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Lentamente volvió la mano de Charlotte hacia arriba, y depositó otro beso, más intimo, en su palma.

La deseaba, Dios, cómo la deseaba. Era un deseo que nunca había experimentado anteriormente, perdido en su interior. Comenzaba en su corazón y se extendía por todo su cuerpo (no como antes, que se quedaba en el exterior.)

Y no había forma de que él la dejara escapar.

Tomó su otra mano y entrelazándola también con la de él, la hizo elevar los brazos. Los doblo a la altura de sus hombros y la hizo apoyar las muñecas en ellos.

“Quiero que me hagas una promesa,” dijo con voz profunda y solemne.

“¿Q-qué?” susurró Charlotte.

“Quiero que me prometas que te casaras mañana conmigo, por la mañana.”

“Ned, ya te he dicho…”

“Si me lo prometes,” dijo interrumpiendo su protesta, “entonces permitiré que regreses a tu habitación a dormir.”

Charlotte dejó escapar una breve risa levemente aterrada. “¿Piensas que voy a poder dormir?”

Ned sonrió. Esto iba mejor de lo que había esperado. “Te conozco, Charlotte.”

“¿Sí?” preguntó ella, dubitativamente.

“Mejor de lo que piensas, y sé que tu palabra es garantía suficiente. Si me das tu palabra de que no harás ninguna tontería, como intentar escapar, te dejaré marchar a tu habitación.”

“¿Y si no lo hago?”

Su piel comenzó a arder. “Entonces tendrás que permanecer aquí conmigo. Toda la noche.”

Ella tragó. “Te doy mi palabra de que no escaparé,” dijo solemnemente. “Pero no puedo prometer que me casaré contigo.”

Ned consideró sus opciones. Estaba bastante seguro de que podía convencerla de que se casara con él por la mañana, si se empeñaba. Ella se sentía lo suficientemente culpable por su papel en la fuga de Lydia. Eso era algo que, ciertamente, él podía utilizar como ventaja.

“Y tendrás que hablar con mi padre, en todo caso,” añadió Charlotte.

Ned permitió que sus dedos se desenredaran, y lentamente le bajó los brazos hasta que reposaron a sus costados. La batalla estaba ganada. Si había sugerido que hablara con su padre, es que ya era suya.

“Te veré por la mañana,”dijo, inclinando la cabeza en un respetuoso saludo.

“¿Me dejas marchar?” susurró Charlotte.

“Me has dado tu palabra de que no escaparas. No necesito más garantías.”

Charlotte entreabrió los labios y sus ojos centellearon llenos de una emoción que Ned no pudo identificar.

Pero era buena. Definitivamente buena.

“Te espero aquí,” añadió, “a las ocho de la mañana. ¿Crees que tu padre podrá atenderme tan temprano?”

Ella asintió.

Ned dio un paso atrás y ejecutó una elegante reverencia. “Hasta mañana entonces, milady.”

Cuando ella abrió la boca para corregirle el uso del titulo, Ned levantó una mano y dijo: “Mañana serás vizcondesa. Tendrás que acostumbrarte pronto a que la gente se dirija a ti por tal título.”

Charlotte hizo un gesto hacia la puerta. “Debo marcharme.”

“Por supuesto,” contestó Ned, torciendo irónicamente los labios. “No debemos ser encontrados juntos y a solas en medio de la noche. Podría dar lugar a chismorreos.”

Ella sonrió de forma encantadoramente desaprobadora. Como si no fueran a ser pasto de habladurías. Su matrimonio sería el centro de los cotilleos durante meses.

“Ve,” dijo Ned, suavemente. “Ve a dormir.”

Ella le dirigió una mirada, que significaba que no esperaba conciliar el sueño, y después se deslizó fuera de la habitación.

Ned permaneció mirando fijamente la puerta abierta durante varios segundos, después de que ella desapareciera, y entonces susurró: “Sueña conmigo.”

Afortunadamente para Charlotte, su padre era un notorio madrugador, así que cuando entró en el pequeño salón de desayuno, cinco minutos después de dar las ocho, a la mañana siguiente, él estaba ya allí, como de costumbre, con un plato lleno de jamón y huevos.

“Buenos días, Charlotte,” la saludó. “Excelente día para una boda, ¿no crees?”

“Er, sí,” dijo Charlotte intentando sonreír, y fracasando estrepitosamente.

“Muy inteligente de tu parte desayunar aquí. Tu madre ha reunido a todo el mundo en el comedor, para un desayuno formal, bueno, en realidad, a los pocos que se han aventurado a levantarse tan temprano.”

“De hecho, vi a algunas personas allí cuando pasé,” contestó Charlotte, sin estar muy segura de por qué se molestaba en contarle eso.

“Hmm,” gruñó evasivamente su padre. “Como si alguien pudiera digerir un plato de huevos con jamón en medio de ese jaleo.”

“Padre,” dijo Charlotte, titubeante. “Tengo que contarle algo.”

El la miró con las cejas alzadas.

“Er, quizás sería mejor que simplemente le enseñe esto.” Le tendió la nota que Lydia había dejado para sus padres, explicando lo que había hecho.

Después dio un cauteloso paso atrás. Una vez que su padre terminara de leer la nota, su rugido sería mortal.

Pero cuando terminó de leerla, todo lo que hizo fue susurrar: “¿Tu sabías algo de esto?”

Más que cualquier otra cosa, Charlotte deseaba mentir. Pero no pudo, así que sencillamente asintió con la cabeza.

El señor Thornton permaneció inmóvil durante varios segundos, la única prueba de su cólera, eran sus nudillos, tornándose blanquecinos, debido a la fuerza con la que se asía al borde de la mesa.

“El vizconde está en la biblioteca,” dijo Charlotte, temblando perceptiblemente. El silencio de su padre era más terrible que cualquier bramido. “Creo que desea hablar contigo.”

El señor Thornton la miró. “¿Sabe lo que ha hecho Lydia?”

Charlotte asintió.

Entonces su padre pronunció varias palabras que ella jamás imaginó oiría salir de su boca, incluyendo una que nunca había escuchado. “Estamos arruinados,” siseó, después de acabar de maldecir. “Arruinados. Y tenemos que agradecéroslo a tu hermana y a ti.”

“Quizás, si sólo hablaras con el vizconde…”dijo Charlotte, sintiéndose muy desgraciada. Ella nunca había estado muy unida a su padre, pero, ¡oh!, siempre había anhelado su aprobación.

El señor Thornton se levantó precipitadamente y arrojó su servilleta. Charlotte se apartó de su camino y después lo siguió por el pasillo, guardando una respetuosa distancia de tres o cuatro pasos.

Pero cuando su padre llegó a la puerta de la biblioteca, se giró y le espetó: “¿Qué crees que haces aquí? Ya has hecho suficiente. Regresa a tu habitación inmediatamente y no salgas hasta que yo te dé permiso.”

“Opino,” se oyó una voz profunda, “que ella debería quedarse.”

Charlotte miró hacia las escaleras. Ned descendía los últimos peldaños, apareciendo espléndidamente apuesto con su traje de etiqueta.

Su padre le dio un codazo disimulado en las costillas y cuchicheó: “Creí que habías dicho que ya lo sabía.”

“Y lo sabe.”

“¿Entonces por qué demonios se ha vestido así?”

Charlotte se salvó de contestar ya que Ned había llegado junto a ellos.

“Hugo,” dijo, saludando con una inclinación de cabeza al señor Thornton.

“Milord,” contestó su padre, sorprendiéndola. Ella creía que lo tuteaba. Pero quizás los nervios lo obligaban a mostrarse especialmente formal esa mañana.

Ned indicó con la cabeza en dirección a la biblioteca y dijo: “¿Entramos?”

El señor Thornton dio un paso adelante, pero Ned lo detuvo diciendo suavemente: “Charlotte primero.”

Ella notó que su padre se moría de curiosidad, pero se contuvo y dio un paso atrás para dejarla pasar. Tan pronto entró en la habitación, Ned se inclinó y le murmuró: “Interesante elección de vestido.”