe tenerse por tantos y tan nobles filósofos antiguos y modernos; pero la grande diversidad de sus escuelas y la sorprendente contradicción de sus opiniones le convencieron de que no debía poner fe en ninguno de sus partidos.

Nullius addictus jurare im verba Magistri [3].

Demócrito y Pirrón le parecían, apartando a Sócrates, los más razonables filósofos de la Antigüedad; y esto porque el primero había puesto la verdad en tan oscuro lugar, que era imposible verla, y Pirrón había sido tan generoso, que ningún sabio de su siglo le había rendido vasallaje a sus creencias, y tan modesto, que nunca había querido decidir nada concretamente. Añadía respecto de esos sabios que muchos de nuestros modernos no le parecían sino ecos de los otros sabios, y que muchas gentes que pasan por muy doctas parecerían muy ignorantes si les hubiesen precedido otros sabios. De suerte que, cuando yo le preguntaba por qué si así pensaba leía las obras ajenas, me decía que era para conocer los robos de los otros, y que si él hubiese sido juez de esa clase de crímenes los hubiese castigado con penas más rigurosas que las que se aplican a los grandes bandoleros de los caminos, porque siendo la gloria algo mucho más precioso que un traje, que un caballo y que el mismo oro, los que la consiguen por libros que componen con cosas que roban de otros eran como esos bandoleros de caminos que viven a expensas de los que desvalijan, y que si cada uno hubiese procurado decir lo que no habían dicho los demás las bibliotecas hubiesen sido menos numerosas, menos incómodas, más útiles, y la vida del hombre, aunque es muy corta, hubiese bastado para leer y saber todas las cosas buenas, y no que para encontrar una pasable es necesario leer cien mil que o no valen nada o se han leído ya en otro sitio una multitud de veces, y además nos hacen gastar el tiempo inútil y desagradablemente.