Charlotte giró rápidamente la cabeza alrededor. Ciertamente Rupert y Lydia estaban a unos treinta metros, hablando con expresión seria y rápidamente.
Gracias a Dios, ellos estaban bastante lejos para oír nada.
“Son buenos amigos,” dijo Charlotte, esperando que el calor que sentía en las mejillas no significara que estaba ruborizándose. “Conocemos a Rupert desde hace años.”
“¿Significa eso que mi futura esposa es una gran aficionada a la poesía?”
Charlotte sonrió tímidamente. “Eso me temo, milord.”
Cuando Ned la miró, sus ojos brillaban. “¿Su afición hará que espere que yo le recite poesía?”
“Probablemente,” replicó Charlotte, dirigiéndole una mirada de simpatía, que no era del todo falsa.
El suspiró. “Bien, supongo que ningún matrimonio puede ser perfecto.” Irguió la espalda y dijo: “Vamos allá, entonces. Si tenemos que participar en este absurdo juego, más vale que lo ganemos.”
Charlotte enderezó los hombros y camino hacia delante. “En efecto, milord. Pienso exactamente lo mismo.”
Capítulo Cuatro
La noche del viernes se celebró una “soireé” prenupcial, que Ned supuso se diferenciaba de forma fundamental, de las “soirees” prenupciales celebradas el miércoles y el jueves, pero mientras permanecía de pie, al fondo del salón, sosteniendo una copa de champán con una mano, y en la otra un plato con tres fresas, pensó, que ni aunque le fuera la vida en ello, sabría distinguir en qué.
La misma gente, diferente comida. Eso era todo lo que había.
Si él hubiera estado a cargo de los detalles de la boda, hubiera soslayado todos esos absurdos actos prenupciales, y simplemente se hubiera plantado ante el vicario, en el lugar y la hora escogidos; pero nadie había visto la necesidad de preguntarle su opinión, aunque para ser justo, el nunca había dado una indicación de qué prefería de una manera u otra.
Y en verdad, no se le había ocurrido hasta esta semana -esta asombrosa, no, infernalmente larga, semana- que tenía preferencias al respecto.
Pero todo el mundo parecía estar divirtiéndose, lo cual, supuso, era bueno, porque, por lo que él sabía, estaba pagando todo esto. Suspiró, recordando vagamente una conversación durante la cual él, absurdamente, había dicho: “Por supuesto. Lydia debe tener la boda de sus sueños.”
Bajo la mirada a las tres fresas de su plato. había cinco antes, y las dos que estaban en su estomago constituían su cena de esa noche.
Las condenadas fresas más costosas que hubiera comido nunca.
No es que él no pudiera pagar todas las celebraciones, el tenía dinero de sobra para eso y no quería impedirle a ninguna chica la boda de sus sueños. El problema, por supuesto, era que la chica que conseguiría la boda de sus sueños, no era la chica de los sueños de él. Y sólo ahora -cuando era demasiado tarde para hacer algo- él se daba cuenta de la diferencia.
Y lo más triste, era que nunca se había percatado de que tenía sueños. No se le había ocurrido que pudiera disfrutar realmente con un amoroso noviazgo y un romántico matrimonio, hasta ahora, cuando, si el reloj de la esquina no mentía, en doce horas se presentaría en la iglesia y se aseguraría de no tener la posibilidad de ninguno.
Se recostó contra la pared, sintiéndose infinitamente más cansado de lo un hombre de su edad debería. ¿Cuánto tiempo, pensó, pasaría antes de que pudiera retirarse de la fiesta sin ser grosero?
Aunque, la verdad, nadie parecía notar su presencia. Los invitados parecían divertirse entre ellos, sin prestar atención al novio. Y tampoco, noto Ned mientras exploraba el salón con la mirada, a la novia.
¿Dónde estaba Lydia?
Frunció el ceño, y encogiéndose de hombros, decidió que no importaba. había hablado con ella antes, mientras bailaban el obligado vals, y fue agradable, una pequeña distracción. Desde entonces, la había divisado entre la muchedumbre un par de veces, charlando con los huéspedes. Probablemente estuviera en el salón de descanso de las damas, arreglando su peinado, o su vestido, o lo que fuera que hicieran las mujeres cuando nadie las veía.
Y parecía que siempre se retiraban en parejas. Charlotte también había desaparecido, y apostaría las tres fresas que le quedaban en el plato (lo cual esa noche era una fortuna) a que Lydia la había arrastrado con ella.
Porque eso lo irritaba tanto, era algo que no sabría explicar.
“¡Ned!”
Se apartó de la pared de un salto, recto y erguido, y pegó una sonrisa en su cara, pensando que no necesitaba enfadarse. Era su hermana, retorciéndose a través de la muchedumbre, y arrastrando a su prima Emma detrás.
“¿Qué haces aquí solo?,” le preguntó Belle, una vez que llegó a su lado.
“Disfrutando de mi propia compañía.”
El no pensaba que eso fuera un insulto, pero Belle si debía pensarlo, porque puso mala cara. “¿Dónde está Lydia?,” preguntó.
“No tengo ni idea,” contestó honestamente. “Probablemente con Charlotte.”
“¿Charlotte?”
“Su hermana.”
“Ya sé quién es Charlotte,” dijo dándose por enterada. “Simplemente estaba sorprendida de que tú…,” sacudió la cabeza. “No importa.”
Justo entonces Emma entró en la conversación. “¿Te vas a comer esas fresas?,” le preguntó.
Ned le acercó el plato. “Todas tuyas”.
Ella le dio las gracias y cogió una. “Estoy hambrienta todo el tiempo, estos días, comentó. Excepto, por supuesto, cuando no lo estoy.”
Ned la miraba como si hablara en hebreo, pero Belle asentía como si la entendiera perfectamente.
“Te llenas enseguida,” dijo Emma, compadeciéndose de su ignorancia. “Es porque…,” le acarició el brazo. “Pronto lo entenderás.”
Ned se imaginó a Lydia embarazada de un hijo suyo, y la imagen le pareció equivocada.
Entonces el rostro cambió. No mucho, puesto que había poco que cambiar. Los ojos eran iguales, después de todo, y probablemente la nariz también, pero definitivamente la boca no…
Ned se dejó caer de nuevo contra la pared, sintiéndose repentinamente enfermo. El rostro que en su mente aparecía sobre el cuerpo de la embarazada era el de Charlotte, y no le parecía una equivocación en absoluto.
“Tengo que irme,” dijo abruptamente.
“¿Tan pronto?,” inquirió Belle. “Sólo son las nueve.”
“Mañana es un día importante,” gruñó él, lo cual era cierto.
“Bien, supongo que no importa,” dijo su hermana. “Lydia se ha marchado así que supongo que el novio puede hacerlo también.”
El asintió. “Si alguien pregunta…”
“No te preocupes por eso,” lo tranquilizó Belle. “Invento unas excusas excelentes.”
Emma afirmó con la cabeza.
“Oh, y Ned,” dijo Belle, con voz muy suave, lo suficiente para atraer su completa atención.
El miró por encima de su hombro.
“Lo siento,” dijo reservadamente.
Era lo más dulce -y lo más espantoso- que podía haber dicho. Aun así, le dedicó un asentimiento, porque era su hermana, y la quería. Después se escurrió por las contra-ventanas hacia la terraza, proponiéndose rodear la casa y entrar por la puerta posterior, esperando poder escabullirse sin ser visto y lograr llegar a su habitación sin encontrar a nadie que quisiera conversar con él.
“¡Tienes que regresar, Lydia!”
Lydia negó con la cabeza frenéticamente e introdujo otro par de zapatos en su bolsa de viaje, sin molestarse en mirar a Charlotte cuando dijo: “No puedo, no tengo tiempo.”
“No tienes que encontrarte con Rupert hasta dentro de cinco horas.”
Lydia la miró horrorizada. “¿En tan poco tiempo?”
Charlotte miró las dos bolsas de viaje de Lydia. Eran bastante grandes, pero seguramente no se necesitarían cinco horas para llenarlas. Decidió atacar desde otro ángulo. “Lydia,”, dijo, intentando sonar excepcionalmente razonable, “la fiesta de abajo es en tu honor. Te echaran de menos.” Y entonces, cuando Lydia se limitó a sostener un par de camisones de gasa y encaje, claramente ocupada en elegir entre ambos, lo repitió. “¡Lydia!”, dijo, “¿me estás oyendo? Te echaran de menos.”