Yo interrumpí estas razones y advertí al que me las decía que tal proceder se asemejaba en mucho a ciertos usos de algún pueblo de nuestro mundo, y luego continué mi paseo, que fue tan largo, que al regreso ya hacía dos horas que me tenían preparada la comida. Me preguntaron el motivo que me había hecho llegar tan tarde. «No he tenido yo la culpa -le contesté al cocinero que me daba quejas-; he preguntado muchas veces en la calle qué hora era y todo el mundo como respuesta abría la boca, apretaba los dientes y volvía de lado la cabeza.» «¿Y no sabíais vos -me replicaron todos los presentes-, no sabíais vos que con esto ya os estaban diciendo la hora?» «Sinceramente -le repliqué yo-, aunque ellos hubiesen estado un año con la nariz al sol, hubiese quedado yo sin saberlo.» «Pues es una costumbre -me replicaron- que les permite no gastar el reloj; porque con sus dientes forman un cuadrante tan exacto, que cuando quieren decirle a alguien la hora abren los labios y con la sombra de la nariz, que entonces se produce sobre los dientes, marcan como en un reloj de sol la hora que necesita saber el curioso preguntador. Y ahora, para que sepáis por qué en este país todo el mundo tiene la nariz grande, os diré que, tan pronto como la nodriza se acuesta, la madre coge al hijo y lo lleva ante el profesor del seminario, y al cabo de un año justo, reunidos todos los peritos, si encuentran que su nariz es más corta que cierta medida por el síndico acordada, se le proclama chato y se le pone en manos de determinadas gentes encargadas de castrarlos. Seguramente vos me preguntaréis qué razón hay para cometer esta barbarie y cómo es posible que entre nosotros, que consideramos la virginidad como un crimen, establezcamos forzadas continencias. Pero sabed desde ahora que si lo hacemos nosotros así es porque durante una experiencia de treinta siglos hemos podido comprobar que una nariz grande es muestra de que el hombre es espiritual, cortés, afable, noble y liberal, y que, en cambio, una nariz pequeña revela cualidades contrarias. Por esto todos los chatos son convertidos en eunucos, porque la República prefiere no tener hijos a tenerlos y que se parezcan a esos padres.» Seguía él hablando cuando vi yo entrar a un hombre con todo el cuerpo desnudo. Inmediatamente yo me senté y me calé el sombrero para honrarle, porque en este país éstas son las más evidentes muestras de respeto con que puede acreditarse el que se tiene a la gente. «Nuestro reino -dijo- desea que antes de regresar a vuestro mundo tengáis a bien advertirlo a nuestros magistrados, porque un matemático acaba de decir en nuestro consejo que si vos, al llegar a vuestro mundo, quisieseis construir cierta máquina que él os mostrará, con ella podría él unir vuestro globo al nuestro.» A lo cual yo prometí acceder. «Pero, cómo -le dije yo a mi huésped cuando el dicho mensajero se hubo marchado-, ¿podríais vos hacer el favor de decirme por qué este enviado llevaba ceñidos a la cintura unos órganos vergonzosos modelados en bronce?» Ya había visto yo esto muchas veces cuando estaba encerrado en mi jaula; pero nunca me había atrevido a preguntar nada porque siempre estaba rodeado por las hijas de la reina, a quienes temía ofender si en su presencia hubiese llevado la conversación a tan bajos términos. Y a la pregunta que hice ahora me contestó el huésped: «Es que aquí las hembras, lo mismo que los machos, no son tan ingratos que enrojezcan al contemplar aquello con que fueron hechos; y las vírgenes no tienen vergüenza de amar en nosotros, en memoria de su madre Naturaleza, la única cosa que en nosotros la produce. Sabed, pues, que el amuleto con que este hombre se ciñe la cintura, y del cual pende como medalla la figura de un miembro viril, es el símbolo de caballero y la insignia que distingue al noble del villano». Esta paradoja me pareció tan extravagante, que no pude evitar de echarme a reír.
«Esta costumbre me parece muy extraordinaria -dije entonces-, porque en nuestro país lo que distingue a la nobleza es llevar una espada.» Pero mi huésped, sin conmoverse, me dijo: «¡Ay, hombrecito mío! ¿Cómo puede ser eso? ¿Los grandes de vuestro país pueden ser tan estragados que hagan gala del arma que caracteriza al verdugo, que no fue forjada sino para destruir y que, es, en fin, el jurado enemigo de todo lo que vive, y esconden en cambio un miembro sin el cual nosotros estaríamos al nivel de lo que no existe, de un miembro que es el Prometeo de cada animal y el reparador infatigable de las debilidades de la Naturaleza? ¡Desdichada tierra en la cual los signos de la generación son ignominiosos y los de la destrucción son honorables! ¡Y vosotros llamáis partes vergonzosas a esos miembros y no pensáis que nada hay tan glorioso como el dar la vida, y nada en cambio tan realmente vergonzoso como el quitarla!». Mientras pasábamos todas estas razones no dejábamos de comer, y luego que nos levantamos nos fuimos al jardín para tomar el aire, y aquí, considerando cómo se engendraban y producían todas las cosas, me dijo: «No debéis vos ignorar, viendo que la tierra se hace un árbol y el árbol un cerdo y un cerdo un hombre, y puesto que esto os demuestra la tendencia de la Naturaleza hacia lo más perfecto, que todo aspira a llegar a ser hombre, siendo éste la esencia más acabada de las más hermosas mezclas y el más bien dispuesto, puesto que sólo a él le es dado reunir la vida racional y animal. Esto es tan evidente, que nadie lo negaría a no ser un pedante, pues todos vemos que un ciruelo, merced al calor de su germen, va sorbiendo como por una boca y lo digiere luego el césped que le rodea; que un cerdo devora este fruto y lo convierte en sustancia de su misma carne, y que un hombre se come el cerdo, da nuevo calor a su carne muerta, la une a sí y hace revivir a ese animal bajo una más noble especie. De modo que ese hombre que ahora veis acaso haya sido sesenta años un haz de hierba de mi jardín; y esto es tanto más probable cuanto que la opinión de la metempsicosis pitagórica, por tan grandes hombres afirmada, seguramente no ha llegado hasta nosotros sino para invitarnos a comprobar su verdad, cómo en efecto hemos podido descubrir que todo lo que vive y vegeta y llega finalmente en toda su materia al período de su perfección, después retrocede y se hunde en la inanidad para evolucionar de nuevo y desempeñar el mismo papel». Yo bajé muy satisfecho al jardín, y empezaba a decirle a mi compañero lo que mi maestro me había enseñado, cuando en esto llegó el fisiólogo para llevarnos a la refección y al dormitorio.
Al día siguiente, en cuanto me desperté, fui a buscar a mi antagonista para hacerle levantar. «Es tan gran milagro -le dije yo- encontrar a un espíritu como el vuestro, tan genial, sumergido en el sueño, como ver el fuego sin acción.» Él se molestó por esta torpe cortesía. «¿Es que no os arrepentiréis nunca -me dijo él con una cólera apasionada y a la vez cariñosa-, es que no os arrepentiréis nunca de usar esas palabras fantásticas? Sabed, pues, que tales vocablos ultrajan el nombre de filósofo, y que así como el sabio no ve nada en el mundo que no conciba, o que no crea poder concebir, debe rechazar todas esas expresiones de prodigios y milagros de la Naturaleza que han inventado los estúpidos para disculpar las debilidades de su inteligencia.»
Yo me creí entonces obligado, en conciencia, a tomar la palabra para desengañarle. «Aunque -le dije- estáis muy obstinado en lo que decís, yo he visto que muchas cosas han sucedido sobrenaturalmente.» «Así lo decís -me replicó él-; pero es que ignoráis que la fuerza de la imaginación es capaz de curar todas las enfermedades que vos atribuís a lo sobrenatural, merced a un cierto bálsamo natural que contiene todas las cualidades contrarias a las del mal que nos ataca; lo cual sucede cuando nuestra imaginación, advertida por el dolor, busca el remedio específico que conviene a su veneno. Por esta razón un médico muy hábil de vuestro mundo aconsejará al enfermo que busque más bien a un médico ignorante si le reputa muy sabio, que uno muy sabio si le reputase ignorante; y esto lo hace porque piensa que nuestra imaginación, ejercitándose en favor del bien de nuestra salud, con tal que esté ayudada de algunos remedios, es capaz de curarnos; pero que los más poderosos serían muy débiles si la imaginación no los aplicase. ¿Os extraña a vos que los primeros habitantes de nuestro mundo viviesen tantos siglos sin tener ningún conocimiento de medicina? No, seguramente. ¿Y cuál pensáis que sería la causa, sino su naturaleza llena aún de fuerza y este bálsamo universal que aún no había sido suprimido por las drogas de vuestros médicos que ahora os consumen? Así entonces, para llegar a la convalecencia no era necesario sino desearlo con toda el alma e imaginarse curado. De tal modo, la fantasía vigorosa de estos primitivos, sumergiéndose en ese bálsamo de aceite, extraía de él su elixir; así que, aplicando su activo a su pasivo, se encontraban en un abrir y cerrar de ojos tan sanos como antes de enfermar; cosa que hoy en día no deja de hacerse, a pesar de la degeneración de la Naturaleza, aunque en verdad se haga muy raramente, por lo que el pueblo lo juzga como un milagro. Yo no creo absolutamente en nada de eso, y me fundo para ello en que es más fácil que se equivoquen tantos doctores que no que suceda una cosa tan difícil. Porque yo les preguntaría: El enfermo de fiebres que acaba de curarse ha deseado ahincadamente durante su enfermedad, como es muy natural, el curarse y hasta ha hecho votos para lograrlo; ahora bien: era necesario que muriese, que siguiese enfermo o que se curase; si hubiese muerto, se hubiera dicho que el cielo con la muerte había querido poner término a sus penas, y hasta que con morirse se había curado de todos sus males como en su plegaria pedía; si hubiese permanecido enfermo, se hubiese dicho que no había tenido bastante fe; pero como ha curado, todo el mundo dice que es un milagro, y yo pregunto si no es mucho más probable que su fantasía, excitada por los violentos deseos de salud, haya obrado sobre todo su cuerpo. Porque supongamos que se haya salvado. ¿Por qué ir proclamando que es milagro, puesto que también vemos a muchas personas que se habían encomendado a la fe perecer miserablemente con todos sus votos?» «Pero al menos -le repliqué yo-, si eso que decís de tal bálsamo es verdad, no hay en ello sino una prueba muy evidente de la racionalidad de nuestra alma, puesto que, sin que ésta se valga de otros instrumentos de nuestra razón y sin apoyarse en el concurso de nuestra voluntad, por sí misma obra como si estando fuera de nosotros aplicase el activo al pasivo. Y, por otra parte, si separada de nosotros sigue siendo razonable, esto prueba que de todo punto es necesario que sea espiritual, y si admitís conmigo que es espiritual, habréis de concluir que es inmortal, puesto que la muerte únicamente ocurre en el animal por el cambio de sus formas, cambio del que sólo la materia es susceptible.» Entonces, mi joven interlocutor, sentándose en la cama y haciéndome sentar a mí, dijo éstas o muy parecidas razones: «En cuanto a que muera el alma de las bestias, que es corporal, no me asombra nada, puesto que no hay en ella, a lo que se ve y es muy probable, una armonía de las cuatro cualidades, una fuerza de sangre y una proporción de órganos bien concertados; pero lo que sí me asombra, y mucho, es que nuestra alma inteligente, incorpórea e inmortal, se vea obligada a salir de nuestro cuerpo por la misma causa que hace morir a la de un buey. ¿Acaso ha pactado con nuestro cuerpo que cuando reciba éste un sablazo en el corazón, un balazo en el cerebro o un machetazo en el cuerpo, abandone inmediatamente su casa? Y si el alma fuese espiritual y por sí misma tan razonable y hasta capaz de inteligencia, y esto lo mismo cuando está en nuestro cuerpo que cuando de él se separa, ¿por qué entonces los ciegos de nacimiento no pueden imaginarse lo que es el ver? ¿Es porque aún no se vieron privados por la muerte de todos los otros sentidos? ¡Pero cómo! ¿Suponer esto no es lo mismo que pensar que yo no puede servirme de mi mano derecha porque tengo viva mi mano izquierda? Y, finalmente, para establecer una comparación justa y que destruya todo lo que habéis dicho, me contentaré con poneros el ejemplo de un pintor: éste no puede trabajar si no es con pincel; y os diré que al alma le ocurre exactamente lo mismo cuando no puede usar de los sentidos». «Sí; pero -añadió él-… sin embargo, pretenden que esta alma, que tan sólo puede obrar imperfectamente a causa de la vida, puede obrar con perfección cuando por nuestra muerte hayamos perdido todos nuestros sentidos. Y si me vienen diciendo que el alma no necesita de esos instrumentos para cumplir sus funciones, yo les replicaré que entonces es necesario coger un látigo y azotar a los ciegos "que hacen como si no viesen gota".» Él quería continuar aduciendo tan impertinentes razones; pero yo le cerré la boca rogándole que se callase, lo que en efecto hizo por miedo a disputar, porque ya él veía que yo comenzaba a exaltarme. Él se fue luego y me dejó admirado de las gentes de este mundo, donde todos tienen, hasta el pueblo sencillo, tan espontáneo espíritu; al contrario de las gentes del nuestro, que tienen tan poco y aun éste les cuesta tan caro.