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Con estas razones terminó, cuando el segundo filósofo reparó en que nuestros ojos, fijos sobre los suyos, le invitaban a que él tomase entonces la palabra.

Y dijo: «Hombres: Como os veo curiosos por enseñar a este pequeño animal, nuestro semejante, estoy a la sazón escribiendo un tratado que me satisfaría mucho poder acabar, porque ha de dar muchas luces para la comprensión de nuestra física, y que trata de explicar el origen eterno del mundo. Pero como tengo mucha prisa en trabajar con mis sopletes (pues sin remisión mañana parte la ciudad), me perdonaréis durante algún tiempo, haciéndoos yo la promesa de que tan pronto como llegue la ciudad allí donde debe ir yo os satisfaré.»

Pasadas estas palabras, el hijo del huésped llamó a su padre para saber qué hora era, y habiéndole contestado que eran las ocho dadas, le preguntó lleno de cólera por qué no les había avisado a las siete como él le mandó; que ya él sabía bien que las casas salían al día siguiente y que las murallas de la ciudad ya se habían puesto en camino. «Hijo mío -replicó el buen hombre-, se ha publicado antes de que os sentaseis a la mesa una prohibición terminante de salir antes de pasado mañana.» «No importa -replicó el joven-; vos debéis obedecerme ciegamente sin penetrar en el sentido de mis órdenes y acordándoos tan sólo de lo que yo os mando. Andad, id en seguida en busca de vuestra efigie.» Cuando la hubo traído, el hijo la cogió por el brazo y estuvo golpeándola más de un cuarto de hora. «¡Vaya, vaya!, tunante -le decía-, en castigo a vuestra desobediencia quiero que hoy sirváis de risa a todo el mundo, y para ello os mando que andéis en dos pies durante todo el tiempo que nos queda.» El pobre hombre se fue muy desolado y su hijo nos pidió perdón por su arrebato.

Aunque me mordiese los labios me costaba a mí mucho trabajo el no reírme de tan divertido castigo, y para no hacerlo desvié mi pensamiento de tan grotesca pedagogía, que seguramente hubiese provocado mi carcajada, y le supliqué que me explicase lo que él entendía por ese viaje de la ciudad de que tanto me habían hablado, y me dijese, en fin, si las murallas y las casas andaban realmente. Él me contestó: «Mi querido extranjero: entre nuestras ciudades las hay viajeras y las hay sedentarias; las viajeras, como por ejemplo, la que nosotros ahora habitamos, están hechas como voy a deciros. El arquitecto hace todos los palacios, como ya lo habréis visto, de ligerísima madera, y lo asienta sobre cuatro ruedas; en el espesor de uno de los muros coloca diez potentes fuelles, cuyos tubos pasan horizontalmente a través del último piso, desde el uno al otro muro, de suerte que cuando se quiere arrastrar a una de nuestras ciudades hacia cualquier parte, y es costumbre hacerlo en todas las estaciones para cambiar de aires, cada uno despliega sobre una de las fachadas de su morada gran cantidad de velas, que coloca delante de los fuelles, y después, articulando un resorte para que éstos funcionen, en menos de ocho días, con el continuo soplo que vomitan estos monstruos del viento, si se quiere las casas pueden ser conducidas a más de cien leguas a la redonda. En cuanto a las moradas que nosotros llamamos sedentarias, son casi en todo parecidas a vuestras torres, si no es que están hechas de madera y atravesadas por su centro por una muy grande y fuerte viga que va desde el sótano hasta el techo, permitiendo que éste pueda bajarse y levantarse según el gusto de sus moradores. Además, la tierra, bajo el piso de estas moradas está cavada en un hoyo tan hondo como la del edificio, y éste de tal modo construido, que tan pronto como las heladas empiezan a grisear el cielo, pueden bajar las casas hasta el hoyo, donde permanecen al abrigo de las intemperies del aire. Pero luego que el dulce aliento de la primavera suaviza la temperatura, se levantan otra vez a la plena luz del día por medio de su gorda viga de que antes os he hablado.»

Yo le rogué que ya que tan amable había sido conmigo, y puesto que la ciudad iba a partir al día siguiente, me dijese esta noche algo del origen eterno del mundo, del que me había hablado hacía poco. «Yo, en cambio, os prometo -le dije- que como recompensa, en cuanto vuelva a mi Luna, de la cual mi gobernador (y le indiqué a mi demonio) os acreditará que vengo, extenderé vuestra gloria contando las maravillas que vos me digáis. Ya veo que os reís de esta promesa porque no creéis que la Luna, de la cual yo vengo, sea un mundo y que yo sea un habitante suyo; pero yo puedo aseguraros que los pueblos de aquel mundo, que no creen que éste sea sino una Luna, se burlarán de mí cuando yo les diga que vuestra Luna es un mundo y que en él hay hombres y ciudades.» Él me contestó con una sonrisa y habló de esta manera: