Finalmente, el amor por mi país, que poco a poco me iba quitando el gusto y la intención de haber vivido en éste, no me dejaba tiempo para soñar en otra cosa que en el deseo de marcharme; pero tantas dificultades se me presentaron para ello, que me puse muy triste. Mi demonio se dio cuenta de esto, y como me preguntase por qué no parecía ya el mismo de siempre, yo francamente le dije la causa de mi melancolía; entonces él me hizo tan halagüeñas promesas para el bien de mi retorno, que en sus manos dejé por entero mi confianza. Di aviso al Consejo, que me envió a llamar y me hizo prestar juramento de que en nuestro mundo contaría las cosas que había visto en el de la Luna. Seguidamente se me dieron mis pasaportes, y mi demonio, que me había provisto de las cosas necesarias para tan grande viaje, me preguntó en qué lugar de la Tierra quería yo arribar. Yo le dije que la mayor parte de los jóvenes acaudalados de París se proponían en seguida hacer un viaje a Roma, pensando que nada después de esto había que ver ni que nada tan hermoso pudiese hacerse. Y le añadí que en vista de esto mucho le encarecía el que aprobase que yo siguiera el ejemplo de esos jóvenes. «Pero -proseguí- decidme en qué máquina haremos el viaje y cuál sea el encargo que quiere hacerme el matemático que nos habló el otro día de unir este globo con el mío.» «Del matemático no os fiéis -me dijo él-, que es hombre de mucho prometer y de muy poco cumplir. En cuanto a la máquina que ha de llevaros no es otra que la que os sirvió de carruaje para venir hasta la corte.» «Pero ¿cómo es posible? ¿El aire será suficientemente sólido para sostener vuestros pesos como la tierra los soporta? No creo que esto sea posible.» «Es una cosa muy rara que vos creáis y no creáis al mismo tiempo. ¡Vamos! ¿Por qué los brujos de vuestro mundo, que van por el aire y conducen ejércitos
[28], granizadas, nevadas, lluvias y otros meteoros semejantes de una a otra región, han de tener más poder que nosotros? Sed, sed más crédulo en mí, os lo ruego.» «Es verdad. He recibido de vos tantos favores como los recibieron Sócrates y tantos otros con quienes vos habéis tenido amistad, que debo confiarme a vos y lo hago abandonándome de todo corazón a vuestra voluntad.» Apenas acabé yo de decir estas palabras cuando se levantó como un torbellino sujetándome entre sus brazos: de este modo me hizo pasar sin incomodidad todo ese grande espacio que nuestros astrónomos sitúan entre nuestro mundo y el de la Luna, travesía en que no tardamos más de día y medio; lo cual me hizo conocer la mentira que dicen quienes afirman que una muela de molino tardaría trescientos sesenta y tantos años en caer desde el cielo, puesto que nosotros invertimos tan poco tiempo en caer desde el globo de la Luna hasta éste. Finalmente, al comenzar nuestra segunda jornada me di cuenta de que me acercaba a nuestro mundo. Ya iba yo distinguiendo Europa de África y éstas de Asia, cuando sentí el vaho del azufre que veía salir de una muy alta montaña: esto me espantó tanto, que me desvanecí. Yo no puedo contaros lo que luego me pasó; pero cuando recobré el sentido me encontré envuelto entre nieblas sobre la pendiente de una colina, entre varios pastores que hablaban el italiano. Yo no sabía qué había sido de mi demonio y pregunté a los pastores si acaso le habían visto. Me contestaron haciendo la señal de la cruz y me miraron aterrados como si fuese yo el mismísimo demonio. Pero como yo les dijese que era cristiano y les rogase por caridad que me condujesen a algún sitio donde pudiese descansar, me acompañaron hasta un pueblecito que distaba de allí una milla, en el cual, y apenas hube llegado, todos los perros, desde los más pequeños lanuditos hasta los mastines, se tiraron sobre mí, y me hubiesen devorado si no tuviese yo la fortuna de encontrar una casa donde me recogí. Pero esto no impidió que los perros prosiguiesen en su alboroto, de suerte que el dueño de la casa ya me miraba con malos ojos; y creo que, dado el escrúpulo con que la gente del pueblo considera estos accidentes como malos augurios, este hombre me hubiese abandonado como presa de aquellos animales si yo no hubiese advertido que la razón que los perros tenían para encarnizarse de tal modo contra mí era la de venir de donde venía, pues como ellos tenían la costumbre de ladrar a la Luna, notaban que yo venía de allí y que olía todavía a Luna, como los que luego que salen del mar todavía conservan algún tiempo el olor de la sal y el aire marinos. Para librarme de este mal aire me puse en una terraza y me sometí a la acción del sol durante tres o cuatro horas; pasadas las cuales bajé, y los perros, como ya no sintiesen en mí el olor que los había hecho mis enemigos, no me ladraron más y se volvieron cada uno a su casa. Al día siguiente salí para Roma, y aquí vi los restos de los triunfos de muchos grandes hombres y de muchos grandes siglos; admiré las bellas ruinas y las hermosas restauraciones que en ellas han hecho los modernos. Y, finalmente, después de haber permanecido durante quince días en la compañía de M. de Cyrano, mi primo, que me prestó dinero para mi regreso, me fui a Civitavecchia y embarqué en una galera que me condujo hasta Marsella.