Algunos de mis compañeros soltaron una gran carcajada cuando yo hube dicho tales razones. «Puede ser -les repliqué yo- que en la Luna haya también algunos que en este momento se estén burlando de cualquiera que afirme que este globo nuestro es un mundo.» Pero por más que les quise convencer de que esa opinión mía era la de muchos grandes hombres, no conseguí que dejasen de reír, como lo estaban haciendo de muy buena gana.
No obstante, este pensamiento, cuya audacia agitaba mi espíritu, afirmada por la contradicción de los otros, se fue afincando tanto en mi ánimo, que ya durante el resto del camino me quedé embarazado con mil definiciones de la Luna que no podía alumbrar; de suerte que, a fuerza de apoyar esta creencia burlesca con argumentos casi serios, ya faltaba poco para que yo me desdijese, cuando el milagro o la casualidad, la Providencia, la fortuna, o quizá lo que comúnmente se llama visión, ficción o quimera, o locura si se quiere, me suministró la ocasión que me inclinó a esta idea. Cuando llegué a mi casa, subí a mi estudio y encontré sobre la mesa un libro abierto que yo no había dejado allí. Era el de Cardan [8], y aunque no tuviese el propósito de leer, dejé caer los ojos, como si fuese por fuerza, sobre una historia de este filósofo que dice que estudiando una tarde a la luz de una candela vio entrar, filtrándose por las puertas cerradas, a dos grandes ancianos, los cuales, después de muchas preguntas que él les hizo, contestaron que eran habitantes de la Luna, y desaparecieron en diciendo esto. Me quedé tan sorprendido al ver un libro que había llegado hasta mi mesa él solo, sin que nadie lo dejara allí, y al ver que además se había abierto en aquella ocasión y precisamente por aquella página, que tomé todos estos incidentes encadenados como una inspiración que me obligaba a dar a conocer a los hombres que la Luna es un mundo. «¡Cómo -me decía yo a mí mismo-, después de estar hablando todo el día de una cosa, un libro que acaso es el único en el mundo donde estas materias se tratan tan detalladamente vuela de mi biblioteca a mi mesa, para abrirse precisamente por las páginas de tan inaudita aventura, y arrastra a mis ojos, como una fuerza secreta, hasta él, y luego suministra a mi fantasía las reflexiones y a mi voluntad los propósitos que yo he formado! Sin duda -continué diciéndome a mí mismo- los dos viejos que se aparecieron al gran Cardan no eran otros que los que han cogido mi libro y lo han dejado en mi mesa abierto por esas páginas para ahorrarse conmigo la arenga que a Cardan le hicieron. ¿Pero -pensaba yo- no sabré resolver esta duda si no subo hasta allá? ¿Y por qué no? -me replico luego-. Prometeo en otro tiempo fue al cielo y robó el fuego. ¿Acaso yo soy menos osado que él? ¿Y tengo motivos para no confiar en un éxito tan favorable como el suyo?»
A estas humoradas que acaso llaméis exceso de delirio febril, sucedió la esperanza de realizar un viaje tan encantador. Y alentado por esa esperanza me encerré en una casa de campo bastante solitaria, donde después de halagar mis sueños con algunos medios proporcionados a mi intento, he aquí cómo conseguí subir al cielo.
En torno a mi cuerpo me había atado bastantes frascos llenos de rocío, sobre los cuales el Sol proyectaba tan ardientemente sus rayos, que su calor, que los atraía como hace con las más grandes nubes, me levantó a tan grande altura, que por fin llegué a encontrarme por encima de la primera región. Pero como esa atracción me elevaba demasiado rápidamente, y como en vez de aproximarme a la Luna, como era mi deseo, todavía me parecía estar más lejos de ella que al principio, fui rompiendo algunos de mis frascos hasta que observé que mi peso sobrepujaba la atracción del calor e iba descendiendo sobre la Tierra. No fue falsa mi opinión, puesto que en aquélla me encontré poco tiempo después. Teniendo en cuenta la hora en que había salido, ya debía de estar mediada la noche. Sin embargo, vi que el Sol estaba en lo más alto del horizonte, y que era mediodía. A vosotros dejo el pensar cuál no sería mi asombro: y fue tan fácil este asombro, tuve la insolencia de imaginar que, como premio a mi atrevimiento, Dios, por una vez más, había detenido el curso del Sol a fin de alumbrar una empresa tan generosa. Todavía acreció mi atrevimiento el no conocer el país donde me encontraba, puesto que, según yo creía, habiendo ascendido derechamente debiera haber descendido al sitio mismo de mi partida. Y tal como estaba equipado encaminé mis pasos hacia una especie de choza en la que apercibí humo; y ya estaba de ella a un trecho de pistola cuando me vi rodeado por una cantidad numerosa de hombres completamente desnudos. Mucho parecieron espantarse de mi presencia, pues, a lo que yo creo, era yo el primer hombre que ellos viesen vestido de botellas. Y para alterar todavía más todos los pensamientos que ellos pudiesen tener acerca de este hábito mío, todavía estaba el ver que al andar apenas si tocaba yo en el suelo; tampoco imaginaban ellos que a la menor inclinación que yo diese a mi cuerpo el ardor de los rayos del Sol me levantaría con mi rocío y que, aunque ya mis frascos no eran muchos, probablemente ante su vista me hubiesen levantado por el aire. Quise yo abordarles; pero como si su temor les hubiese cambiado en pájaros, vi cómo en un instante se perdían por la próxima selva. Aún pude coger a uno cuyas piernas sin duda le habían traicionado el corazón. A éste le pregunté (con bastante esfuerzo porque estaba yo lleno de ahogo) cuánto había desde allí hasta París, cómo y desde cuándo iba la gente en Francia desnuda de aquel modo y por qué huían ellos de mí con tanto espanto. Este hombre, con el cual yo hablaba, era un anciano aceitunado que muy temeroso se hincó en seguida de hinojos ante mí y juntando las manos hacia lo alto por detrás de su cabeza quedó con la boca abierta y cerró los ojos. Largo tiempo estuvo murmurando entre dientes sin que yo pudiese entender nada de lo que decía; así que di en pensar que su lenguaje era tan sólo el ceceo gutural de un mudo.
Al poco tiempo de esto vi llegar una compañía de soldados a cajas batientes y observé que dos de ellos se separaban de sus filas y se dirigían hacia mí; y así que estuvieron lo bastante cerca para oír mis razones, con las mejores que yo pude les pregunté dónde estaba. A las cuales ellos me respondieron: «Estáis en Francia; ¿pero quién ha sido el diablo que en ese estado os ha puesto y cómo es que nosotros no os conocemos? ¿Es que han llegado ya las naves? ¿Vais a dar aviso de ello al señor gobernador? ¿Y por qué razón habéis repartido vuestro aguardiente en tantas y tantas botellas?».
A todo esto yo les repliqué que no era el diablo quien en tal estado me había puesto; que si no me conocían no era cosa de extrañar, pues no podían ellos conocer a todos los hombres; que no sabía yo que el Sena condujese naves a París; que no tenía ningún aviso que dar al señor mariscal del Hospital [9], y que no llevaba nada de aguardiente en mis botellas. «¡Bah!, ¡bah! -me dijeron ellos, cogiéndome por un brazo-. ¿Os hacéis el valiente? Pues si nosotros no os conocemos, ya os reconocerá el señor gobernador.» Me llevaron hacia sus filas y en ellas me di cuenta de que realmente estaba en Francia, pero en la Nueva [10]; de manera que al poco tiempo de todo esto fui presentado al virrey, que me preguntó cuál era mi país, cómo me llamaba y quién era; y así que yo le hube dado respuesta contándole la agradable aventura de mi viaje, sea que lo creyó, sea que fingió creerlo, tuvo la bondad de dar el encargo de que me aparejasen una habitación en su vivienda. Fue una gran dicha para mí encontrar un hombre con tan altas opiniones y que no se extrañase cuando yo le dije que era necesario que la Tierra hubiese girado durante mi ascensión, puesto que, habiendo comenzado a elevarme a dos leguas de París, había caído, siguiendo una línea casi perpendicular, en las tierras de Canadá.