»Cuando os canséis de leer podéis pasearos o entreteneros con el hijo de nuestro huésped; su espíritu está lleno de encantos. El único defecto que tiene es el de carecer de piedad. Si llegara por esto a escandalizaros o a alterar vuestra fe por cualquier razonamiento, no dejéis de venir en seguida a decírmelo, y yo os resolveré todas las dificultades. Otro os aconsejaría en este caso que abandonaseis su compañía; pero como el hijo de nuestro huésped es muy vanidoso, tengo la seguridad de que consideraría este apartamiento como una fuga y se figuraría que nuestra creencia estaba desprovista de razón si vos os negaseis a escuchar la suya.» En diciendo estas palabras me abandonó, y apenas hubo él salido púseme yo a considerar mis libros y sus estuches, es decir, sus cubiertas, que me parecieron admirables por sus riquezas; una de ellas estaba hecha con un solo diamante, cuyo brillo, por ser mucho mayor, en nada podía compararse con el de los nuestros; la otra parecía una monstruosa perla fundida en dos. Mi demonio había traducido estos libros a la lengua de este mundo; pero yo, como no vi en ellos nada impreso, sólo podré explicaros cómo estaban hechos estos dos volúmenes. Al abrir el estuche encontré no sé qué continente de metal muy parecido a nuestros relojes y llenos de no sé qué pequeños resortes y de máquinas imperceptibles. Era, en efecto, un libro; pero era un libro milagroso que no tenía ni hojas ni letras; era, en resumen, un libro para leer el cual eran inútiles los ojos; en cambio, se necesitaban las orejas. Así, pues, cuando alguien quería leerlo no tenía más que agitar esta máquina con gran cantidad de movimiento en todos sus pequeños nervios y luego hacer girar la saeta sobre el capítulo que quería escuchar, y en haciendo esto, como si saliesen de la boca de un hombre, o de la caja de un instrumento de música, salían de este estuche de libro todos los sonidos distintos y claros que sirven como expresión de lenguaje entre los grandes pensadores de la Luna…
Cuatro de ellos llevaban sobre sus espaldas una especie de ataúd envuelto con un paño negro. Yo le pregunté a uno que estaba mirándolo qué quería decir aquella comitiva en todo tan parecida a las pompas fúnebres de mi país; él me contestó que este criminal… y llamado por el pueblo por un papirotazo sobre la rodilla derecha, que había sido convicto y confeso, de envidia y de ingratitud había muerto el día antes, y que el Parlamento le había condenado hacía ya veinte años a morir en su cama y luego a ser enterrado. Yo me eché a reír, y como él me preguntase por qué lo hacía, le contesté: «Es que me asombra que lo que en nuestro país es como una bendición: una vida larga, una muerte sosegada, una sepultura honrada, constituya en el vuestro un castigo ejemplar». «¡Ah! -me contestó él-. ¿En vuestro país consideráis la sepultura como algo estimable? Sinceramente decidme si no creéis que es algo muy espantoso el que un cadáver ande a merced de los gusanos y esté abandonado a los sapos que le devoran las mejillas, es decir, que toda la peste venga a posarse sobre el cuerpo del hombre. ¡Dios mío! ¡Sólo de pensar que después de muerto tendré la cara envuelta por un sudario y sobre la boca cinco pies de tierra ya no puedo respirar! Este miserable que ahora llevan a enterrar, como vosotros veis, además de la pena de ser enterrado en una fosa, ha sido condenado a que le acompañen en comitiva ciento cincuenta de sus amigos, obligándoles, como castigo al cariño que pusieron en un envidioso y un ingrato, a estar en sus funerales con el rostro muy triste; y si los jueces no hubiesen tenido piedad de él pensando que sus crímenes más los había cometido por falta de espíritu que por sobra de maldad, les habrían obligado a llorar. Fuera de los criminales, se quema aquí a todos los muertos; y ésta es costumbre muy decente y muy razonable, porque como nosotros creemos que el fuego separa lo puro de lo impuro, pensamos que el calor une por simpatía el natural calor que ardía en el alma, dándole fuerza para elevarse perennemente hasta que llegue a un astro y tope con algún pueblo habitado por gentes más inmateriales y más inteligentes. Porque su temperamento debe hallar y participar de la pureza del globo que ellos habitan.
»Con todo, ésta no es la más hermosa manera de inhumar que nosotros usamos. Cuando alguno de nuestros filósofos llega a esta edad en que siente ablandado nuestro espíritu, y el hielo de los años detiene los movimientos de nuestra alma, reúne sus amigos en un suntuoso banquete; y luego que ha expuesto los motivos que le determinan a separarse del mundo y la poca esperanza que ya tiene de aumentar sus hermosas acciones con alguna otra que merezca ser suya, se le da permiso para que lo abandone, es decir, se le permite morir, o se le hace un ruego severo de que siga viviendo. Y si por mayoría de votos o al parecer de todos se le confía a su voluntad el deseo de la muerte, el filósofo avisa a sus amigos el día y la hora en que ha de dejar la vida; y entonces sus más allegados se purgan y se abstienen de comer durante veinticuatro horas; después, cuando llegan a la morada del sabio, luego de haber ofrecido sacrificios al Sol, entran en su alcoba, en donde les espera el noble filósofo acostado en una cama de gala. Todos llegan hasta él y le abrazan, y cuando se le acerca quien él más ama, luego de haberle besado con ternura, le apoya sobre su vientre, y uniéndose las bocas con un beso, el sabio con la diestra se hunde en el corazón un puñal. El amante amigo no separa los labios de los muy queridos hasta que no le siente expirar. Y cuando llega este momento extrae el hierro de su seno y cerrando la herida con su boca le sorbe la sangre, que sigue bebiendo hasta que le releva otro amigo, y luego otro y luego otro, y así todos los del cortejo. Y cuando han pasado cuatro o cinco horas de esto se les entrega a cada uno de los amigos una doncella de dieciséis o diecisiete años, y durante tres o cuatro días que con ellas se dedican a gustar los placeres del amor, no se alimentan de otra cosa que de la carne del muerto, que hacen comer a las doncellas cruda y todo, para ver si como resultado de cien abrazos de los que pueda nacer alguien se logra la seguridad de que en el nacido reviva el amigo.»