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«Puesto que nos vemos obligados, cuando queremos demostrar el origen de este gran todo, a admitir como hipótesis tres o cuatro absurdos, de razón será adoptar el camino en que menos hayamos de topar con ellos. Con todo, os advertiré que el primer obstáculo que nos detiene es la eternidad del mundo; el espíritu de los hombres, como no ha sido suficiente fuerte para concebirla y no ha podido tampoco imaginar que este gran universo tan hermoso, tan bien ordenado, haya podido crearse a sí mismo, ha admitido el recurso de la creación; pero del mismo modo que el que queriendo librarse de la lluvia para no mojarse lo hiciese tirándose al río, ellos para salvarse se libran de los brazos de unos enanos y se confían a la misericordia de los de un gigante; y con todo no llegan a salvarse, porque esta eternidad que ellos quitan al mundo por no poderla comprender se la dan a Dios, como si Él tuviese necesidad de esa merced y como si fuese más fácil imaginarle así que de otro modo. Porque decidme, ¿se ha podido nunca concebir que de la nada pueda salir alguna cosa? ¡Ah!, entre la nada y un átomo tan sólo, existen proporciones tan infinitas que el más agudo ingenio no puede penetrarlas; y será necesario para escapar de este laberinto inexplicable que admitáis una materia eterna coexistente con Dios. Ya sé que me replicaréis que aunque vos de buen grado me concedáis esa materia eterna, no os explicáis cómo el caos puede ordenarse a sí mismo. ¡Ah!, pues ahora voy a explicároslo.

»Preciso es, pequeño animal mío, que luego que netamente hayamos separado cada corpúsculo visible en una infinidad de corpúsculos invisibles, imaginemos que el universo infinito no está compuesto sino de estos átomos infinitos, muy sólidos, muy incorruptibles, muy sencillos; unos cúbicos, otros paralelográmicos, otros angulares, otros redondos, otros puntiagudos, otros piramidales, otros exagónicos, otros ovales y todos ellos obrando distintamente y con movimiento acomodado a su figura. Y para demostrarlo colocad una bola de marfil perfectamente redonda sobre un plano muy suave; al menor empuje que la imprimáis estará un cuarto de hora sin pararse. Pues bien; os digo, además, que si esta bola fuese tan perfectamente redonda como lo son algunos de los átomos de que os he hablado y si la superficie en que la posáis estuviese perfectamente pulida, la bola no se detendría jamás. Pues si un artificio es capaz de imprimir a un cuerpo movimiento perpetuo, ¿por qué no hemos de conceder que pueda hacerlo también la Naturaleza? Y lo mismo ocurre con otras figuras; como la cuadrada que pide el perpetuo reposo y otras un movimiento lateral y otras un medio movimiento, que podríamos llamar de trepidación; y la redonda, cuyo destino es el rodar uniéndose con la pirámide, crea eso que nosotros llamamos fuego; porque no solamente el fuego se agita sin descanso, sino atraviesa y penetra fácilmente las cosas. El fuego tiene además diferentes efectos según la abertura y calidad de los ángulos donde la figura redonda se junta; como, por ejemplo, el fuego de la pimienta es distinto que el fuego del azúcar y éste distinto del de la canela y el de la canela al de clavo de especia, y éste distinto del de la chamusquina. Por otra parte, el fuego, que es el constructor de las partes y del todo del universo, ha recogido y desarrollado en una encina todos los elementos necesarios para componer esa encina. Vos me preguntaréis cómo la casualidad puede haber reunido en un lugar todas las cosas necesarias para producir la encina. A esto os contestaré que nada hay de maravilloso en que la materia así dispuesta haya formado una encina, sino que la verdadera maravilla hubiese sido que la materia de tal modo reunida no hubiese producido la encina, pues con unos pocos más o menos elementos distintos que se le hubiesen añadido, en vez de una encina hubiese sido un olmo, o un chopo, o un sauce; y con más elementos de otra materia ya hubiese sido una planta sensitiva, o una ostra de conchas, o un gusano, o una mosca, o una rana, o un gorrión, o un mono, o un hombre. Cuando al tirar los dados sobre una mesa resulta un saque de diez o de tres, de cuatro y cinco, o bien de diez, seis y uno, exclamaréis: "Oh qué milagro! Cada dado resulta precisamente con un número, habiendo podido resultar con tantos otros. ¡Oh qué gran milagro! Ahora van tres puntos seguidos. ¡Oh qué gran milagro! Precisamente ahora, dos fichas y la cara inferior de la otra ficha." Pues yo estoy seguro de que siendo hombre de espíritu nunca vendréis en proferir esas exclamaciones, pues como los dados pueden formar una determinada cantidad de combinaciones de números, es muy lógico que al saque aparezca cualquiera de ellas al azar. Y si esto no os asombra, ¿cómo vais a asombraros de que esta materia al quemarse confusamente a merced del azar engendre un hombre u otro ser, puesto que en ella había tantas cosas necesarias para la vida del hombre como para la de otros seres? ¿Acaso ignoráis que más de un millón de veces ha sucedido que encaminándose esta materia por natural destino a formar un hombre, se ha detenido en la mitad de su camino para formar ya una piedra, ya un pedazo de plomo, ya un coral, ya una flor, ya una cometa, y todo ello porque faltaban o sobraban ciertos elementos para llegar a constituir precisamente un hombre? Pues bien: del mismo modo que no hay que extrañarse que a los cien golpes de dados resulte un saque en pleno, tampoco hay que extrañarse de que una infinidad de materias, que cambian y se agitan constantemente, vengan a encontrarse para formar unos cuantos animales, o vegetales o minerales, que nosotros vemos. Es más: no sólo no hay que maravillarse, sino que es preciso considerar imposible que de toda esta agitación de la materia no venga a nacer determinada cosa y que ella no cause la admiración de algún aturdido que ignore cuán poco ha faltado para que se formaran los cuerpos dichos. Cuando el gran río llamado hace girar la muela de unmolino o conduce los resortes de un reloj, y el riachuelo [26] no hace sino deslizarse por sucauce, rebasándolo alguna vez, no diréis que el río tiene más espíritu. Porque vos sabéis que si hace todo lo que decís es porque ha encontrado las cosas dispuestas favorablemente para realizar tan grandes obras maestras; porque si no hubiese habido un molino en su cauce no hubiese podido pulverizar el trigo, y si no hubiese encontrado el reloj no hubiese señalado las horas; en cambio, si el pequeño riachuelo hubiese tenido semejantes encuentros, hubiese acometido iguales milagros. Pues lo mismo ocurre con este fuego que por su propia virtud se mueve, porque cuando encuentra los órganos a propósito para la agitación que es necesaria en el razonar, razona, y cuando sólo encuentra los necesarios para sentir, siente, y cuando sólo son propios para vegetar, vegeta; y si no lo creéis así, sacadle los ojos al hombre cuyo fuego espiritual le hace ver, y observaréis cómo pierde ese sentido del mismo modo que nuestro gran reloj dejará de señalar las horas si se le rompe el mecanismo de su movimiento.

»Finalmente, estos primeros e indivisibles átomos en torno a los cuales giran sin dificultad las dificultades [27] más enojosas de la física, hasta la función de los sentidos, que nadie todavía ha podido concebir, yo la explico muy fácilmente por la intervención de los corpúsculos. Empecemos por la vista; por ser la más incomprensible merece que nosotros la consideremos con prioridad.

»Según yo creo, sucede que las túnicas del ojo, cuyas aberturas se asemejan a las del cristal, transmiten este polvo de fuego, llamado rayo visual. Y es detenido por alguna materia opaca que lo rechaza devolviéndole al seno del ojo; entonces, al encontrar en el camino la imagen del objeto, que lo rechaza, y como esta imagen no es sino un número infinito de cuerpos pequeños que continuamente están en movimiento y se separan conservando idéntica la superficie del objeto por nosotros mirado, y digo que esta imagen es por el fuego rechazada, y empujada vuelve hasta nuestro ojo. Ya sé que no dejaréis de replicarme que esa superficie es un cuerpo opaco muy prieto y que, sin embargo, en vez de rechazar los corpúsculos de que yo hablo los deja penetrar a través de su masa. Pero os replicaré yo a mi vez que esos poros están tallados formando la misma figura que tienen los átomos de fuego que atraviesan, y así como una criba de trigo no sirve para cribar arena y una criba de arena no sirve para cribar trigo, así una caja de madera de abeto, aunque sea muy fina y permita que a través de ella penetren los sonidos, no consiente que la traspase la vista, y una pieza de cristal, aunque sea transparente y se deje penetrar por la vista, no puede ser traspasada por el tacto.» En esto no pude yo contenerme y le interrumpí: «Un gran poeta y filósofo de nuestro mundo ha hablado después de Epicuro y éste después de Demócrito de estos pequeños cuerpos casi con las mismas razones que vos lo estáis haciendo; por esto no me sorprende nada vuestro discurso, y os pido que lo continuéis y me digáis cómo fundándoos en esos mismos principios podríais explicaros el ver vuestro cuerpo reproducido en un espejo». «No es nada difícil -me contestó él-. Imaginaos que los fuegos de vuestro ojo, después de atravesar el espejo y encontrar detrás de él un cuerpo no diáfano, desandan el camino que recorrieron; y al encontrarse esos pequeños cuerpos andando en superficies iguales sobre el espejo, los vuelven a llamar nuestros ojos, y nuestra imaginación, más ardiente que las otras facultades del alma, atrae hacia ella el más sutil, con el cual en su seno forma un retrato en miniatura.