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Charlotte negó con la cabeza. Le era imposible pensar en comida.

“Bien,” dijo él, aprobadoramente. “Yo tampoco.”

Charlotte miró alrededor mientras entraban en la mansión. No era una vivienda excesivamente grande, sino cómoda y elegante.

“¿Vienes a menudo?” le preguntó a Ned.

“¿A Middlewood?”

Ella asintió.

“Paso más tiempo en Londres,” admitió Ned. “ Pero podemos venir más, si quieres estar cerca de tu familia.”

“Me gustaría,” dijo Charlotte, mordiéndose el labio inferior por un instante, antes de añadir, “si tú quieres.”

Ned la dirigió hacia las escaleras. “¿Qué ha sucedido con la independiente mujer con la que me case? La Charlotte Thornton que yo conozco nunca habría pedido mi permiso para nada.”

“Ahora es Charlotte Blydon,” dijo, “y ya te lo he dicho, estoy nerviosa.”

Llegaron a lo alto de las escaleras, y Ned le tomó de la mano conduciéndola por un pasillo. “No hay nada por lo que estar nerviosa,” le dijo.

“¿Nada?”

“Bueno, muy poco,” admitió Ned.

“¿Sólo muy poco?”, preguntó Charlotte, dudando.

Ned le ofreció una traviesa sonrisa. “Muy bien. Hay mucho por lo que estar nerviosa. Voy a mostrarte algo,” la hizo pasar a través de una puerta abierta y cerró tras ellos, “que es muy, muy nuevo.”

Charlotte tragó con dificultad. En el caos del día, su madre olvidó tener la acostumbrada charla de antes de la boda con ella. Ella era una chica de campo, y sabía un poco lo que pasaba entre hombres y mujeres, pero, de alguna manera, parecía un poco más atemorizador, con su marido parado delante de ella, devorándola con los ojos.

“¿Cuántas veces te han besado?” le preguntó Ned, quitándose la chaqueta.

Charlotte parpadeó sorprendida por la inesperada pregunta. “Una vez,” contestó.

“Fui yo, supongo” dijo Ned suavemente.

Charlotte asintió.

“Bien,” dijo Ned, y solamente entonces ella se dio cuenta de que se había desabrochado los puños de la camisa.

Charlotte miró como sus dedos se deslizaban hacia los botones frontales de la camisa, y al sentir que se le secaba la boca, le preguntó, “¿Cuántas veces te han besado?”

Ned curvó los labios. “Una.”

Los ojos de Charlotte volaron a su rostro.

“Una vez que te bese,” dijo Ned, roncamente, “me di cuenta de que los anteriores no eran dignos de llamarse así.” Fue como si un relámpago estallara en el centro de la habitación. El aire se electrificó y Charlotte no confiaba en poder seguir manteniéndose en pie por sí misma.

“Pero confío,” murmuró Ned, acortando la distancia entre ellos, y llevándose las manos de Charlotte a los labios, “que no terminaré mis días habiendo sido besado una sola vez.”

Charlotte se las arregló para hacer un pequeño gesto de negación con la cabeza. “¿Cómo ha sucedido esto?” susurró.

Ned ladeo la cabeza, con curiosidad. “¿Cómo ha sucedido que?”

“Esto,” repitió Charlotte, como si la palabra lo explicara todo. “Tú. Yo. Eres mi marido.”

Ned sonrió. “Lo sé.”

“Quiero que sepas algo,” dijo Charlotte, las palabras precipitándose de su boca.

Ned parecía levemente divertido por su seriedad. “Lo que quieras,” dijo tranquilamente.

“Luché contra esto,” dijo Charlotte, consciente de que era un momento muy importante. Su matrimonio había sido precipitado, pero estaba basado en la honestidad, y ella quería confiarle a Ned lo que había en su corazón. “Cuando me dijiste que ocupara el lugar de Lydia…”

No lo dije de esa manera,” la interrumpió Ned, con voz baja pero intensa.

“¿Qué quieres decir?”

Sus azules ojos se clavaron en los de ella, ardientemente. “Nunca he querido que sintieras que estabas ocupando el lugar de otra persona. Tú eres mi esposa. Tú, Charlotte. Tú eres mi primera elección, mi única elección.” Sus manos se cerraron alrededor de las de ella, y su voz cobró intensidad. “Doy gracias a Dios, por el día en que tu hermana decidió que necesitaba un poco de poesía en su vida.”

Charlotte entreabrió los labios sorprendida. Sus palabras la hicieron sentirse más que deseada, se sentía querida. “Quiero que sepas,” continuó Charlotte, temiendo que si se centraba demasiado en las palabras de Ned y no en las propias, acabaría derritiéndose en sus brazos, sin terminar de decir lo que necesitaba. “Quiero que sepas que sé, con todo mi corazón, que tomé la decisión correcta cuando me casé contigo esta mañana. No sé cómo estoy tan segura, y pienso que es una insensatez, y el cielo sabe que no hay nada que valore más que la sensatez, pero… pero…”

Ned la abrazó. “Lo sé,” le dijo, las palabras aún flotando en el aire. “Lo sé.”

“Creo que estoy enamorada de ti,” susurró Charlotte, contra su camisa, sólo capaz de encontrar el coraje de pronunciar tales palabras, ahora que no lo miraba a la cara.

Ned se quedo inmóvil. “¿Qué has dicho?”

“Lo siento,” dijo Charlotte, sintiendo que sus hombros se hundían ante su reacción. “No debería haber dicho nada. Aún no.”

Las manos de Ned se posaron en sus mejillas y le elevó el rostro hasta que Charlotte no tuvo más remedio que enfrentarse a su mirada.

“¿Qué has dicho?” volvió a preguntar Ned.

“Que creo que te amo,” susurró Charlotte. “No estoy segura. Nunca he estado enamorada antes, así que no estoy muy familiarizada con este sentimiento, pero…”

“Yo si estoy seguro,” dijo Ned, con voz áspera e inestable. “Estoy seguro. Te quiero, Charlotte. Te quiero, y no sé lo que habría hecho si no hubieras aceptado casarte conmigo.”

Los labios de Charlotte temblaron con una inesperada risa. “Habrías encontrado alguna forma de convencerme,” le contestó.

“Te habría hecho el amor allí mismo, en la biblioteca de tu padre, si esa hubiera sido necesario para atraparte.”

“Estoy segura de que lo hubieras hecho,” le contestó suavemente, su boca curvada en una sonrisa.

“Y te prometo,” le dijo Ned, besándole suavemente el lóbulo, mientras hablaba, “que yo hubiera quedado muy, muy convencido.”

“No lo dudo,” dijo ella, sin aliento.

“De hecho,” murmuró Ned, sus dedos trabajando en los botones de la espalda de su vestido, “creo que necesito convencerte ahora.”

A Charlotte se le cortó la respiración al sentir un soplo de aire fresco en la piel de la espalda. En un segundo su traje caería y ella estaría parada delante de Ned, como sólo una esposa lo estaba delante de su marido.

El estaba tan cerca que podía sentir el calor que se desprendía de su piel, oír su respiración. “No estés nerviosa,” le susurró, sus palabras rozando su oreja como una caricia. “Te prometo que haré que sea bueno para ti.”

“Lo sé,” dijo Charlotte, con voz temblorosa. Y luego, de alguna manera, sonrió. “Pero aún así estoy nerviosa.”

Ned la abrazó con fuerza contra su cuerpo, su ronca risa sacudiéndolos a ambos. “Puedes estar como quieras,” dijo, “siempre que seas mía.”

“Siempre,” prometió ella. “Siempre.”

Ned retrocedió un paso para deshacerse de la camisa, dejando a Charlotte allí parada, amarrándose el frontal de su vestido.

“¿Quieres que me retire?” le preguntó él, tranquilamente.

Los ojos de ella se abrieron. No había esperado eso.

“Para que puedas tener privacidad mientras te metes en la cama,” explicó.

“¡Oh!” parpadeó Charlotte. “¿Es así como se hace?”

“Así es como se hace usualmente,” le dijo Ned, “aunque no como tiene que hacerse.”

“¿Cómo quieres hacerlo tú?” susurró ella.

Sus ojos se tornaron ardientes. “Quiero quitarte cada prenda de ropa yo mismo.”

Ella tembló.

“Y después quiero tenderte en la cama y contemplarte.”

Su corazón comenzó a galopar.